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Cuentos publicados o en vía de publicarse del escritor Ricardo Iribarren

Los ojos del Jardín6/2/2009

 

(Publicado en "Proyecto Sherezade")

http://home.cc.umanitoba.ca/~fernand4/index.html

'What wailing wight
Calls the watchman of the night?'

William Blake

L'enfer est le regard des autres

Jean Paul Sartre

— Si puedo encerrar el jardín en una ecuación, lograré hacer lo mismo con la vida y cuando muera regresaré —repetía Jorge diariamente.

La fascinación por el olor a azufre y a cementerio que emanaba de los senderos del jardín, era lo que nos unía. Al amanecer nos despertábamos como si escucháramos el mismo reloj y subíamos a la torre desde donde divisábamos los penachos de la niebla, los caminos que emergían de la penumbra y las lejanas visiones del laberinto y la fuente.

El jardín tenía la forma de una cruz inscripta en un círculo y en el interior se abrían otros tantos senderos redondos que reproducían la configuración original. Misteriosos cambios transformaban diariamente las circunferencias en elipses; los caminos giraban en sentido contrario a las agujas del reloj y de ese modo los dibujos de la grava, la fuente y el laberinto que se encontraban al sur aparecían al este, luego al norte, al oeste, hasta que retornaban a sus posturas iniciales.

 Nunca lo comenté, pero tenía la certeza que desde la tierra y los arbustos del jardín, alguien me vigilaba hora tras hora. A veces me sentía desnuda y procuraba cubrirme; en otros momentos, la mirada me halagaba y cuidaba que mi vestido, mi peinado y mi maquillaje estuvieran perfectos para aquel ser invisible.

Mi amigo Jorge acababa de terminar con excelentes notas la licenciatura en matemáticas y una de sus obsesiones en aquel otoño fue traducir a ecuaciones diferenciales el extraño comportamiento del jardín.


 El viejo jardinero era el tío de Jorge y bajo el resplandor de las fogatas que encendíamos todas las noches, repetía las mismas palabras antes de empezar sus historias.

—La parcela donde está el jardín, fue durante mucho tiempo el cementerio de la zona que luego trasladaron al sur del pueblo. Mi padre y mi abuelo lo trabajaron, por eso lo conozco como a mi propia mano — levantaba su palma tosca, surcada de líneas y la exhibía a la luz cambiante del fuego. A continuación, narraba las historias; una por noche. Algunos eran relatos de los habitantes del lugar y otras fantasías del propio anciano. Casi siempre describía asesinatos por amor o por codicia. Los cadáveres seguían sepultados en el jardín, pero la policía nunca los encontraba. El viejo terminaba sus cuentos con la misma frase:


—Deben saber que el jardín está vivo y oculta un terrible secreto

Después encendía su pipa, fumaba mirando al sur y ya no contestaba a nuestras preguntas.

Un par de noches, envueltos en mantas y con sendos termos de café, Jorge y yo nos apostamos cerca de la fuente y esperamos sin dormir aquello que pudiera explicar los cambios. A eso de las tres, un viento extraño movió la grava y la tierra de los canteros. Eso fue todo. En el amanecer de la segunda noche, Jorge habló de un posible campo magnético que desplazara la tierra y las piedras, pero enseguida abandonó esta hipótesis, convencido que el jardín estaba vivo y tenía movimiento por sí mismo. Éste fue el axioma que siguió hasta el final.

Los dibujos habían sido trazados en la grava de los senderos con piedras de colores diferentes. La mayoría eran triángulos, elipses o vórtices. El más importante, ubicado en el centro del jardín, era un pájaro inclinado sobre una serpiente. Los ojos de uno y otro eran piedras brillantes que al caer la tarde refulgían y vibraban como si estuvieran vivas.

Enamorado de mí, Jorge alternaba sus estudios sobre el jardín con la observación de mi cuerpo. Mientras regaba las plantas, preparaba té o tocaba el piano, sentía sus ojos siguiendo cada uno de mis gestos.

—No me hagas caso, Abdolia. Continúa como si yo no estuviera —me pedía — Me dedicaré a mirarte sin reclamarte nada, como a una belleza lejana e inalcanzable.

