Hay lugares que parecen suspender el tiempo. En el corazón de Colegiales, barrio de veredas anchas y árboles que regalan sombra, existe una esquina que se ilumina de una manera distinta. Es de noche y la ciudad bulle a unos metros, pero aquí el aire se aquieta. La puerta de Ostende se abre como quien invita a entrar a una casa familiar. No hay estridencias, no hay artificios: hay la promesa de un viaje, no hacia otro país ni hacia otra ciudad, sino hacia la memoria.
El espacio respira nostalgia. Las mesas de fórmica verde brillan bajo las luces cálidas y las sillas setentosas, pulidas y cómodas, parecen listas para acoger conversaciones largas. En la pared, un cartel con tipografía de Scrabble parece sacado de alguna sobremesa en la casa de la playa. Y en un rincón, una pelota playera recuerda que todo aquí está atravesado por el mar, aunque estemos en plena Buenos Aires.
En la vereda, un grupo levanta copas y se escucha la risa que se derrama en la calle arbolada. El murmullo del barrio acompaña como una música suave: autos que pasan despacio, vecinos que se saludan, un perro que ladra a lo lejos. Adentro, la barra concentra miradas. El vermut Ostende llega en vasos altos, con un blend propio que tiene el secreto de la salmuera de mar. Es un sorbo que despierta el recuerdo de tardes al sol, de picadas al aire libre, de esa ligereza que solo se encuentra en vacaciones.
La cocina acompaña con el mismo pulso. Una provoleta a la plancha se desliza con el dulzor inesperado de un chutney de tomates y peras, mientras las rabas, doradas y crujientes, llegan como una declaración de principios: aquí todo se cocina con la memoria a flor de piel. La milanesa a la napolitana, imponente, aparece en medio de la mesa, rodeada de guarniciones que invitan a compartir. Es imposible no asociarla a la mesa de la abuela, a los domingos familiares, a esas comidas que parecían infinitas.
El arroz crocante con langostinos y castañas sorprende por su juego de texturas: cada bocado combina lo crujiente con lo delicado, lo intenso con lo fresco. El risotto de hongos de pino se despliega como un bosque en el paladar, mientras que la pesca del día, servida con puré de papa y coliflor, evoca la simpleza de los bodegones junto al mar. En cada plato late la intención de Paz Lucero, la jefa de cocina: rescatar sabores conocidos y darles un gesto nuevo, sin perder el alma de lo casero.
Cuando llega el postre, la noche ya se volvió conversación. El almendrado con praliné de almendras y chocolate semiamargo revive la infancia con un golpe de dulzura y crocante. El tiramisú rescata el linaje italiano de tantas mesas argentinas, y el brownie tibio, acompañado por helado, caramelo salado y pistachos, aporta ese exceso feliz que da cierre a toda sobremesa.
Los cócteles de Vir Calderón siguen circulando, cada uno con su relato líquido. El Flores y Burbujas se alza fragante, con notas de mandarina y rosas que parecen pensadas para brindar en la terraza bajo las estrellas. El Mito de Ostende, con Campari y espuma de eneldo, sorprende como una ola inesperada. Y mientras tanto, las botellas elegidas por Elías Aguilar Ruiz esperan en cada mesa, con vinos que rescatan cepas patrimoniales como la criolla o la bonarda, capaces de contar la historia de los inmigrantes que sembraron viñedos en estas tierras.
Colegiales se deja oír a través de las ventanas. El barrio acompaña la experiencia: tranquilo, sereno, amable. Afuera, las ramas se mueven apenas con el viento nocturno; adentro, la sobremesa se prolonga sin apuro. En Ostende el reloj parece detenerse, como si cada minuto mereciera ser saboreado.
No se trata solo de un restaurante. Es un refugio, una casa abierta donde el verano persiste en cada detalle. Un lugar donde lo cotidiano se convierte en celebración y lo conocido se reencuentra con lo nuevo. En una ciudad que a menudo corre detrás de la novedad ruidosa, Ostende propone lo contrario: bajar el ritmo, detenerse, volver a los recuerdos y habitarlos con todos los sentidos.
Al salir, la esquina arbolada de Colegiales parece distinta. El rumor de las copas y las risas queda flotando en el aire. Y uno entiende que Ostende no es solamente un viaje hacia la costa: es también un regreso a casa, a esa casa donde siempre hay un lugar en la mesa, un plato caliente y una conversación que se alarga hasta que la noche se vuelve madrugada.
