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Aquí, con su palabra, en este mundo

11:46 PM, 16/11/2008 .. Publicado en Comentario de libros .. 0 comentarios .. Link

Aquí, con su palabra, en este mundo: Apuntes sobre Mamá, de Alejandro Schmidt

 I

 Desde hace un cuarto de siglo, Alejandro Schmidt (1955) viene escribiendo una de las poesías más entrañablemente intensa de nuestra lengua. Ajena por completo a las modas poéticas nacionales, la escritura de Schmidt es el registro de una voz visceral, inconfundible: el soporte de una lírica potente que surca, en numerosos libros y a altísima velocidad, el camino sinuoso del riesgo.

Mamá[1] (el décimo tercer libro del autor) reúne veinticuatro poemas escritos en Villa María, su ciudad natal, entre 1985 y 2007. Esa localidad del sur de la provincia de Córdoba es la esquina del universo de la que proceden los poemas de Schmidt, un locus de enunciación que funciona como la sede de una cosmogonía y una base de operaciones donde el autor también efectúa su vigorosa tarea como editor de revistas, plaquetas y libros de poesía.

II

Me detengo en las fechas que señalan los años en que comenzaron y terminaron de escribirse estos poemas, y la cuenta da veintidós. Más de dos décadas se tomó Schmidt para darle a Mamá forma de libro. Ese lapso de tiempo indica, más que la duración de una empresa trabajosa, una temporalidad interna, la dinámica de una respiración propia a un proyecto creador que se dicta a sí mismo sus ritmos, treguas y manifestaciones. Me gusta pensar esta poesía como un universo en expansión permanente, producto de un big bang que ocurrió en un tiempo inmemorial, mucho pero mucho antes de que Schmidt escribiera sus poemas iniciales.

Schmidt no estuvo veinte años elaborando este único libro, demorado (a lo Mallarmé, a lo Macedonio) en la composición de una suma textual, absorto por la quimera de un texto imposible y finalmente fallido. Entre 1988 y 2006, publicó diez poemarios. Este dato confirma no sólo la abundancia y continuidad de una obra que parece inagotable; un núcleo poético aparece íntegro, irradiando su incandescencia ya desde el primer libro (Clave menor, 1983), ubicado en una suerte de tiempo suspendido, de infancia previa al lenguaje y sus articulaciones lógicas y sintácticas; un núcleo en torno al cual orbitan, encapsulados, gestándose al unísono, todos los poemas y libros de Schmidt, los que llevan pie de imprenta y los que todavía no. De ahí, entonces, la homogeneidad expresiva que predomina en Mamá, esa sensación de fulgurante frescura que estalla en cada uno de los poemas que lo integran.

III

 

Existe un estilo Schmidt, un sistema poético que lleva su firma. Pero creo que ambas expresiones (“estilo” y “sistema poético”) son rótulos que empobrecen el modo en que el autor vive y concibe la poesía. En una serie de fragmentos de cartas que intercambiara con María Teresa Andruetto[2] durante catorce años, Schmidt se encarga de explicitar (sin eufemismos) su desprecio por la prolijidad, la artesanía, el modo justo, lo deliberadamente bien hecho, el programa, la astucia, el artificio desmedido. A su entender, toda una serie de mezquindades que banalizan el hecho creador y lo restringen al orden del cálculo, la carrera literaria y la política cultural (la política cultural convertida en tráfico de influencias y feria de vanidades).

Al ocuparse del lenguaje, George Gadamer señala que uno de sus modos de ser es el diálogo y describe al diálogo partiendo del juego, como un proceso dinámico que engloba al sujeto o a los sujetos que juegan: “La fascinación del juego para la consciencia ludente reside en ese salir fuera de sí para entrar en un contexto de movimiento que desarrolla su propia dinámica”[3]. La esencia del juego no radica en el aprendizaje y la aplicación de reglas (en seguir un reglamento para obtener un resultado) sino en dejarse envolver por el transcurso de su marcha.

Hay en la poesía de Schmidt una inclinación resuelta a permitirse llevar por el devenir de las palabras, de extraviarse en la energía loca del lenguaje, de jugar a fondo ese juego peligroso en el que las prescripciones y las metas preestablecidas pasan a un segundo plano y en el que la conciencia del sujeto deriva sin ataduras. Esta voluntad de entrega implica una renuncia consciente a la perfección formal, una reticencia con respecto a la forma plena y absoluta.