A veces componía poemas, los leía en voz alta y su tono atiplado atravesaba mi cerebro como un taladro. Al principio, con mis quince años recién cumplidos, me halagaba su atención, pero al pasar los días sentí hastío de verlo a toda hora contemplándome con sus ojos de borrego


Jorge sufría de asma. En sus ataques lo había visto caer de rodillas, desesperado, mientras su pecho emitía sonidos sibilantes. Su tío, que vivía en la cabaña frente a la casa, llegaba de inmediato y llamaba a los médicos. Agravaba el problema un soplo en el corazón que unido al asma, lo llevaba a las puertas de un infarto.


 Lo único inusual de aquel día fue que Jorge logró por fin traducir el jardín en una ecuación. Me mostró la sucesión de números, letras y signos.

—Abdolia, esta es la vida del jardín —me dijo con entusiasmo —A partir de ahora, conozco sus intimidades. No tiene secretos para mí. Este descubrimiento me hará inmortal. Fíjate; el movimiento se traduce en números irracionales que se van alejando de la figura áurea en proporción geométrica…


Miré con atención los números y las letras. Él siguió explicándome la fórmula en términos de funciones, pero no entendí nada.

Esa tarde, durante la siesta, me despertó el redoble ansioso, casi insoportable de  las campanas de la capilla. Me levanté cubierta de sudor y al asomarme a la ventana, vi que los sirvientes de la enorme casa corrían de un lado al otro. Me vestí y salí.

 
—El niño Jorge desapareció —anunció el criado más antiguo con tono dramático.


Caminé hasta el jardín y noté que algunas plantas, secas el día anterior, ahora se mostraban frescas y lozanas. Los ojos del ser invisible me miraban apremiantes. Abordé a una de las sirvientas que se acercaba.


— ¿Lo buscaron aquí? —pregunté
 

—Señora, buscamos hasta en la última brizna de hierba, rastreamos la fuente y hasta la escarcha y el rocío El señorito Jorge no está en el jardín.


No contesté. Sentí que pese las palabras de la sirvienta, mi amigo estaba allí. Caminé hasta las proximidades de la fuente y los ojos volvieron a observarme, como si esperaran algo de mí.

 
El laberinto era un simple enigma simbólico y no había forma de perderse. Recordé un antiguo texto de la Edad Media donde se afirmaba que la salida de un laberinto siempre estaba en el centro. Allí había un pequeño poyo. Me senté en él. Al rato aumentó mi impresión de ser observada y me pareció ver bajo la luz del sol dos pares de ojos flotando en el aire. Unos eran los de Jorge y otros los del desconocido.

 
Dormité. Aquella fue la primera vez que vi al adolescente con alas. Eran sus ojos los que me observaban. Poco a poco distinguí el rostro, la cabeza y el cuerpo. Las alas eran doradas, con un grueso reborde negro. En el sueño su rostro estaba tenso y sus gruesos labios entreabiertos, aunque su expresión era la de un niño. Me habló; en ese momento lo entendí, pero luego no recordé sus palabras. Tan sólo me quedó una frase. …llevé a Jorge porque ha descubierto mi secreto, pero tu espera hará que lo devuelva.


Me dormí profundamente y desperté hacia el crepúsculo. Sentí un peso en mis piernas; acostado en el suelo, Jorge se aferraba a mis muslos y me miraba en silencio. En su mano derecha, apretaba el papel con la ecuación que supuestamente encerraba la totalidad del jardín.


No recuerdo claramente lo que sigue. Sé que demoré mucho en llevarlo hasta la casa. Mi amigo tenía las piernas inmovilizadas y debía sostenerse de mí para no caer.

 
—Lo vi, Abdolia —repetía obsesivamente —Debo volver…

 
Cuando le pregunté a quién había visto, tuvimos un diálogo desorbitado. Recuerdo nuestros tonos de voz, algunas palabras sueltas, pero no puedo precisar lo que dijimos. Tampoco me explico cómo pude avanzar con Jorge aferrado a mis piernas. Finalmente vi la casa y para llegar a ella crucé una corriente de agua. Procuraba que mi amigo mantuviera su cabeza fuera de ese río que nunca había estado en el jardín.


