Helsinki no llega nunca 

Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello

Me molestan bastante los cronistas que comienzan sus artículos hablando de sí y transforman el suceso en algo personal, como si los protagonistas fueran ellos, en tanto somos apenas un cable que une los sucesos con los lectores. Sin embargo leer «El mundo incinerado» de Emilce Strucchi me golpeó en el medio de la frente.
El garrotazo vino por varios sitios pero me voy a quedar con «según mis cálculos, tendrá que ser el peso de la mochila sobre los hombros lo que pondrá en riesgo su equilibrio…», tal es la frase que inicia el capítulo ¿Hacia Helsinki?
Aunque escribo de los temas más variopintos, de viajes es una de las temáticas por las que se me conoce. Este julio Helsinki estaba en la mira con una decena de enrevistas planiicadas y otras tantas en vías de confirmación. Como a todos, la mochila se nos cargó de Covid y no pudimos zarpar.
En medio de esta cuarentena aparece Strucchi con su historia que, parecida a la escultura de Geniol de Marta Minujín, nos corta la realidad en rodajas. Propone que nos pongamos a trabajar entre nuestros propios mundos paralelos y nos cae como guante en calce perfecto cuando la cuarentana casi se hace año y las angustias nos parten en tantos estados diferentes que nos convierten en desconocidos.
Leer a Emilce no es sencillo. No porque su pluma tenga bruma, al contrario. Tiene tan claro expuesto que el que tiene el libro entre manos tiene que hacer algo con esto que ella dibuja con letras, que llega un momento donde la reina del estilo pasa a ser una de mis palabras favoritas: la interpelación.
 Strucchi logra, para el que se anima -porque cierto es que esto no es un iibro para todos, hay que tener carácter para pasar a la segunda página- crear preguntas más que respuestas. Un estado ideal para estos días donde, los que hemos podido meternos dentro de nosotros mismos, ndamos buceando esas consultas que Emilce expone en su obra.
Los libros me entran primero por la tapa, y esta tiene un alguito de dos situaciones que me resultan irresistibles: los colores de VanGogh y la tristeza portuaria de Quinquela. Más dentro, las aristas se vuelven curvas y la exigencia se hace pronta. Hay un deseo de que nada quede como al final «todo intacto», sino como este tiempo, que luego de correr las páginas, la interpelación haya tenido su trabajo.