Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello
Entre Caperucitas guardianas de lobos, búhos que susurran al oído de los árboles y científicos que descubren mundos invisibles, Moratalaz —ese rincón del sureste madrileño que creció en vertical en los años 60— se ha convertido en un libro de historias pintado en las paredes. Allí, el arte callejero no es rebeldía, sino caricia urbana; no es grito, sino susurro poético. Le han puesto nombre: Muraltalaz. Y ya nadie quiere que vuelva a dormirse.
Un barrio que dejó de mirar hacia adentro
Dicen que los muros dividen. Pero en Moratalaz los muros cuentan. Son narradores verticales. Testigos coloridos de lo que somos y de lo que aún podríamos llegar a ser. En una esquina, un oso abraza su infancia. A unos pasos, una científica alza los brazos como si atrapara el momento exacto en que la revelación ocurre. Hay Caperucitas que se olvidaron del miedo y ahora cuidan a los lobos. Y hay sueños que se deslizan en mariposas gigantes sobre las fachadas de los colegios, los centros deportivos y culturales.
Cada trazo parece tener la intención de acariciar al transeúnte. De invitarlo a parar. De pedirle que mire. Y que vea. No es solo pintura. Es pedagogía en aerosol. Filosofía de barrio. El mural Ciegos de luz azul de Taquen, por ejemplo, parte en dos una pared para mostrar a un mismo personaje entre el encierro luminoso del celular y la vitalidad del movimiento. Una danza detenida por la tecnología, pero aún esperanzada en su redención.
La ecología también tiene su voz. El búho de Kalouf no solo es una advertencia contra la caza furtiva: sus ojos fijos son un manifiesto. En otra fachada, Sinfonía salvaje del portugués Lucas Farias traza 150 metros de naturaleza que se despliega con la contundencia de una ópera sin palabras.
Y si la infancia necesitara una cumbre para celebrarse, la encontraría en El oso, del colectivo Alegría del Prado, donde un animal convertido en ícono evoca los días de tierra en los zapatos y ríos en las manos. El mural El cultivador de Zësar Bahamonte sigue ese camino: un hombre que siembra plantas pero también paciencia. Una de esas imágenes que parecen florecer mientras se las observa.
Murales que se cuentan a sí mismos
Algunas paredes narran con voz de cuento. En Familia de lobos, de Asem Navarro, la caperuza roja protege a los suyos y nos recuerda que los relatos también pueden cambiar de signo. Las imágenes de Paula Díaz en La Elipa 1950 actúan como postales del ayer: una colección de objetos que cargan la memoria de goles, festejos y medallas que no pesan.
El deporte y sus gestos están también en All-ympics, de Murfin, donde los años 70 y 80 vuelven a competir, aunque esta vez en color. Y Lidia Cao —dueña de un trazo íntimo, poético y firme— se duplica en Moratalaz con dos obras que son susurros al oído: El soñador, donde un grumete desafía al viento para conservar su calma, y El hallazgo, donde una científica vibra ante el destello de lo nuevo. En otro rincón de Madrid, esta misma artista levanta Community, una pieza sobre la convivencia en el hotel Node. Pero todo empezó en estos muros.
El abrazo, del murciano Jotalo, tal vez sea uno de los más dulces de este recorrido. Colores que abrazan, cuerpos que se fusionan en tres dimensiones, como si el cuidado recibido en la infancia pudiera volverse materia viva otra vez.
La herencia del spray
Los artistas que hoy firman los muros de Muraltalaz no vienen solo de academias. Muchos nacieron en la pulsión del grafiti, ese lenguaje que Madrid aprendió a leer en los márgenes. Como Sfhir —el nombre artístico de Hugo Lomas— que descubrió su destino en un libro sobre arte callejero en la adolescencia y no paró. En 2023, su obra La violonchelista fue distinguida como el mejor mural del mundo. En Moratalaz, dejó Sinestesia, un tributo silencioso a las músicas anónimas, a esas mujeres que sin grandes escenarios moldearon melodías eternas.
También fundó la 95 Art Gallery en Carabanchel, un taller que es galería viva, donde las paredes son lienzos y el arte se aloja sin pedir permiso. Allí también se encuentra La musa de Vistalegre, el mural más alto de España: 18 metros de contemplación vertical.
En la misma línea de herencia y transformación trabajan PichiAvo —Juan Antonio y Álvaro—, que desde su pasión por el grafiti y la escultura grecorromana construyen obras como Sin título, donde las paredes parecen respirar mármol.
El colectivo Reskate Studio se vale del arte rotulista y la sabiduría popular para su pieza Chanelar, inspirada en el refrán “leer sin entender es mirar y no ver”. Letras que, en vez de cerrar sentidos, los abren.
Y la plaza Manuel de la Quintana dejó de ser tránsito para convertirse en refugio. Eneko AT, muralista premiado, cubrió el suelo de más de 600 metros cuadrados con escenas de parque: un lector sereno, un vuelo de mariposas, el descanso en el verde como un derecho.
Un presente que todavía crece
Muraltalaz no es un proyecto terminado. Es una bitácora en marcha. Los últimos en sumarse son parte de una generación que sigue tallando ciudad con color. Diego As homenajeó a Madrid con su oso y su madroño. Francesco Camillo nos recordó que los libros son puertas. Lula Goce imaginó el hogar como escudo. Antonio Segura —con su estilo en construcción— apunta a los animales que ya casi no vemos.
El arte callejero, tantas veces juzgado por su fugacidad, se vuelve en Moratalaz un monumento amable. Una muestra de que el asfalto también puede ser tierno. Que el cemento puede narrar y sanar. Que una ciudad puede reescribirse sin cambiar su nombre.
Tal vez haya que ir para comprobarlo. Tomar el metro. Caminar lento. Dejar que los ojos se encuentren con esos gigantes que nos observan desde los muros. Y sentir —aunque sea por un rato— que todo está contado de nuevo.
Porque Moratalaz ya no es solo un barrio. Es una galería viva. Es Muraltalaz.