Cuando llegamos al parque anterior a la casa, los sirvientes corrieron a auxiliarnos.
 

— ¡Regresaron el señor Jorge y la señorita Abdolia! —anunciaron a gritos.
 

Los médicos que revisaron a Jorge concluyeron que estaba exhausto y necesitaba descansar. La posibilidad de un ataque de asma y una complicación cardiaca, desaparecían con el paso de las horas. Al día siguiente, el tío de mi amigo me interrogó sobre lo ocurrido.


—Lo encontré en el jardín —afirmé—me quedé dormida y él llegó hasta mí…


El hombre pidió detalles. A pesar de que no me parecía importante, le hablé del laberinto, de haberme sentado en el centro, y en un segundo relato le conté mi visión del joven con alas en la espalda


—Me parece una alucinación —comenté.


—No esté tan segura —dijo el viejo con acento enigmático mientras encendía uno de sus gruesos cigarros — Conocí un caso parecido. El espíritu del jardín se enamoró de una muchacha; la joven desapareció y nunca la encontraron.


Al despertar, Jorge afirmó no recordar nada de lo ocurrido. Pedí hablar a solas y al mirarlo me sorprendió su expresión, como la de un animal atrapado.


—Dime la verdad: ¿Dónde estuviste esas horas?


—¡No recuerdo, Abdolia!.


—     Cuando me encontraste en el jardín dialogamos; no retuve las palabras, pero fue muy intenso…


— ¡Te digo que no recuerdo! —Jorge golpeó la mesa que estaba entre nosotros y acercó su rostro furioso al mío. Ante ese gesto, tuve la certeza que el amigo que me contemplaba y escribía poemas románticos, se había marchado.


En los días siguientes continuó observándome, pero no era la misma mirada. Había en sus ojos un brillo parecido al de un perro cuando en plena noche se ilumina su rostro con una linterna. Sus manos temblaban y el sudor bajaba por su cuello.


Empeoró su asma y en un día llegó a tener dos ataques. Cuando se recuperó, volvió a escribir poemas. Su voz había cambiado y en cuanto a los versos, si bien mantenían el exceso de adjetivos y de términos rebuscados, el contenido era otro; me imaginaba muerta, describía mi belleza y todo lo que haría con mi cadáver.


Ante esto, le pedía que se marchara. Entonces subía al techo o se ocultaba detrás de los árboles para vigilarme. Por primera vez traté de evitarlo.


La sensación de ser espiada por el desconocido  se acentuaba durante las tardes y producía un fuerte vértigo en mis manos y en mis pies. Una mañana estaba de rodillas, procurando trasplantar algunas matas, cuando sentí que alguien acechaba detrás de mí. Al volverme, encontré a Jorge. Apenas lo reconocí. El odio y el deseo alteraban sus rasgos. Extendió sus brazos y al ver que lo rechazaba, me tomó de las muñecas.


— ¿Qué te ocurre? ¡Déjame!


Sus manos se dirigieron a mis pechos y los apretaron hasta hacerme daño


— ¡Te deseo! —exclamó con voz ronca y furiosa. Logré soltarme de su abrazo y corrí hacia el fondo del jardín. Me persiguió y se arrojó sobre mí haciéndome caer; sus manos rígidas levantaron mi falda y buscaron mi sexo, mientras murmuraba palabras extrañas. Logré zafarme otra vez, corrí a la empalizada cercana a la fuente y tomé la manguera. A Jorge le costaba caminar. Sus piernas estaban tiesas y no doblaba las rodillas, de modo que tuve tiempo de abrir la llave, apuntar el tubo hacia él y lanzarle a la cara el grueso chorro. Aquello lo detuvo y trató de luchar con la fuerza del agua, hasta que cayó desmayado. Volví a la casa y avisé a su tío lo que había pasado. El anciano llamó a los médicos, quienes llegaron con rapidez y se ocuparon de reanimarlo. Ayudé a incorporarlo y al acercarme a él y verlo pálido, indefenso sentí una súbita ternura. Sospechaba que el oscuro habitante del jardín lo había enviado hasta mí. Las palabras que murmuró junto a mi oído parecieron confirmarlo.


—Detrás de la fuente hay un monstruo y yo me convertí en él


En mi bajo vientre sentí una mezcla de miedo y atracción.


