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Sociedad | Editorial

El país que prefirió odiar antes que crecer

Una mirada sobre la Argentina que se paraliza en la venganza política.


Hace 8 horas.

En Argentina, la política parece haberse convertido en un deporte de combate. Cada crisis, cada error, cada tropiezo del que gobierna se celebra como si fuera un triunfo personal. El objetivo dejó de ser construir y pasó a ser destruir al otro.

Y la pregunta es inevitable: ¿qué sucede cuando una sociedad entera festeja más las derrotas ajenas que los logros colectivos?

Durante décadas, el patrón se repite: llega un gobierno, la oposición se dedica a bloquearlo, los medios amplifican cada conflicto y el público observa, casi como un reality show, esperando el próximo escándalo.

Primero se deseó que fracasara el menemismo, luego el gobierno de la Alianza, después el kirchnerismo, más tarde Cambiemos, y ahora el actual oficialismo.

Lo inquietante es que esta dinámica dejó de ser solo un problema de los políticos: es la sociedad entera la que se acostumbró a vivir en la lógica del "cuanto peor, mejor".

La polarización no surge en el vacío. Se sostiene porque hay demanda para el odio: retuiteamos agravios, aplaudimos chicanas, consumimos debates como si fueran un espectáculo.

Cuando un dirigente denuncia, su base festeja. Cuando el rival responde con furia, la otra mitad aplaude. En el medio, el país se estanca en una pelea estéril, donde gobernar bien parece menos importante que ver al otro derrotado.

El costo de vivir en guerra

Esta dinámica tiene consecuencias concretas:

  • Cada gobierno llega con la misión de borrar al anterior.

  • Las políticas de Estado se deshacen cada cuatro años.

  • Las inversiones se frenan porque nadie sabe qué pasará después.

Argentina, un país con recursos extraordinarios, eligió empobrecerse, no por falta de oportunidades, sino por exceso de rencor. La política se volvió una guerra cultural donde el premio no es mejorar la vida de la gente, sino humillar al adversario.

Y mientras seguimos enredados en esta pelea, el mundo avanza. Otros países construyen consensos, planifican, crecen. Entendieron que no se puede edificar un futuro sobre las ruinas del rival.

Entonces, la cuestión es directa: ¿Vale la pena seguir alimentando esta máquina de odio? 

¿Vale la pena hipotecar el futuro de nuestros hijos por la satisfacción momentánea de ver caer al adversario?

Porque cuando gana el odio, perdemos todos. Argentina, que podría ser un gigante, sigue enfrascada en una pelea con su propio reflejo.

La historia no nos juzgará por la intensidad de nuestros odios, sino por lo poco que construimos mientras estábamos ocupados destruyéndonos.

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