El barrio que no dejó de mirarse al espejo

El barrio que no dejó de mirarse al espejo

Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello

En Madrid hay barrios que cuentan su historia con el ruido de las copas y otros con el silencio de sus esquinas. Chamberí hace las dos cosas a la vez. Castizo, elegante, rebelde en su calma, sofisticado sin gritarlo, conserva el aroma del vermut de media tarde con la prestancia de quien alguna vez vistió frac. Es barrio de cafés con historia, de mercados donde aún te saludan por el nombre, de museos escondidos detrás de una verja, y de calles que, sin proponérselo, enamoran.

Chamberí no es para recorrerlo con prisa. Es distrito que se entrega por partes, como un libro que pide ser leído por capítulos. Se reparte en seis barrios —Trafalgar, Arapiles, Gaztambide, Vallehermoso, Ríos Rosas y Almagro— y en cada uno se cuela una historia distinta. Zurbano, con sus palacetes y fachadas que parecen bordadas, fue reconocida por el New York Times como una de las calles más bellas de Europa. No es exageración: basta caminarla una vez para que el alma se detenga.

La Plaza de Olavide es el salón al aire libre donde el tapeo aún conserva su dignidad castiza. Y la Plaza de Chamberí, en la confluencia de Santa Engracia y Eduardo Dato, es el corazón que late al ritmo de una ciudad que no necesita espejos para saberse bonita.

Para quienes buscan respirar, el Parque de Santander se ofrece como un pulmón de 55.000 metros cuadrados, con pistas para correr, saltar, jugar o simplemente mirar. Allí, hasta el silencio es terapéutico.

Museos que susurran

Chamberí no se promociona. Se deja encontrar. Y eso lo vuelve más encantador. En sus calles habitan algunos de los museos más secretos y encantadores de Madrid. El Museo Sorolla —actualmente en rehabilitación— es una joya en la que aún se puede intuir la voz del pintor entre sus pinceles, cerámicas y jardines que huelen a patio andaluz.

Para los que buscan minerales, fósiles y vitrinas que cuentan siglos, el Museo Geominero guarda en su interior un salón cubierto por una cristalera cenital y vitrinas de madera que remiten a otra época. No hay en todo Madrid un espacio igual: allí, el tiempo se conserva con la precisión de un geólogo.

Y para quienes aman el submundo que vibra bajo tierra, la antigua estación de metro de Chamberí —hoy convertida en museo con el nombre de Andén Cero— permite subirse a un vagón de 1919 y cruzar el Madrid del siglo XX sin moverse del lugar.

En Chamberí, el arte no se encierra: se dispersa. Las galerías se esconden tras portones que no lo parecen. En la calle Zurbano, la Galería Freijo da lugar a voces nacionales y latinoamericanas. En Gaztambide, el fotógrafo Javier Aranburu convierte su espacio en una ventana permanente a Madrid. Y a estas se suman otras paradas obligadas como Bat Alberto Cornejo, NF Nieves Fernández, Daniel Cuevas, Cayón o carlier | gebauer, que tienden puentes entre la mirada contemporánea y el alma de barrio.

Caminar por Chamberí puede ser como entrar en una película que no sabías que te esperaba. El Frontón Beti Jai, construido a fines del siglo XIX, es un vestigio de un Madrid que se permitía soñar con la elegancia de un deporte traído del norte. Declarado Monumento Nacional, su estructura de hierro y luz resucita como una catedral profana del juego.

La Casa de las Flores, en la que vivió Pablo Neruda, es otra de esas piezas vivas del ensanche moderno. Diseñada por Secundino Zuazo en 1931, fue un manifiesto arquitectónico antes de que los manifiestos necesitaran micrófonos. La poesía de sus balcones aún flota en el aire.

La Sala Canal de Isabel II, antigua torre de agua, es hoy uno de los espacios más inspiradores de la ciudad. Donde antes se almacenaba agua, ahora se expone arte contemporáneo. Y sin embargo, ambas cosas siguen saciando.

Cuando el ocio no hace ruido, pero se queda

Los Teatros del Canal son el epicentro cultural del distrito. Ubicados en la calle Cea Bermúdez, su arquitectura de vanguardia —premiada y celebrada— no opaca la calidez de su programación. Allí se representan clásicos, se baila flamenco, se canta zarzuela y se juega con el circo. El arte escénico vive en salas pensadas para escucharlo mejor.

Pocas zonas conservan el equilibrio entre lo nuevo y lo entrañable como Chamberí. La calle Fuencarral, entre las glorietas de Bilbao y Quevedo, reúne grandes firmas con la energía de la moda joven. Pero lo mejor está en los desvíos: herbolarios que llevan tres generaciones, librerías como Ábaco donde aún se huele el papel, floristerías como Botanyco que convierten el color en perfume.

Y los recién llegados no desentonan: Supernormal, El Colmado del Tomate o Hecho apuestan por el diseño sostenible y el producto de cercanía, con el mismo mimo con que una abuela ordena su alacena.

Hablar de Chamberí es hablar de bares. No de los que buscan tendencia, sino de los que tienen alma. La Bodega de la Ardosa es uno de esos sitios donde el aperitivo no se pide, se hereda. En calles como San Bernardo, Santa Engracia, Quevedo o Vallehermoso, cada terraza parece tener historia propia.

Y luego está Ponzano. Calle consagrada al arte de comer bien. Allí, El Doble sigue sirviendo cañas con espuma exacta. Y Rodrigo de la Calle, en El Invernadero, convirtió la alta cocina vegetal en una celebración merecedora de estrella Michelin… y verde.

Los restaurantes distinguidos también han elegido Chamberí. Saddle, Clos, Smoked Room, Coque, La Tasquería, Quimbaya… Cada uno con su propia sinfonía de sabores y sus galardones bien ganados. Entre todos, construyen una constelación culinaria que parece brillar sin necesidad de presunción.

Guzmán el Bueno, Vallehermoso, el mercado de Chamberí. En ellos no solo se compra: se conversa. Se aprende. Se prueba. En La Chispería —la zona más sabrosa del mercado de Chamberí— conviven los sabores de siempre con los platos del mundo. Comer de pie, entre desconocidos que se saludan, vuelve a ser un acto de alegría.

Chamberí no se vende como postal, pero deja huella como pocas. Sus museos ocultos, sus mercados vivos, sus floristerías con alma, sus calles que caminan solas, sus bares que no olvidan, su cocina que emociona, su arte que no se esconde… todo compone una melodía callada. Y elegante. Como la ciudad que un día fue corte, pero nunca dejó de ser barrio.