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Cuentos publicados o en vía de publicarse del escritor Ricardo Iribarren

Barcos en el Cielo del Desierto23/1/2009

Barcos en el Cielo del Desierto


Publicado en Revista "Axolotl" - 2008

http://revistaaxolotl.com.ar/narr28-2.htm

 


Aquella noche adornamos la Roca del Galápago para recibir al Enviado. En la madrugada llegaron los buitres; no los esperábamos y, con los Bodhisattvas, nos miramos en silencio: aquello podía ser un mal augurio, pero nadie dijo una palabra. Los pájaros enormes se posaron en la roca y permanecieron inmóviles, aguardando.

 

Esa tarde llegaron las naves; hombres, pájaros y elefantes, tarántulas y alacranes del desierto levantaron sus cabezas para contemplar los vientres abultados y cementosos que surcaban el cielo. Algunos discutieron alegando que podían ser aves enormes, pero la forma de sus cubiertas, la quilla rudimentaria y la ausencia de alas los señalaba como navíos.

 

A la reunión se sumaron personas, animales, insectos y plantas y muchos de ellos comentaron que eran una señal de los seres del tiempo sin comienzo: llegaban a rendir homenaje al Enviado.

 

Lo cierto era que las naves no dejaban de pasar y por momentos cubrían el cielo proyectando largas sombras sobre la tierra. Del Enviado sabíamos muy poco y, aunque se creía que las naves formaban parte de su arribo, llegaban de occidente y no de oriente como se lo esperaba.

 

Las sombras aumentaron a medida que pasaban las horas. El desierto que rodeaba a la roca, recorrido diariamente por topos y liebres, estaba solitario: los animales se habían replegado a lo profundo de la tierra, espantados por aquellos objetos que no dejaban de cruzar el cielo.

 

También a nosotros el miedo nos retorcía las entrañas, aunque las naves no parecían agresivas; se limitaban a pasar indiferentes por encima de nuestras cabezas y a perderse en el horizonte.

 

El Bodhisattva Koldo mantuvo su optimismo hasta el final. Son los recuerdos de un mar que llega hasta nosotros, repetía. Cuando hubieron pasado varias horas guardó silencio y sólo se limitó a mirar el cielo, donde las naves seguían imparables, sin detenerse.

 

Llegó la mitad de la tarde, hora en que debía presentarse el Enviado; todos mirábamos el firmamento, la tierra, el horizonte, atentos a cualquier señal que indicara su presencia. Nada ocurrió.

 

Cerca del crepúsculo, el Bodhisattva Anuko se dirigió a todos los reunidos; hasta los elefantes abrieron sus orejas para escucharlo y los peces sacaron sus cabezas del agua.

 

—No hay motivo para temer a estas naves. El enviado puede llegar en una de ellas. Él está más allá de todos los demonios que puedan acecharlo y hoy lo tendremos sin falta entre nosotros.

 

Aquella noche las naves cubrieron la Luna. En el amanecer neblinoso, los elefantes se marcharon de regreso a sus oasis y nadie intentó retenerlos. A la tarde, bajo la espesa sombra de las naves negras, se retiraron los peces, nadando por las tenues quebradas que atravesaban el desierto. Durante el segundo atardecer que pasábamos en la roca, se marcharon las delegaciones de Budas y de Bodhisattvas que habían llegado de épocas y países remotos.

 

Decidimos esperar. Nos sirvieron los ejercicios ascéticos que habíamos practicado en anteriores existencias. Ayunamos durante días; sólo nos alimentábamos de unas setas que crecían en la región y bebíamos el agua fresca de los arroyos.

 

En el desierto se purificaba el cuerpo, pero no la mente: la sombra de las naves cruzando sin cesar día y noche, tapando las luces del cielo, se había convertido en algo amenazante. El día número cincuenta, el Bodhisattva Hannoh enfermó gravemente; le dimos agua, comida y lo ubicamos a la sombra de una gran roca pero, a pesar de nuestros cuidados, murió en pocas horas.

 

Pronto enfermó también el Bodhisattva Koldo, y murió rápidamente sin que se pudiera hacer nada.

 

Ahora estoy solo sentado en la roca. Las naves no han dejado de pasar. He decidido soportar hambre y sed, sumergirme en las visiones que la inanición despierta en mis entrañas. Pasan los días. Al principio los contaba, pero ahora son exhalaciones de luz y de sombra que se suceden unas a otras.

 

El cielo se une a la tierra, la sombra de las naves sobre la arena se une a las nubes de la tarde. No hay diferencia entre ese cielo, la tierra, las naves que vuelan y mi vida que trata de mantenerse aquí abajo. Mi vientre es el reservorio de todo lo que existe.

 

Cuando comprendo esto, la luz del Enviado surge de las sombras que las naves arrojan sobre la arena.

 

© Ricardo Iribarren

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