Lo hospitalizaron y a la madrugada, la sirvienta de la casa que me conocía desde niña, llegó a mi cuarto y me avisó que Jorge había muerto de un infarto.


Lo velaron esa noche. Durante el entierro, hubo crudas escenas de dolor y me sentí aliviada cuando todo terminó


Pasaron dos semanas y día tras día esperaba en el jardín que Jorge llegara y se tomara de mis piernas. Comía muy poco, adelgazaba y desmejoraba. Los sirvientes avisaron a mi padrino, quien viajó desde la ciudad y me conminó a alimentarme y dormir.  Amenazó con informar de mi situación a mis padres, los que al saberlo me internarían en un colegio de señoritas.

 
Una de aquellas tardes, descubrí el trozo de papel donde mi amigo había escrito la fórmula que supuestamente contenía la totalidad del jardín. Lo guardé en la pequeña caja que contenía el escapulario que llevaba al cuello.


 Al mes de la muerte de Jorge, desperté al amanecer sintiendo la necesidad de ver el jardín;   me levanté, subí a la torre y me asomé al telescopio   Entre los vahos de humedad que se elevaban de la tierra, una figura con traje marrón caminó tambaleándose. Se volvió como si supiera que lo estaba mirando. Rostro pálido, ojos desconcertados.


—Jorge —murmuré.


Bajé rápidamente, entré al jardín y llegué hasta el laberinto. En dirección a la casa, bajo las primeras luces de la mañana, vi la línea plateada de una corriente de agua. Recordé el día en que tuve que atravesar aquel río fantasma con Jorge aferrado a mis piernas. Crucé el laberinto y caminé hacia unas sombras que se levantaban al fondo del jardín. Al llegar, me rodeó una noche súbita y marché entre acantilados que caían a pico sobre un mar lejano. El terror chorreaba por mi espalda como una catarata helada. No me sorprendió encontrar al adolescente que viera en mis sueños. Estaba desnudo, con sus ojos carmín muy abiertos y el par de alas doradas en su espalda. Era quien me había vigilado todos esos meses. A pesar del miedo, traté de mantener mi apostura


—¿Quién eres? – pregunté con tono de autoridad.


—Soy el Rey de los Muertos que están enterrados en el jardín.


— ¿Dónde está Jorge? Acabo de verlo; se dirigía hacia aquí.


—Te lo diré s me sigues —contestó el adolescente. Después de vacilar un momento, marché tras él. Bajo la suave luz de la luna que iluminaba el sendero, sus alas se abrían y cerraban y no podía dejar de mirarlas. Cruzamos el sitio donde estaba el pájaro inclinado sobre la serpiente. Ya no era una figura sobre la grava; su cuello se movía hacia abajo mientras el ofidio parecía alejarse, en una tensión que no cesaba. Cuando levanté la cabeza, advertí que el muchacho con alas había desaparecido y lo reemplazaba una silueta familiar.


— ¿Jorge?


Estaba de pie, con los ojos cerrados, el rostro muy blanco y las mejillas hundidas.
 

—Jorge, soy Abdolia.


No contestó. Vestía el traje marrón y la corbata verde con que fuera enterrado. Al acercarme, el adolescente surgió de alguna parte y se interpuso entre mi amigo y yo. Me observó fijamente con sus ojos rojos y penetrantes. Sostuve su mirada.


—Debes devolverme a Jorge

— Entre los espectros que habitan el jardín, el único que me interesa es tu amigo; él descubrió mi esencia y la ha traducido a una ecuación. Dime, Abdolia, ¿Para qué lo quieres? Lo único que hacía era mirarte enternecido y la única vez que se acercó a ti intentó violarte.


Me sorprendió y a la vez me halagó escuchar el tono celoso de un amante. Había deseo en su mirada.


—Quizá quiero que me siga observando con ternura, que me recite sus poemas —contesté desafiante —Tú no sabes lo que es eso. No conoces el amor humano.


El adolescente no contestó. Durante unos minutos miró al vacío, como pensando.


—Puedes llevártelo – dijo con tono sentencioso.


No contesté. Las sombras crecieron sobre el jardín. Sentí el inexplicable deseo de acariciar el cuerpo desnudo del Rey de los Muertos.


