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Sin pena en la palabra, de Osvaldo Guevara

01:57 AM, 29/1/2009 .. 0 comentarios .. Link

Sin pena en la palabra, de Osvaldo Guevara

Código Gráfico, Villa Dolores, 2007

 

Los treinta y cuatro poemas de Sin pena en la palabra, el último libro de Osvaldo Guevara (Río Cuarto, 1931), se distribuyen en nueve partes, cada una de las cuales toma su nombre de uno de los poemas que la integran. No obstante, el volumen en su conjunto lleva por título el de un poema que no forma parte de ninguna serie y que cumple una suerte de función inaugural. “Sin pena en la palabra” (el poema al que se alude) muestra que, para Guevara, la poesía, aun cuando la primera persona comanda la enunciación, es una boca en la que se deja oír la voz del otro, un diálogo cuyo sentido depende, en última instancia, de la presencia del lector (que es el semejante del poeta, su aliado incondicional).

Pero, además, ese poema introduce el tono que predomina en todo el poemario: la pesadumbre como un acento grave que resuena con insistencia y que la escritura procura transformar en gozo o, al menos, en un sentimiento que impulse a la reflexión. Por eso, cuando hablan de la inminencia de la muerte (“Barridas”), o del transcurso corrosivo del tiempo (“Viajeros”), o del agotamiento del amor (“Nosotros”), los poemas se invisten de una belleza rotunda y lacerante.

Se trata de una forma de la belleza que proviene de un trato con el lenguaje que privilegia, siempre, su dimensión tropológica. En lo que Guevara escribe, poesía es sinónimo de belleza, en la medida en que el lenguaje (el cotidiano, el usual) se somete a una transformación artística. Lo bello no es una variable del tema a tratar sino, más bien, el producto de una exploración de las posibilidades materiales y semánticas del lenguaje, de su prosodia, de su retórica y de sus significaciones. Para Guevara, la poesía induce un efecto estético, más allá del peso o la densidad de una temática en particular; a pesar de que, como en este caso, la muerte (la caducidad, el desamparo) se constituya en el asunto por excelencia de Sin pena en la palabra.

Sin embargo, ese tono pesimista y por momentos irónico (como en “Celebraciones”) se atenúa para ser un testimonio de los prodigios que irrumpen el seno mismo de lo cotidiano. En “Migas”, en “Músicas” y, sobre todo, en “Superficies” se exalta la naturaleza y se celebra la vida sencilla, se toma nota como al pasar de lo que ocurre a diario y se entrega, pródigo, al goce inmediato de los sentidos. Así, la escritura de Guevara exhibe la sensualidad celebrante, el colorido, el ritmo y la plasticidad de sus primeros trabajos poéticos.

En la octava parte este libro (denominada “Zoonetos”), el escritor vuelve a practicar una forma que le es grata y en cuya ejecución pone a la vista, una vez más, su destreza técnica para reanimar un esquema métrico y una versificación en apariencia inertes. Si en los sonetos la naturaleza se vivifica por las presencias de un colibrí y de un caballo, en “Homenajes”, el último apartado, la amistad se presenta como un vínculo que la enfermedad y la distancia convierten en tributo de la melancolía y la evocación.

“Poetas”, la primera parte de Sin pena en la palabra, consta de dos poemas en los que se entabla una polémica entre pares. Guevara les responde a aquellos que fustigan su presunta humanidad: “El poeta y el hombre / en mí caminan con el mismo paso” (“Poetas”), y toma distancia, invocando una famosa rima de Bécquer, de “esos poetas” que creen saberlo todo acerca de la poesía: “Yo no sé lo que es la poesía. // Tal vez / mi poesía sí // y no sepa decírmelo” (“Poesía eres tú”). Asoma, en ambos, la postura poética de Guevara en tanto que una actitud vital, una ética: el reconocimiento de los lazos de pertenencia del poeta (que no son geográficos ni coetáneos) y de la poesía como un misterio, un don que se sustrae a la deducción racional y científica. Más que un saber o que una habilidad, antes que la expansión de una personalidad extravagante, la poesía ocurre (sin preparativos, sin propósitos) como un encuentro impensado con los más recóndito del mundo y de uno mismo; ella es el resguardo de su verdad y su razón de ser, el silencio, un resto incomunicable, un punto de fuga

En Sin pena en la palabra, el lenguaje de Guevara se presenta lacónico, despojado, implosivo. La tropología propia de su decir poético –resultante de la convicción de que la poesía es un lenguaje figurado, una transfiguración deliberada- se ajusta a un léxico llano, a una sintaxis límpida y a una versificación libre. La brevedad de la mayoría de los poemas (casi aforística en algunos casos) es la manifestación externa, visual si se quiere, de una opción artística y expresiva que cobrara relieve en Diario de invierno, de 1990. Esa aventura se mantiene intacta; aquí, Guevara continúa sondeando la intimidad áspera de la lengua en busca de una expresión sustantiva, descarnada.

Sin pena en la palabra es el libro de la senectud de Osvaldo Guevara. Una luz crepuscular nimba sus poemas: destellos de una sensibilidad y de una imaginación que ha conjurado los fantasmas del agotamiento poético y que asume la poesía como una forma de vida, una percepción de la realidad y un trato con las palabras que permite afrontar, con inteligencia, humor e ironía, la vejez como antesala natural de la muerte. La congoja deviene una visión del mundo en la que la conciencia de la propia finitud no impide el goce de la vida como una renovación cotidiana y constante.

De la perspicacia, gravedad y desconsuelo de la misma, pero también de la esperanzadora redención que la contrapesa, la escritura de Guevara obtiene su vigor y su brillo.

 

José Di Marco

 

 

 


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