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Gente de mi edad. Una lectura de El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti. Editorial Tamarisco. Buenos Aires. 2010. 99. Pág.

01:34 PM, 18/8/2010 .. Publicado en Comentario de libros .. 0 comentarios .. Link

Lo primero que me llamó la atención de El asesino de chanchos es la parquedad de la solapa que consigna los datos del autor del libro. La primera oración de ese paratexto, como se lo suele llamar, dice: “Luciano Lamberti es escritor”. Ese enunciado tan simple y transparente tiene sin embargo un funcionamiento ambiguo. Diversos autores están de acuerdo en que en la actualidad se entiende que la identidad de un escritor no es un centro que preexiste a la creación literaria sino más bien  “el resultado de una operación vertiginosa: el paso de una actividad (escribo) a un ser (soy escritor)” (Premat, 2009, p.11).  Por eso, parece superfluo decir de quien firma un libro, del que lo ha escrito, que “es escritor”. Este dato que es, o que parece, redundante, deja de serlo cuando se comprueba la reticencia consiguiente a “llenar el formulario” con los datos que son esperables en una solapa: edad, lugar de nacimiento y de residencia, distinciones y títulos (las “cucardas”, diría Alejandro Schmidt, reprobando irónicamente la convención de exhibir los premios obtenidos). Entonces, esa carta de presentación un tanto anómala, parca, lindante si se quiere con la grosería (“no te digo quién soy, qué te importa quién soy, soy un escritor y punto, el resto son pavadas”, parecería decir esa primera oración) se me presenta como un gesto importante porque inaugura una impronta que caracteriza la serie de los nueve relatos que componen El asesino de chanchos.

                Mientras iba leyendo “El asesino de chancos”, “El arquero”, “Agua viva”, “Febrero”, tenía la impresión de que los textos dibujaban un perfil muy específico de lector a partir de distintos recursos. En principio, y de manera muy obvia, hay una serie de referencias culturales, principalmente del rock. En el relato “Una visita al Señor”, el narrador va a acompañar a su abuela a visitar al Nene, una suerte de manosanta, y allí aparece la referencia al disco “Canción animal” de Soda Stereo, que el personaje escucha en su walkman y que había salido un par de meses atrás (es decir que estamos en 1990). La canción de Patricio Rey y sus redonditos de ricota “Etiqueta negra” es un tema de conversación en “La tortuga” y R.E.M, P.J. Harvey y Radiohead son parte de la música que escucha Marcos en “El arquero”. En este cuento, la tecnología deja de ser el walkman (fin de los ´80 y principios de los ´90) y pasa a ser el mp.3 (es decir el año 2004 en adelante). Es posible que para un lector que ya era adulto cuando apareció en Argentina la tecnología que permite escuchar música andando estos datos sean superfluos, pero es indudable que cualquiera que tenga hoy alrededor de treinta y cinco años puede ubicar cronológicamente los relatos a partir del dato de si se escucha música en el walkman, en el discman o en el mp.3. Y esa sola referencia genera entre el universo de estos personajes y un cierto lector una familiaridad que no pueden sentir otros lectores. Es como si a partir de estos detalles se fuera delimitando una situación comunicativa muy específica: alguien que en la actualidad tiene alrededor de treinta años le cuenta historias a su gente, y esas historias son a la vez como una puesta en escena y una indagación sobre las formas de vida de esa generación; diría más: los interrogantes apuntan a cierto perfil de gente de esa generación.

 

                Hay una frase muy citada que aparece en un texto de Mallarmé. Dice (según traduce Pablo Mané Garzón): “Ellos, como un vil sobresalto de hidra que oyera otrora al ángel/ dar un sentido más puro a las palabras de la tribu…”. Los versos son del poema “La tumba de Edgar Poe” y el pasaje que se remarca es “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Y de esa expresión se interpreta que Mallarmé le asigna ese rol a Poe y también que ésa puede llegar a ser una función que cumple un escritor con respecto a su generación. Martín Gambarotta ha expresado que ésa fue su intención en la época anterior a la escritura de Punctum. Partiendo de este caso, se me ocurren algunos textos, sobre todos poemas, que parecen reeditar esa situación comunicativa. Por ejemplo cuando Alberto Vanasco escribe en el poema: “Hurra”: “Yo, por el contrario, he visto a los mejores espíritus de/ mi generación salvarse milagrosamente de la locura…” Aquí Vanasco le habla a su generación, la del ´50, citando casi textualmente un poema de Allen Ginsberg dirigido a la generación Beat. También el poeta Luis Benítez escribe en “En el arduo aniversario de una boda”: “Nuestra generación fue un puñado de hombres solos/ una pizca de mujeres destruidas…”. Son textos en los que el autor escribe como miembro de una generación y le habla, principalmente, a su generación.  Eso no quiere decir que los textos no puedan leerse más allá de esa situación comunicativa específica. La celebridad y el alcance del poema de Ginsberg desmienten por sí solos esa posición. Lo qué sí se podría afirmar es que el sentido de esos textos se define con mayor precisión reponiendo la situación comunicativa específica que las obras configuran.

