
Si las aceitunas desearan escribir un diario personal empezarían contando del olivo. Ese árbol típicamente mediterráneo cuyo origen se cree que se remonta a la Asia Menor del siglo IV A.C. Gracias a que se adapta muy bien al terreno y al clima, los antiguos fenicios y griegos lo expandieron por todo el litoral. Pero serían los romanos quienes popularizaron su cultivo, convirtiéndose en uno de los ejes de la llamada tríada mediterránea: trigo, uva y olivo.
De él se cosechaban las aceitunas, utilizadas ya en la cocina incluso como postre, y también su aceite con usos medicinales. Para griegos y romanos el olivo tenía un significado divino asociado a la fundación de Atenas. Según el mito clásico, Poseidón y Atenea se disputaron una colonia ofreciendo cada uno un regalo a sus habitantes. La diosa venció al brotar un olivo lleno de frutos, que daría alimento, aceite y prosperidad. Se convirtió en árbol sagrado, símbolo de sabiduría, fertilidad y paz, y con sus hojas se tejían las coronas de los vencedores de los Juegos Olímpicos.
La palabra “olivo” proviene del latín oleum, pero “aceituna” deriva del árabe zaytūnah. Fueron los musulmanes quienes nos enseñaron a perfeccionar la preparación de la aceituna en muchos platos, y su herencia se ha extendido por todos los países mediterráneos. Por ejemplo, en Marruecos se añaden aceitunas a las tajines de cuscús, a los turcos les gustan en el desayuno, en Francia, Portugal y Grecia no faltan en ensaladas, salsas y acompañando pescados, y en Italia enriquece pizzas y pastas.
También cruzaron el Atlántico con los colonos españoles, que llevaron el cultivo y la cultura de la curación de la aceituna. Hoy se consumen en toda América, con recetas típicas de cada país como el pan de jamón venezolano o el pulpo al olivo de Perú, y está conquistando las mesas de estadounidenses y británicos gracias a la tendencia de las tapas y los cócteles aderezados con aceitunas, como el martini.