Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello
En una esquina donde la ciudad alguna vez decidió hasta dónde llegar, donde el trazo inicial de Buenos Aires dejó una marca definitiva, se enciende nuevamente una luz cargada de sentido. Café Rivas retoma su vida pública en la intersección de Estados Unidos y Balcarce con una elegancia que no precisa anunciarse, porque su historia ya está inscripta en la piel del barrio. Fundado en 1967, con un pasado que incluye los nombres de Los Amigos y Los Loros, este espacio reaparece con la madurez de quien conoce su lugar en el mundo y comprende que el verdadero lujo reside en la autenticidad.
San Telmo lo recibe con su repertorio intacto de memorias visibles. Fachadas acariciadas por el tiempo, adoquines que conservan huellas de pasos diversos, árboles que observan silenciosamente el devenir de generaciones. En ese escenario profundamente simbólico, Café Rivas vuelve a convertirse en refugio, en testigo, en punto de gravedad para una comunidad que se construye a partir de la conversación, el encuentro y el gesto compartido. Su distinción como Bar Notable, otorgada por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, reafirma un valor que excede lo arquitectónico o lo gastronómico, inscribiéndolo dentro del patrimonio emocional de la ciudad.
La reapertura no persigue la estridencia ni la exageración, sino una continuidad refinada. La nueva gestión se propone honrar el espíritu original y, al mismo tiempo, ofrecer una experiencia renovada que dialogue con las sensibilidades actuales. La propuesta gastronómica se articula desde la tradición del copetín y del bodegón porteño, corazón culinario de Buenos Aires, reinterpretada con precisión y cuidado. La carta, diseñada inicialmente por la chef y asesora Daniela Butvilofsky y continuada por el chef Claudio Burgos, se apoya en platos que evocan mesas familiares, recetas que atraviesan generaciones, sabores capaces de activar recuerdos profundos sin necesidad de artificios.
Cada preparación revela una atención minuciosa a la materia prima, a los tiempos de cocción, a la armonía entre textura y aroma. La cocina se expresa con honestidad, rescata lo esencial y lo proyecta hacia el presente con una sutileza que engrandece lo cotidiano. La creatividad se manifiesta de manera delicada, sin desestructurar aquello que pertenece a la identidad del bodegón, sino realzándolo con pequeños gestos de modernidad que enriquecen la experiencia.
La barra acompaña este relato con una selección de tragos clásicos y cócteles atemporales. Copas que llegan a la mesa como una invitación al descanso, al intercambio pausado, a la observación de un entorno que se despliega lentamente. El copetín de la tarde recupera su estatus de ritual urbano, un momento suspendido entre el día y la noche donde la ciudad parece detenerse, ofreciendo un ámbito propicio para la contemplación o para la charla extendida que fluye sin urgencias.
Los horarios delimitan atmósferas particulares que acompañan el pulso del barrio. De martes a sábado, entre las 18 y las 24, el café se envuelve en una penumbra amable, ideal para encuentros que se prolongan, para diálogos que adquieren profundidad bajo una luz tenue. Los domingos, de 12 a 18, la claridad baña el espacio y lo transforma en un escenario perfecto para almuerzos calmos, sobremesas nostálgicas, momentos de conexión íntima con el entorno.
La reapertura de Café Rivas constituye un acto cultural en sí mismo. Significa restituirle a la ciudad una de sus esquinas más significativas, devolverle al barrio un punto de referencia que atraviesa generaciones. Significa, también, comprender que ciertos lugares no pertenecen únicamente al pasado, sino que se renuevan cada vez que alguien cruza su puerta, toma asiento y deja que la historia continúe su curso.
En el murmullo de las conversaciones, en el tintinear de la vajilla, en la quietud de una tarde de domingo o en la intensidad de una noche de sábado, Café Rivas vuelve a escribir su presente con la tinta delicada de la memoria. Una esquina que no se limita a existir, sino que invita a permanecer, a experimentar, a sentir cómo el tiempo porteño se despliega en una forma de belleza sencilla y profundamente duradera.