La poesía atraviesa la subjetividad del poeta, trasmuta los avatares de su historia personal. Éste toma nota de los dictados de una voz ajena que lo excede, y que es una energía brutal y desbordante. Más que un género literario, que un discurso, que una retórica, que un acontecimiento de orden lingüístico, la poesía asume la forma enigmática de un misterio. Pero, en este caso, el misterio es cercano, extrañamente familiar, un aura que reviste con su vecindad inasible los objetos y las situaciones más cotidianos.

IV

 La poética de Schmidt combate algunos lugares comunes de la poesía, en especial la figura del poeta como un iluminado (tema sobre el que ironiza en buena parte de su obra). Si la muerte, el diálogo con los ausentes queridos, es otra de sus temáticas estables, esta obsesión no transforma, necesariamente al poeta, como postula la escuela órfica, en un penitente plañidero, pasivo receptor de visiones y mensajes transmundanos que lo otorgan la función de un medium.

Las iluminaciones de Schmidt, las imágenes de alto voltaje que se incrustan en sus poemas como esquirlas de un meteorito, resplandecen para mostrar la irrecusable finitud del ser humano, la contingencia que lo define como tal, y su complementaria sed de perdurabilidad y belleza. Entregado al don inmerecido de la poesía, el poeta se encarga de repartirlo entre sus pares (otras mujeres, otros hombres) aquí, con su palabra, en este mundo de pesadillas, incertidumbres y pequeñas alegrías pasajeras (epifanías de bolsillo, sencillas redenciones).

También disputa –a mi entender- con otras dos fuertes cristalizaciones ideológicas que se han impuesto en la poesía argentina de la última década. Uno de esos clichés responde a la idea de la “mala escritura”, lo malo ex profeso. Escribir voluntariamente mal y “sonar” malo se han vuelto marcas paradójicas de calidad y buena prensa. Además de ignorar con orgullo y jactancia las herramientas básicas del oficio de poeta (ese que se construye invisiblemente, a los tropiezos, yendo de vacilación en vacilación hasta la derrota anunciada), se trata de parecer cínico o, en el mejor de los casos, indiferente.

La otra de tales supersticiones (y que comprende a la anteriormente mencionada) se vincula con lo que Fredric Jameson denominó “el ocaso de los afectos”[4], una de las facetas que constituyen la estética posmoderna: la desafección intencional que se vuelca a favor del pastiche, un ejercicio de la jovialidad y la burla canchera que se expresa en eslóganes del tipo “la lírica ha muerto” y que rebaja la percepción poética a un estado de lisa y llana estupidez.

Schmidt ha confesado su adhesión al Romanticismo, una estética en la que predominan las turbulencias del yo, la lógica desplazada del sueño y las visiones fulgentes y desgarradoras. Más que una red temática o un conjunto de procedimientos (antes que un repertorio de motivos o un catálogo de técnicas), su romanticismo conforma una cosmovisión en un sentido fuerte; es decir: una postura ante el mundo, una apreciación de la vida que hace de la poesía un modo supremo de conocimiento. No hay que confundir (que rebajar) esa cosmovisión con un método, con un camino evidente para alcanzar una verdad trascendental sino, más bien, de asimilarla, analógicamente, a una experiencia que desafía los trayectos prefijados, los pasos seguros y los atajos, y que afronta, con valentía y sin escándalos, las encrucijadas, lo provisorio, los errores, el azar.

Se trata, por el contrario, de producir, con la escritura, experiencias inauditas, de trazar sendas bruscas, recorridos que subvierten las cartografías trazadas de antemano. Traduciendo a su manera (como siempre) un enunciado aristotélico, Heidegger dice que el hombre es la bestia que mora en la proximidad de los dioses, que lo humano se caracteriza por su incompletitud y un anhelo agónico de trascendencia. De eso habla, en el fondo, la poesía de Alejandro Schmidt, de un afán despedazado e insatisfecho de infinito del que la poesía debe hacerse cargo para no convertirse en un fetiche, en una mercancía, en un objeto de estudio académico, en un chiste de culto. Un soplo íntimo y al mismo tiempo cósmico para el cual la lírica es un cauce precario y desbordable. Por eso, su visión romántica del hecho poético (que no se confunde con el sentimentalismo ni la profecía metafísica) deviene una ética y una política de la escritura.

