Por Flavia Tomaello, Instagram @flavia.tomaello
En un rincón inesperadamente verde de la urbe más intensa de América Latina, un edificio que alguna vez fue el escenario silencioso del primer llanto de más de medio millón de brasileños, resucita. No lo hace como un museo del tiempo, sino como una expresión viva del diseño contemporáneo más exquisito, tejido con los hilos de la memoria y la osadía. El Rosewood São Paulo no es solo un hotel: es un manifiesto visual que redefine el lujo desde la identidad brasileña, donde la arquitectura no se posa sobre el suelo, sino que lo reverencia.
Todo en este proyecto es un gesto poético. Desde la maternidad Matarazzo –con sus muros amarillos de villa toscana y su jardín susurrante– hasta la torre de 100 metros que brota del concreto como una selva vertical, el conjunto narra una historia de contrastes reconciliados. El arquitecto Jean Nouvel, laureado con el premio Pritzker, supo interpretar la sinfonía de esta ciudad desbordada. Su torre, envuelta en madera y cubierta por 10.000 árboles, se erige como un homenaje vegetal a la Mata Atlántica, ese pulmón nativo que la urbanización asfixió, pero que ahora reaparece, no como nostalgia, sino como promesa.
La arquitectura aquí no impone, se integra. Cada vértice está pensado desde la sostenibilidad, cada decisión es una celebración del territorio. El mármol dolomítico brasileño que reviste los interiores, los 250 árboles de hasta 14 metros que desafían la gravedad en su verticalidad vegetal, y la madera certificada que recubre la piscina en la azotea, no son ornamento, son argumento.
Si la piel del Rosewood es su arquitectura, su alma es la curaduría estética que Philippe Starck ideó para el interior. En un diálogo constante entre lo antiguo y lo audaz, Starck propuso una coreografía de materiales orgánicos, líneas curvas y tonos tierra, sin perder jamás de vista la esencia de lo local.
El diseño interior se entrega con modestia a los sentidos: los muros respiran madera, las piedras verdes incrustadas en los restaurantes remiten a la profundidad volcánica del suelo brasileño, y los textiles parecen recordar las estaciones con sus paletas. Cada espacio se convierte en una postal sensorial donde la naturaleza no es referencia, sino presencia.
Es en este contexto que emergen seis restaurantes con identidades tan singulares como el suelo que los sostiene. “Le Jardin” es un invernadero translúcido donde el verde parece haberse instalado como huésped permanente. “Blaise”, en cambio, es un homenaje a Cendrars, donde los muros de madera engastan piedras de vidrio pulidas con la misma tecnología que corta diamantes. Taraz, frente a olivos centenarios, rescata el espíritu gauchesco del conde Matarazzo con un aire rústico que convive con una elegancia discreta. Cada uno encarna una narrativa estética, no solo un menú.
El Rosewood São Paulo no contiene arte: es arte. Bajo el concepto A Sense of Place®, su colección permanente –compuesta por más de 450 piezas creadas por 57 artistas brasileños– funciona como un museo sin cartel, donde cada rincón es una sala inesperada. No hay pasividad aquí: las obras dialogan con los huéspedes, los interpelan.
Sandra Cinto pintó a mano los azulejos del rooftop para narrar la flora y fauna locales; Caligrapixo dejó su trazo grafitero en los pasillos donde antes se oía el llanto de los recién nacidos; Laura Vinci suspendió hojas doradas recogidas en los jardines como si el otoño se hubiese detenido. En los techos, Rodrigo “Cabelo” de Azevedo dibujó durante 68 horas un mundo esquizofrénico y lírico que solo podría nacer en Brasil. Y en las vidrieras restauradas de la capilla Santa Luzia –que este año cumplió su centenario– Vik Muniz reemplazó el cristal olvidado con nuevas rosetas que hacen del vitral una experiencia mística contemporánea.
Cada obra fue creada ex profeso. Cada artista recibió una única consigna: honrar el pasado mirando al futuro. El resultado es una colección viva, palpitante, que logra lo que pocos hoteles en el mundo consiguen: que el arte no sea decoración, sino gesto identitario.
Pero lo que convierte al Rosewood en algo más que un hito arquitectónico es su capacidad para restaurar no sólo estructuras, sino significados. La Maternidad Matarazzo, desactivada desde 1993 y abandonada por dos décadas, fue rescatada con un nivel de detalle que rozó la arqueología emocional. Bajo capas de pintura y olvido, los arquitectos encontraron secretos que decidieron no borrar: grietas, molduras, frescos, signos del tiempo que hoy son parte del lenguaje visual del edificio.
La capilla Santa Luzia, hoy espacio para bodas y celebraciones, fue tratada como una reliquia activa. No se le devolvió su aspecto original, se le descubrió su verdad, en un acto de curaduría histórica que se sintió más como una caricia que como una intervención.
En una época donde el diseño de hoteles suele responder a moldes, lo que distingue al Rosewood São Paulo es su capacidad para escapar del cliché y encarnar el lugar que habita. No se trata de aplicar una estética brasileña: se trata de ser brasileño. Desde los materiales hasta los aromas, desde el arte hasta las vistas, desde la memoria hasta el deseo, todo en él responde a una lógica de pertenencia.
Alexandre Allard, el impulsor de esta visión, no construyó un hotel, edificó un símbolo. Lo hizo con sensibilidad de orfebre y osadía de renovador. Supo leer en las ruinas de un hospital abandonado el potencial de un renacimiento. Y supo reunir en una misma sinfonía a Nouvel, Starck, Muniz y cientos de artistas que comprendieron que el futuro de São Paulo no debía ser solo vertical, sino también profundo.
El Rosewood São Paulo no se visita. Se vive. Se atraviesa como quien recorre un poema tridimensional. En sus muros resuenan los ecos de un país inmenso, plural, doloroso y hermoso. Y en cada rincón, como si fuera una ceremonia laica, el diseño nos recuerda que los espacios pueden ser sagrados cuando cuentan historias verdaderas.