                La cuestión ahora sería precisar qué hace del libro de Lamberti un texto de y (principalmente) para cierta gente nacida a finales de los setenta, es decir durante la dictadura y  que por lo tanto vivió su infancia durante el alfonsinismo y la adolescencia durante el menemismo. Como ya mencioné, hay ciertas referencias culturales que envían hacia ese lugar. Además, sacando los relatos “Una casa llena de insectos” y “Febrero”, hay un predominio de personajes que pertenecen a la generación mencionada y, dentro de ella, a cierto tipo, cierta franja específica de individuos de esa generación. Pero lo fundamental es el hecho de que los cuentos aparezcan narrados desde la perspectiva generacional señalada. A veces los relatos están en primera persona, como en “Monocigótico”, “La tortuga” o varios de los microcuentos agrupados bajo el título “El cazador, los galgos, la liebre”, los cuales tienen como elemento unificador un personaje (la Loca Gribaudo) que abre y cierra la serie. Los que están contados por un narrador no personaje mantienen la misma perspectiva. “El arquero”, por ejemplo, comienza: “Marcos tiene treinta años y está deprimido”; aquí, si bien el narrador no es Marcos, habla como Marcos, presenta una empatía total con el mundo de la vida del personaje. Beatriz Sarlo hablaba de un “narrador sumergido” para referirse a ciertos textos de Santiago Vega (Cucurto) indicando así la falta de distancia entre el que habla y aquellos de los que habla. Me parece que en El asesino de chanchos pasa algo similar. Para que se entienda esto cito una frase de “Agua viva”: “Betty me pareció bonita, un poco machona pero culeable”. Estoy tentando de decir, siendo un poco drástico, que el libro de Lamberti está dirigido a los lectores que saben exactamente qué quiere decir “culeable” en esa oración. Lo notable es el hecho de haber tomado el riesgo de enunciar una frase cuya efectividad se basa en todo el bagaje, la experiencia, la estructura del sentir, el mundo de la vida o como se lo quiera llamar, necesariamente compartido entre autor, narrador, personaje y lector. Casi nadie puede entender lo que esa frase significa en cuanto a rasgo identitario de cierta gente de esa generación en particular. El resto de los lectores no puede asir su sentido: el extranjero que sepa castellano y lea no entenderá absolutamente nada porque ahí el diccionario falla; un español puede captar, por el contexto, el sentido sexual del adjetivo pero nada más; alguien de una generación anterior lee ahí una grosería o (si es piola) una simple marca de liberalismo sexual (y creo que se equivoca). El contemporáneo de Lamberti que no pertenece a ese cierto tipo de individuos que enuncia y a quien se dirige principalmente el libro halla en la expresión un matiz despectivo para con la mujer (y me da la impresión de que también yerra). Sólo el contemporáneo del narrador y del personaje que pertenece a su tipo sabe exactamente cuál es el matiz de la expresión “culeable” en esa frase. Y ese cierto tipo de contemporáneo del que emana y al que le habla el libro es un sujeto que siente que no sabe vivir, un inadaptado, alguien que no termina de crecer, que no cumple el rol que los adultos mayores esperan de él, alguien que no puede tomarse en serio nada, alguien desarmado emocionalmente, que no logra creer en los valores que le han predicado en las instituciones educativas, un sujeto, en suma, desencantado. No hay vocaciones definidas en el libro, no hay interés por la política (más allá de una charla de borrachos sobre Montoneros o cierta simpatía por el proceso de cambio de Bolivia), no hay capacidad para construir una familia propia, no hay astucia para ganar dinero. Los itinerarios que dibujan las trayectorias de esas vidas no tienen una dirección precisa, no tienen sentido. Se trata de gente que se vuelve a la casa paterna pero ya no tiene su lugar, gente que se va de la casa pero recala en lugares inestables y luego planea deambular. Gente que fantasea con encontrar un lugar pero se miente o se engaña, que tiene intención de recomponer su situación y la de los demás pero a partir de decisiones ingenuas, sin profundidad. Porque en el universo de  El asesino de chanchos no hay creencia en lo profundo. La filosofía es un gesto pedante y hueco (la chica de “Agua viva” “hablaba de Benjamin y esas cosas”), el consejo de los padres es algo ridículo o estúpido (el padre de Marcos lo manda a un curandero cuando habla con su hijo deprimido, el padre con una familia paralela del protagonista de “Monocigótico” le dejó una carta que tenía “consejos para la vida y boludeces por el estilo”).