—Hay una condición, Abdolia. Amarraré su cuello al tuyo y caminarás mirando siempre hacia delante. Si te vuelves un solo momento, él regresará a la muerte.


Para unir nuestros cuellos utilizó una leve cadena dorada. Lo miré como esperando algo.


— Recuerda que si lo observas, el cariño que dices sentir por él, será impuro.


 Asentí con la cabeza y por un momento tuve deseos de decirle que no amaba a Jorge; que deseaba quedarme a su lado en aquel lugar, pero de hacerlo expondría mis sentimientos y me mostraría vulnerable. Le di la espalda y empecé a caminar.


El jardín había crecido y se alternaban amaneceres con momentos de sombra. Atravesaba bosques que parecían amenazantes, mientras que en otros escuchaba cantar a los pájaros. La calma y la tormenta se sucedían en una extraña sucesión.


Hombres, mujeres, algunos niños vestidos con túnicas blancas cruzaban nuestro camino. Eran espectros, concentrados en sus pequeños universos.


Finalmente vi la casa con las ventanas iluminadas, pero no pude acercarme.

La liviana cuerda parecía arrastrar la nada y yo volvía una y otra vez al mismo lugar, como si caminara en círculos.


Después de muchos esfuerzos, me encontré frente al río. La casa estaba en la otra orilla. Me bastaba atravesar la corriente sin mirar hacia atrás, para que todo volviera a ser como antes. Imaginé la sorpresa de los familiares de mi amigo; quizá aquella noche hubiera una fiesta. Luego debería enfrentarme a las miradas silenciosas de Jorge, oír sus poemas y sus especulaciones

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Los Votos de Asunta1/2/2009

 

Publicado en la Revista "Remolinos"

 

Faltaban cuatro días para que la Hermana Asunta pronunciara los votos definitivos y en vez de la paz celestial prometida y prevista, las tentaciones de la carne palpitaban a flor de piel. Sola en la celda, la novicia vestía el cilicio, una prenda gruesa con el interior cubierto de cerdas puntiagudas que se clavaban en su vientre y en su espalda. Luego tomaba un látigo pequeño con fibras largas recorridas por perlas de acero. Bajo los ojos del Salvador, descubría sus blancos hombros y con una pasión meticulosa, se aplicaba siete golpes con la disciplina. Al llegar al cuarto, una línea roja se sugería entre las escápulas. En el quinto, una gota de sangre corría en dirección al cóccix y en el sexto, eran cinco los arroyos escarlatas, mientras el dolor producía estallidos en sus entrañas. Con el séptimo golpe, el sufrimiento atravesaba su cuerpo como una sinfonía de vibraciones brillantes

 

Al terminar, se envolvía en el cilicio y lo apretaba, procurando que las púas se clavaran en su vientre. Tenía piojos, no sólo en el cabello cubierto día y noche por la cofia, sino en todo el cuerpo, especialmente en las axilas y en las ingles. Un sueño le había revelado que los pequeños seres eran ángeles encargados de reforzar el dolor de los castigos.

 

Cuando contaba esto a su director espiritual, recibía regaños. Como respuesta, bajaba la cabeza y sólo de tanto en tanto se animaba a expresar su posición.

 

—Cristo sufrió por nosotros. Quienes somos sus hijos debemos vivir en nuestras carnes el mismo dolor...

 

El sacerdote replicaba.

 

 —Hija, hace mucho que la iglesia desaconseja el uso de castigos como los que te aplicas. Fomentan la vanidad e impiden el desarrollo espiritual…

 

—Padre, ¿cómo puedo cumplir con mis votos si no mortifico mi cuerpo?

 

El sacerdote esgrimía un último y definitivo argumento

—La pobreza, la obediencia y la castidad deben surgir de ti misma como las flores del verano, sin esfuerzo. Cuando se conviertan en una segunda naturaleza, iniciarás el camino que conduce a Nuestro Señor…

Sola en su celda, Asunta meditaba esas palabras. Las flores del verano no eran tan inocentes. Tenían en sí mismas los dos sexos y eso significaba placer pecaminoso, aún cuando fueran criaturas carentes de alma inmortal. Las hermosas y brillantes corolas eran un lujo que contradecía la modestia y la pobreza. Además, no obedecían a nadie y ejercían una desfachatada y fastidiosa libertad. Por otro lado, el sacerdote hablaba de una segunda naturaleza. ¿Cómo obtenerla sin destruir por completo la primera? Para hacerlo no había nada mejor que la penitencia brutal. Tallar con sangre el Hombre Nuevo del que hablara San Pablo.

