Notas al paso (II)
1. En una conferencia titulada “Poesía y pensamiento”, Borges se permite una afirmación que me resulta enigmática y, tal vez por eso mismo, inquietante. Dice: “He sospechado muchas veces que el significado es, en realidad, algo que se le añade al poema. Sé a ciencia cierta que sentimos la belleza de un poema antes de pensar en el significado”. Lo que me sacude y descoloca, el efecto de extrañeza que me producen estas palabras de Borges, no resultan de la presunción de que el significado de un poema sea un añadido, un suplemento.
Tampoco me extraña la dicotomía entre sentimiento y pensamiento: la belleza del poema se siente; su sentido, en cambio, se piensa. Esta diferencia introduce una distinción tajante entre placer estético e interpretación. Podemos, nos dice Borges, disfrutar de un poema, aunque no lo entendamos; más aun, el vínculo fruitivo con la poesía ocurre antes del acto de atribuirle un sentido a las palabras del poema. Leer equivale a sentir la belleza. La pregunta por el qué significa es posterior a la experiencia estética y, por lo tanto, puede aplazarse e incluso se puede prescindir de ella.
Pareciera que Borges nos invitase, cuando de leer poesía se trata, a renunciar al sentido, a suspender el ejercicio del entendimiento, a posponer el afán de comprensión para experimentar libremente, sin mediaciones dilatorias, la belleza de un poema.
2. Ya es un lugar común de la crítica especializada, al que también el periodismo cultural ha adoptado como un precepto, que la escritura de Borges anticipó, con una clarividencia extraordinaria, los derroteros y las elucubraciones conceptuales de la teoría literaria contemporánea. Con sus ensayos, mediante sus ficciones, Borges inventó a sus lectores futuros, prefigurando, de antemano, los enfoques, las categorías y las operaciones de lectura que habrían de colocarlo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, en una posición imprescindible dentro del canon literario de occidente.
Así, hallaríamos, en el extracto de su conferencia anteriormente citado, el epítome de una teoría de la lectura literaria que el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” exaspera y reduce al absurdo: la técnica de los anacronismos deliberados y las atribuciones erróneas. Una idea que anticipa los postulados básicos de la Estética de la recepción, es decir: la lectura como recreación activa, un acto de apropiación que renueva y transfigura el sentido de los textos, el que no está fijo ni clausurado, sino disponible para y abierto a concreciones históricamente situadas, transitorias y mudables.
También podríamos encontrar, allí, en la prédica mencionada, un aire de familia con los planteos de Derrida: el sentido es un suplemento, un excedente, el producto de una “sobre-interpretación” que, en disidencia con lo que postula Umberto Eco, el texto, en tanto que un mecanismo perezoso, no modela ni prefigura. Un –diría Borges- agregado.
2.1 (Lo curioso es que ese algo de más, ajeno al texto, diferente del poema, desplazado en relación con el placer generado por el contacto prerreflexivo con su belleza, permite retomar el texto, repetir el poema e, incluso, reescribirlo indefinidamente. Es lo accidental, supletorio y deleznable, las modalidades que Borges adjudica al sentido, lo que arranca y libera al poema del instante estrictamente subjetivo del goce para diferirlo e inscribirlo luego en una cadena de interpretaciones, en una retícula, temporalmente dinámica y variable, de lecturas.
En la atribución de sentidos a un texto literario, el acto de lectura se constituye en experiencia, se vuelve una praxis creativa, deviene poiesis, invención.)
3. No me interesa, sin embargo, polemizar con el argumento que opone sentir a entender, la belleza al sentido, el goce a la interpretación. Al fin y al cabo, en esta conferencia, Borges mismo se encarga de “deconstruir” la matriz dicotómica que él mismo propone, atribuyéndoles sentidos a los distintos poemas de los que se ocupa a lo largo de su exposición.
Lo hace mediante el uso del comentario, un género discursivo de tenor preferentemente oral. Por medio de la recitación, la paráfrasis y la glosa Borges despliega y traspone la intuición sensible a una serie de enunciados en los que la aparente descripción de algo que se da plenamente y de inmediato (la belleza) se entrelaza, de un modo inextricable, con la explicación y el juicio crítico.
Vale la pena remarcar que sus comentarios se apoyan en las configuraciones formales del poema. Quizá, para Borges, sentir su belleza consiste, antes que nada, en atender a su formas singulares, a las combinaciones inusitadas que componen su estructura rítmica y semántica en tanto que un tejido verbal único.
Estos comentarios son actos interpretativos cuya originalidad radica en negarse como tales, y cuya fuerza persuasiva proviene de la presuposición de que la forma (la belleza) del poema encierra, ya, un sentido originario que no precisa de la exégesis para manifestarse como tal y que se torna accesible mediante una intuición preanalítica.
4. Lo que sí me descoloca de la intervención de Borges (“He sospechado muchas veces que el significado es, en realidad, algo que se le añade al poema. Sé a ciencia cierta que sentimos la belleza de un poema antes de pensar en el significado”) es ese desplazamiento abrupto de la sospecha a la certeza. Ese movimiento, que transforma la conjetura en evidencia, atraviesa y articula la producción crítica de Borges. Ese movimiento reductor está presente (como una trama secreta) en sus ensayos, sus prólogos, sus reseñas, sus conferencias. En el mismo, radican tanto su poder de seducción como sus flaquezas conceptuales y argumentativas.
Cuando el arbitrio, el ingenio, la ocurrencia y la intuición se convierten en una excusa para el dogma, la lectura deja de ser una explosión heurística para adquirir el talante implacable de la voluntad de dominio. Contra esas fuerzas reactivas debe luchar, constantemente, la crítica, si es que no quiere dejar de ser un acontecimiento de lectura siempre novedoso, inventivo y feliz.
José Di Marco
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