Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello
Hay museos que contienen arte, y hay otros que lo encarnan. El Zeitz MOCAA, suspendido sobre el V&A Waterfront de Ciudad del Cabo, pertenece a esta segunda estirpe. No es apenas un espacio para mirar: es una experiencia vertical que se siente en la piel, como la vibración de un trueno contenido. Allí donde alguna vez latieron las entrañas industriales del continente —en el esqueleto de un silo de granos—, hoy se alza una de las catedrales contemporáneas más impactantes del arte africano y de su diáspora.
Pero no hay en este templo rastro alguno de solemnidad occidental. Lo que se respira no es reverencia sino renacimiento. Cada uno de sus 80 galerías parece explorar una pregunta distinta sobre lo que África fue, lo que es, y sobre todo, lo que podría ser. No hay una narrativa fija, sino una polifonía. Es un museo que no busca definir la identidad africana: la disgrega, la expande, la multiplica.
Arquitectura del abismo: el grano y la luz
El MOCAA no se construyó: se esculpió. Literalmente. Thomas Heatherwick, el arquitecto británico detrás del proyecto, no diseñó un edificio nuevo, sino que excavó un espacio dentro de una estructura preexistente: un complejo de silos de cemento construidos en 1921 para almacenar maíz. Cada tubo, de 33 metros de altura, fue tallado como si se tratara de un bloque de piedra. El resultado es una serie de cilindros vaciados que se cruzan, se cortan, se entrelazan con una precisión quirúrgica.
El corazón del museo es ese vacío central —una catedral abstracta— donde la luz entra desde lo alto como si viniera de otro tiempo. Es imposible no sentirse minúsculo, expuesto, conmovido. La arquitectura no busca confort: busca impacto. Y lo logra. El cemento pulido convive con superficies de vidrio, con acero curvado, con escaleras suspendidas. Todo en el edificio es una coreografía de tensión y expansión.
Pero no se trata de una proeza técnica. Hay una poética poderosa en esa decisión de conservar la cicatriz industrial del puerto y convertirla en un espacio para la imaginación. El MOCAA no niega su pasado funcional: lo reconfigura. Lo transforma en símbolo. Es la metáfora perfecta para un continente que convierte sus ruinas en potencia.
El arte como respuesta múltiple
La colección del Zeitz MOCAA no es un inventario de nombres consagrados. Es una constelación de voces. Algunas, ya reconocidas globalmente —como William Kentridge, Zanele Muholi o El Anatsui— conviven con talentos emergentes que exploran los límites del cuerpo, del lenguaje, del archivo, del territorio. El museo funciona como plataforma: no para exhibir arte, sino para expandirlo.
Las salas no obedecen una cronología ni un estilo. Hay instalaciones inmersivas, fotografía documental, bordados monumentales, escultura orgánica, performance registrada en video, neón, objetos encontrados, materiales textiles, sonidos, tierra, memoria. Las curadurías no explican: proponen. A menudo es el espectador quien debe construir el relato a partir del impacto. No se trata de aprender: se trata de sentir.
Uno de los logros más significativos del MOCAA es que no pretende hablar por África: deja que África hable por sí misma, en sus múltiples idiomas visuales. El museo no coloniza los relatos: los aloja. Es un espacio que asume la contradicción como motor. Donde lo tradicional y lo disruptivo, lo ritual y lo urbano, lo íntimo y lo político, conviven sin jerarquía.
Un museo con piel porosa
Ubicado frente al Atlántico, el MOCAA no se encierra en sí mismo. Se proyecta hacia la ciudad. Sus ventanas capturan el perfil de la Montaña de la Mesa como si fuera una obra más. En sus terrazas, la vista del océano dialoga con las esculturas, el viento, el rumor de la historia. Hay algo profundamente consciente en ese diálogo con el entorno: el museo se reconoce parte de un ecosistema más amplio.
Y ese ecosistema incluye también a los visitantes: locales, turistas, curiosos, estudiantes, artistas. En los días de entrada libre, el museo se llena de voces que quizás nunca habían pisado una galería de arte. Pero aquí no hay distancia ni solemnidad. El MOCAA no educa desde el pedestal: invita, contagia, convoca. En sus talleres, en sus foros, en sus residencias, en sus espacios para niños, se desdibuja la frontera entre espectador y creador.
Hay una ética inclusiva que atraviesa cada decisión curatorial, cada texto de sala, cada experiencia propuesta. El MOCAA es, en esencia, un museo sudafricano, pero también es uno africano y global, al mismo tiempo. Es una caja de resonancia donde las historias no hegemónicas se convierten en centro. Un espacio donde lo que fue marginal se vuelve magnético.
El arte como posibilidad
En tiempos donde tantos museos parecen objetos de autorretrato institucional, el Zeitz MOCAA se atreve a no saber del todo qué es. Y en ese gesto está su libertad. Es un organismo vivo, en mutación constante. Su belleza no está en su perfección, sino en su deseo. En su porosidad. En su insistencia. En su apertura a lo desconocido.
Visitarlo es algo más que una experiencia estética. Es una confrontación. Un viaje hacia lo inexplorado de una identidad colectiva que aún se está escribiendo. Una manera de escuchar con los ojos y mirar con otros sentidos. Un arte que no adorna: transforma.
Allí, en el centro del silo tallado, el vacío no está vacío. Está lleno de preguntas. Y todas laten con la misma frecuencia con la que África insiste en reinventarse.