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Cocina de autor en clave de jazz

Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello

En una ciudad que vibra al ritmo de las esquinas y se transforma en cada cruce de avenidas, hay un lugar donde el tiempo se condensa en aromas, en gestos silenciosos de un chef que afila su cuchillo como quien prepara un poema. Rosewood São Paulo no solo ofrece hospitalidad: propone una vivencia. Una donde el paladar es el gran narrador y cada plato se convierte en un acto de memoria.
Dentro de un edificio que respira historia y arquitectura, la propuesta culinaria emerge como una sinfonía de seis movimientos. Cada espacio está pensado no solo para alimentar, sino para contar algo más profundo: una mirada sobre la identidad brasileña, sus mixturas, sus sofisticaciones, sus silencios y sus danzas.
El diseño gastronómico del hotel es un entramado fino de nombres propios y miradas cruzadas. Felipe Rodrigues, Executive Chef, es el encargado de orquestar esta partitura. Formado entre Londres y Suecia, trae a su país un oficio que mezcla precisión nórdica con alma tropical. Con una estrella Michelin en su haber, construye un menú que no sólo se degusta, sino que se habita. Junto a él, la sensibilidad de Rachel Codreanschi, Executive Sous Chef, marca una diferencia sutil pero profunda: el Rosewood São Paulo es uno de los pocos hoteles en ofrecer una cocina kosher completa, abierta las 24 horas. Un gesto que es más que una decisión operativa; es una declaración de respeto.
Hay algo en la forma en que el Rosewood se entrega al otro que recuerda a la mejor hospitalidad: esa que no presume, pero lo piensa todo. Por eso no sorprende que entre sus talentos se encuentre Saiko Izawa, la maestra pastelera que nació en Tokio, pero decidió enraizar su arte entre São Paulo y París. Cada una de sus creaciones es una miniatura que detiene el mundo. Reconocida como la mejor pastelera de América Latina, no sirve postres: crea escenas.
El recorrido se completa con Julia Rezende Derado, Head Sommelier, una mujer que traduce uvas en emociones. Su cuidado por cada etiqueta, su ojo clínico en las adquisiciones y su capacidad para narrar historias entre copas transforman cualquier brindis en un ritual. Fue distinguida como Dame Chevalier de Champagne, y sin embargo su mayor virtud no es el título, sino la manera en que logra que el vino diga justo lo que el comensal necesita escuchar.
Los espacios —Le Jardin, Blaise, Taraz, Rabo di Galo, Emerald Garden y Belavista Rooftop— no son solo restaurantes o bares. Son territorios. Cada uno de ellos responde a una identidad clara, desde la sofisticación contemporánea del primero hasta el desenfado con espíritu vintage del jazz bar Rabo di Galo. Blaise fusiona las delicadezas francesas con toques brasileños como si ambas culturas hubieran nacido para encontrarse en ese plato. Taraz, en cambio, explora los sabores del continente con una propuesta para compartir, con la firma inconfundible de Felipe Bronze.
Pero es en las terrazas donde São Paulo se expande. El Belavista Rooftop Pool & Bar ofrece una panorámica de la ciudad que no se mira, se contempla. Allí, los cócteles son coordenadas, y cada sorbo parece marcar un barrio distinto en el mapa emocional del visitante. Mientras tanto, el Emerald Garden propone otra clase de viaje: uno hacia la ligereza, el frescor, los placeres sencillos del mediodía.
El Rosewood São Paulo no es un hotel que tenga restaurantes. Es un proyecto en el que la gastronomía es parte del alma del edificio. Una pieza más de su arquitectura, una prolongación de su diseño. Desde el mármol de sus pasillos hasta la vajilla elegida para cada servicio, todo está tejido con una lógica casi invisible que el huésped no necesita entender: solo sentir.
Hay lugares que se visitan. Otros se recuerdan. El Rosewood São Paulo, con su propuesta culinaria tejida por manos diversas y talentos silenciosos, se instala en una tercera categoría: aquella donde se desea volver no porque se comió bien, sino porque uno se sintió, por un rato, en casa. Aunque esa casa esté en medio de Jardins, mirando la ciudad desde una copa de vino, con un macaron de Saiko entre los dedos y la certeza de que el tiempo también se saborea.