Una parte de Asunta, siguiendo el consejo del confesor, se negaba al sufrimiento, pero otra ansiaba la mordedura del cilicio y el relámpago candente de la disciplina. Tan sólo evocarlos le producía un placer profundo que la acercaba a las regiones celestes.

 


En el convento, se convocó a un retiro espiritual de tres días en una lejana y apartada casa de oración. A Asunta se le concedió el permiso de permanecer sola en la celda. Era la víspera de sus votos y ansiaba recluirse para ayunar y someterse a más castigos. Había conseguido un cilicio nuevo en forma de faja de acero con púas agudas y filosas que se clavaban en su carne con fuerza y rapidez.

Aquella tarde esperó que todas se fueran. Cesaron los murmullos y cuando se aseguró de estar sola, se arrodilló frente al crucifijo y se colocó el nuevo cilicio. El dolor le quitó la respiración. Se descubrió la espalda y la golpeó con la disciplina. Luego del séptimo latigazo, siguió hasta quedar exhausta, bañada en sangre y retorciéndose de dolor.

Cayó en una profunda inconsciencia de la que despertaba a medias cuando sentía las púas en su bajo vientre. Soñó que Cristo bajaba de la cruz tendiendo sus manos hacia ella y bailó con él, recorriendo el cuarto. El Salvador la apretaba contra sí y hundía la boca en su espalda ensangrentada, bebiendo ávidamente.

 


Al despertar, a contraluz del resplandor que entraba por la ventana, distinguió la silueta de un hombre. Pensó que habían llegado las otras novicias y esperó escuchar los murmullos y los pasos en el corredor, pero todo seguía en silencio. Se protegió los ojos con la mano. El hombre, inmóvil en el sillón, la miraba fijamente, atento a su despertar. Estaba a solas con un desconocido, pero no sentía miedo. Intentó incorporarse y advirtió una laguna verde y maloliente que se extendía debajo de su túnica. Solía vomitar cuando atravesaba el límite del dolor.

El hombre era gordo, de baja estatura, calvo, moreno y con un bigote muy fino. Al respirar, jadeaba y entreabría sus gruesos labios. Vestía un traje con pantalón y chaqueta azules, atravesados por líneas blancas verticales. Los zapatos negros relucían a pocos pasos del rostro de Asunta que permanecía en el piso.

— ¿Eres Jesús? – preguntó

—No soy Jesús.

— ¿Eres un ángel?

—Algo así. Te aclaro que no soy quien esperas. Antes de hablar de mí, quiero saber por qué te castigas de este modo.

El hombre se inclinó hacia delante dispuesto a escuchar. Su labio inferior colgaba con un gesto de avidez.

—La semana que viene debo realizar mis votos de pobreza, obediencia y castidad. Entonces cambiaré el velo blanco de novicia por el negro de profesa y leeré con devoción el Libro de las Profesiones. Debo ser la esposa de mi Señor Jesús, y para hacerlo sufriré como él… ¿Has venido a ayudarme?

— ¿Aún no sabes quién soy?

Asunta negó con la cabeza. El hombre se sentó, enderezó su cuerpo y miró fijamente a la novicia.

—Soy Satanás. Siempre que alguien inicia el camino de la santidad, vengo a tentarlo. Puedes estar satisfecha, ya que tu penitencia y tu celo lograron atraerme…

 Al escucharlo, Asunta se incorporó y retrocedió hacia la pared. Llevó la mano a su cuello, tomó el escapulario que contenía un trozo de la túnica de San Simeón el Estilita y lo blandió hacia el hombre.

— ¡Fuera demonio! ¡Fuera Satanás!.

Tembló al ver que se levantaba de la silla. Sentado, sus pies no llegaban al piso, pero al incorporarse era más alto de lo que parecía.