V

 En Mamá encontramos los rasgos característicos de la poesía de Schmidt: la disposición gráfica del texto, una plasticidad en la que predominan los espacios en blanco y los versos cortos (a veces una palabra constituye por sí sola una estrofa); la métrica irregular (como si el poema respondiera a un ritmo y una acentuación internos, inestable y cambiante); el empleo mínimo de los signos de puntuación y la prescindencia de nexos y conectores (lo que dota al discurso de fluidez y ambigüedad semántica); las preguntas retóricas (que expanden el sentido del texto dejándolo abierto, indeterminado); la aparición constante de la primera persona; la irrupción centelleante de la imagen.

Blanco privilegiado y motor de numerosas imágenes es la figura materna: “Mi madre se transforma en perro”; “árbol negro / mi madre / al borde de la ruta”; “el barco era mi madre / y su bandera un cuervo”; “Existe un lugar donde va la muerte / con sus bolsos llenos de pan // y está en mi pecho / madre”; “Vestida de turquesa / pasa mi madre con el luto en brazos”. Además de ligarse con la muerte, esta figura conecta u arma una red (a lo largo del libro) con otras que remiten a la sequedad, la malicia, el dolor, la indiferencia, la asfixia, la ferocidad, el egoísmo. Si cuando se la invoca, no acusa recibo (“y no acudió mi madre”), su presencia tampoco ofrece amparo ni consuelo (“muda / en nosotros”).

Nombrada con insistencia, desde una intimidad desgarradora y en ciertas ocasiones tragicómica, la mamá de estos poemas no es la mítica madre vallejiana, fuente de abrigo y alimento, sino un recuerdo pesaroso o una compañía irritante. El yo poético no asume, para nombrarla, la postura de un huérfano desvalido ni las modulaciones cálidas que procuran el cariño o la pena. En su voz, resuenan tanto el reproche como el desquite, tanto la resignación como el alivio. Sin embargo, hablar de mamá (hablar con ella) instala inmediatamente la palabra del hijo en el ámbito de la poesía, un territorio donde el lenguaje se sale de quicio y deriva en analogías potentes, en conexiones impensadas (“puente es la noche / los árboles”), en pasajes donde lo trivial se desnuda y muestra sus verdades tan maravillosas como escalofriantes: “nacer es un largo trabajo violento / afuera del silencio de mi madre”.

No es posible nombrar a la madre –parece decirnos y decirse Schmidt, como aceptando a regañadientes una penitencia-, asentir su presencia omnipotente o rastrear las huellas de su ausencia irremediable, tomar nota de sus transformaciones o llamarla en vano, sin que la lengua se electrice y cargue de esa energía indómita que tan bien caracteriza a la poesía del autor.

Frente a la ausencia-presencia perturbadora de la madre, el fantasma del padre se presenta, en cambio, pródigo en sentimientos de calma y compasión. Pero es mamá quien hace rabiar a las palabras del poeta y dispara su escritura, embarcándola en un vértigo no exento de meditaciones y cuestionamientos. Es en el nombre de la madre que el hijo saca a relucir su condición de poeta y lanza como bolas de fuego sus plegarias no atendidas.

VI

 Fabián Casas dice que un clásico es “una obra que de alguna manera establece ella misma los parámetros sobre los que va a ser percibida.”[5] Quizás a pesar suyo, Schmidt ha producido ya un corpus de textos que merecen ese adjetivo. Aunque se trata de un clásico bizarro, informe, vital que requiere de una hermenéutica desprejuiciada, capaz de adentrarse en la lógica convulsa que aquel propone. Mamá es otra pieza única de este mundo poético que se yergue a sí mismo, firme y en permanente expansión.

 

José Di Marco

Diciembre de 2007



[1] Alejandro Schmidt: Mamá, Ediciones Recovecos, Córdoba, 2007.

[2] “Correspondencia”, en María Teresa Andruetto – Carlos Gazzera: Fragmentaciones. Poesía y Poética de Alejandro Schmidt, Ferreyra Editor, Colección LECTURAS MÍNIMAS, Córdoba, 2004, págs. 77 – 92.

[3] Hans-George Gadamer: “Hombre y lenguaje (1965)”, en Verdad y método II, Sígueme, Salamanca, 1992 (Traducción de Manuel Osalagasti), págs. 145 – 172.

[4] Frederic Jameson: “La deconstrucción de la expresión”, en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Paidós, Buenos Aires, 1992 (Traducción de Pardo Torio), págs. 23 – 40.

[5] Fabián Casas: “Rumble Fisch: la cantinela eterna de los mitos”, en Ensayos bonsai, Emecé, Buenos Aires, 2007, págs. 14 – 21.


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