En general no hay pasajes reflexivos en los textos. Sucede que Lamberti es una máquina de contar historias, casos protagonizados por personajes excéntricos de pueblo, escenas de la adolescencia nacidas al calor de los ritos de la amistad, anécdotas variopintas y bizarras. Y es como si todas estas historias no hicieran más que reafirmar la visión desencantada del mundo, como si el autor nos dijera: ¿vieron? En este mundo vivimos. Un estúpido se lleva a la chica en la Land Rover. Aquel otro pobre infeliz intenta acercarse a unos “chicos hermosos, bronceados, sin problemas” y los otros huyen de él como de la peste. Ni las viejas que van a ver al Nene, el sanador, creen de verdad en él. Pero el narrador, ni bien el Nene lo toca, rompe a llorar, se quiebra. Una de las pocas escenas luminosas del libro, la del  final de “Una casa llena de insectos” en la que el albañil salva al perro para compartir con él su miseria, no hace más que acentuar, por contraste, la oscuridad del resto de las historias.

                En la lógica que dibuja el libro, la estabilidad es sentida como una caída. Dice Mara en “El asesino de chanchos”: “si seguíamos así, cogiendo todo el día y leyendo el diario en la cama, íbamos a terminar comprando un lavarropas o esa clases de cosas”. El sometimiento de la conducta a cualquier clase de normalidad y toda forma de institucionalización de la experiencia es repelida. Pero el margen, la exterioridad con respecto a toda reglamentación social, es una deriva dolorosa. Dije que había pocos pasajes reflexivos en el libro, pero hay uno que es clave: “Después pensé mucho en lo que pasó. Quería buscar algo, un orden, una moraleja, pero por más que daba vueltas no lo podía encontrar”. No hay orden ni moraleja, no hay experiencia que produzca el rédito del aprendizaje. Sin embargo, en este contexto en el que no hay sentido, en el que  no hay positividad ni proyectos fuertes, aparece, como una figura paradójica porque proviene del mismo lugar, algo positivo, algo que hacer con la desorientación y la falta de sentido: no negar esa situación, exponerla y, en el mismo gesto, exponerse, escribirla y escribirse, ser por fin algo, ser un  escritor, como Luciano Lamberti. En definitiva, se trataría de realizar el antiguo gesto de producir un objeto potente a partir de una impotencia; de hacer brillar la verdad a partir de la incertidumbre (como hizo Kafka), de prolongar la vida contando la historia de una cadena de suicidios (como hizo Di Bendetto). Y el mismo gesto positivo que surge del autor al transformar en fuerza creativa, en arte literario, la falta de proyectos de una generación envuelve también al lector, lo sume o entretiene o retiene en una temporalidad, la de la lectura, en la que puede verse a sí mismo en un callejón sin salida y al mismo tiempo mantenerse en un compás de espera. Puede haber un giro, un cambio, una respuesta, dicen estas historias, pero todavía no sabemos cuál es: tal vez la sepa el narrador de “Una visita al Señor” pero no la dice; la sabrá el narrador de “La tortuga”, quién recibirá una palabra de un amigo que cambiará su “vida para siempre”, pero eso será más adelante. Así, el Asesino de chanchos nos narra como a una generación desorientada en el presente y abre a la vez una expectación.  Algo nos va a pasar pero todavía tenemos que descubrirlo.

 

                                                                                                 Pablo Dema


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