- Déjate de tonterías, Asunta. Vendrás conmigo. No te haré daño. No soy tan terrible como me pintan…

El hombre estiró su brazo y a pesar de los esfuerzos de la novicia por apartarse, la sostuvo fácilmente con una de sus manos. La apretó contra sí y ambos se elevaron. Asunta no supo si habían salido por la ventana o por el techo de la habitación. El cielo de la tarde se acercó a ellos y la noche llegó con rapidez. La angustiaba pensar que si llegaban las otras novicias y el prior, la encontrarían abrazada al mismo Satanás.

 En el vuelo, rozaron las nubes de la noche que brillaban con luz propia. las atravesaron, descendieron y Asunta vio el resplandor de la ciudad. Por encima del ruido del viento, escuchó la voz de Satanás.

— Puedes ver el mundo. Es mi reino. Mira qué hermoso es…

Las luces formaban figuras: la silueta de una mujer, la confusa sucesión de un asesinato, una pareja abrazándose y una masacre.

 

Se detuvieron en la cumbre de una montaña desde la cual vieron el amanecer. Asunta sintió la mordedura del frío. Nevaba, estaba descalza y sólo la cubría su túnica. Satanás había vuelto a tomar el aspecto de un hombre petiso y gordo; su aliento se condensaba en nubes con olor a salame.

La novicia miró el paisaje. Su afán de castigo, su celo su devoción habían desaparecido y ansiaba saber lo que iba a ocurrir

—Aquí es donde puedes hacer tus votos – dijo el Demonio.

—Sólo puedo hacer mis votos frente a Jesucristo…

— ¿Es que tu Salvador no está en todas partes? Debes saber que mis seguidores también formulan en mi nombre votos de obediencia y castidad. Yo no quiero tu alma inmortal. Tampoco me interesa apartarte de la senda piadosa. Sólo quiero una parte de tus votos…

— ¡No lo haré ¡—exclamó Asunta —Hay muchas santas que murieron por oponerse a ti. No pronunciaré mis sagrados juramentos frente a tu persona…

—No tienes que hacerlo con la boca, sino con todo tu ser. Eso me basta.

Satanás chasqueó los dedos y surgieron ante ella riquezas incontables. Carros cargados de oro subían por la montaña y cantidad de esclavos se arrodillaban a sus pies ofreciéndole fortunas.

—Te ofrezco estos tesoros. No querrás aceptarlos y eso bastará para que afirmes tu voto de pobreza en mi presencia. Es lo que me importa, niña. Me tiene sin cuidado que cambies tu cofia blanca por la negra y que leas el Libro de las Profesiones. Negarte a esto es optar por la pobreza.

El lugar resplandecía. El sol y el brillo de la nieve reverberaban en las superficies doradas. Asunta vaciló. Por un instante sintió el deseo de quedarse con alguno de aquellos objetos, quizá ese vaso con gruesas asas de oro o aquel prendedor también de oro, con bordes de rubíes que tanto la atraía. De hacerlo, derrotaría a Satanás, pero no cumpliría con su voto. La codicia aleteaba en sus entrañas, tentándola más que el propio demonio. Sin decir una palabra, dio la espalda a los tesoros y bajó la cabeza.

—No esperaba otra cosa de ti. Te niegas a la riqueza y yo tomaré tu voto…

Satán estiró su mano y aferró una vibración invisible que rodeaba su cuerpo. La llevó a la boca, la tragó y eructó con satisfacción. La novicia cayó de rodillas y llorando oró a Jesús y a San Simeón. Cerró los ojos y los abrió al sentir un soplo de aire caliente. A su alrededor, las riquezas habían desaparecido lo mismo que la nieve y el lugar se había transformado en un cálido jardín.

Escuchó música y una voz armoniosa. Alguien entonaba canciones de su infancia. Por los senderos en los que habían crecido enredaderas de rosas, llegó un hombre alto de cabellos largos. Tañía una guitarra y cantaba para ella. Satanás se acercó y habló en su oído.

—De no haber sido monja, este hombre se convertiría tu marido y con él tendrías muchos hijos. ¿Cederás? ¿Te entregarás a sus brazos y lo besarás hasta volverte loca? ¿O te negarás y de ese modo yo tomaré parte de tu voto de castidad?. Del voto que realices con tu cuerpo y con tu alma, no sólo con tu lengua. Piensa que me quedo sólo con una parte, que no guardo todo para mí. Soy magnánimo como verás…


El hombre dejó de cantar y se acercó a Asunta ofreciéndole una flor. Su piel olía a nardos recién cortados. La novicia se incorporó temblando. Jadeaba y traspiraba. Retrocedió y se recostó contra una de las rocas del lugar. El hombre se acercó a ella con expresión implorante, pero Asunta apartó la cabeza, cerró los ojos con fuerza y oró nuevamente entregándose a Cristo y a San Simeón. Cuando volvió a mirar, el hombre ya no estaba. Más allá, Satanás volvía a estirar su mano y a apoderarse de algo invisible que rodeaba su cuerpo. 


 

Pasaron los minutos. El silencio era total y Asunta seguía orando, arrodillada y con los ojos cerrados. Los abrió una vez más y comprobó que caía la tarde. El demonio se había marchado. Se incorporó con espanto. Satán la había traído hasta allí en un largo vuelo y no sabía cómo regresar al convento. Sin embargo, hallaba familiares los setos, los bancos y los senderos. Se incorporó. Reconocía esa imagen de San Francisco dando de comer a las palomas; aquella virgen con los brazos abiertos. Escuchó pasos y un coro de cantos religiosos. Retrocedió al ver una figura surgiendo de las sombras. Su director espiritual le sonreía.

—Hija mía, te estamos esperando. Va a ser la hora de tus votos, pero no estás vestida adecuadamente. Ve a tu habitación, cálzate y ponte tu vestido blanco. Te esperamos en la iglesia…

Asunta estuvo a punto de contar lo que había ocurrido; no podía tomar sus votos, ya que el Demonio se había apoderado de ellos, pero se contuvo. Su silencio era una forma de ejercer la obediencia.


Mientras caminaba a su cuarto, escuchó la respiración jadeante y le pareció ver en el aire de la tarde el belfo goteante de Satanás. Sintió miedo y a la vez una extraña sensación de bienestar. Fue a su celda, se bañó y se colocó las vestiduras blancas. De pronto advirtió que ya no se sentía obsesionada por el castigo, por la necesidad de flagelarse y de vestir el cilicio.

En la iglesia, arrodillada, junto a las otras novicias, esperó que llegara su turno y leyó el Libro de las Profesiones.

Yo, Sor Asunta, hago Profesión, y prometo obediencia á Dios, a Santa María, á nuestro Padre San Simeón, y al Ilustrísimo y Reverendísimo Señor Don Cacote, Obispo de este Obispado de Tauro de los Ángeles, y á sus Sucesores, y en su nombre al señor Américo, sacerdote oficiante, en cuyas manos hago esta Profesión: y prometo vivir toda mi vida en OBEDIENCIA, CASTIDAD, POBREZA, SIN COSA PROPIA, EN PERPETUO ENCERRAMIENTO, y según la Regla de nuestros Padres San Simeón y San Benito, prometiendo ser obediente hasta la muerte.

Escuchó arrodillada el resto de la misa. Sentía aquello como un nuevo nacimiento.. Al salir contempló los rostros que sonreían, el sol brillante cayendo en los senderos y sospechó por primera vez que aquel no era el convento donde había ingresado como novicia. Quienes la rodeaban eran los mismos, pero algo había cambiado. ¿Sería la intervención de Satanás? Quizá las paredes del monasterio, testigos de sus brutales castigos, estuvieran en un lugar lejano, donde una monja idéntica a sí misma, ofrecería diariamente el martirio de su carne a una imagen de Cristo crucificado.


 

Pasaron los años y en la vida de quien fuera Sor Asunta, se presentó muchas veces esta duda. En medio de sus oraciones, le parecía ver en el aire un rostro burlón, un belfo grueso y húmedo y una mano peluda que tomaba algo invisible alrededor de su cuerpo, lo llevaba a la boca y lo tragaba con satisfacción.

 

Ricardo Iribarren

Escritor argentino residente en Colombia.

Registro de Derechos de Autor (Colombia) Nº 10-198-148

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