Taller de escritura

El desierto y la sed

11:46 PM, 2/1/2008 .. 1 comentarios .. Link

Tengo que bajar ese libro del estante. Si lo hubiera leído esto no me hubiera pasado.
¡Qué tipo! Una vive cuidándose para nada. Me pregunto qué hubiera pasado si ese día le hubiera seguido la corriente. Es obvio que utilizaba el chamuyo adecuado a cada caso, y a mí me junó de entrada… profesora de yoga… mucha meditación… y me hizo entrar para escuchar música mántrica. No. Creo que dijo tántrica, no… fue mántrica.
Yo tenía mucha sed y él no paraba de hablar, mueve sentidos, la música mántrica mueve sentidos, mueve los órganos… y claro… también me interesaba saber eso de la música mántrica. Me pregunto por qué nunca bajé ese libro.
Todo estaba en penumbras. Encendió una vela. En el techo se balanceaba un punto, una luz roja. En puntas de pie me fui acercando. El todavía mantenía el tono de voz del comienzo, impersonal, informándome, explicándome. En momentos estudiados, dejaba caer los párpados. Sus manos se fueron aletargando, los movimientos se demoraban. La voz cambiaba.
Miré alrededor: debía haber copas, botellas en algún lugar, una heladera, una canilla. Estaba dispuesta a arrojarme sobre la primera gota de agua que encontrara. Deduje que cuando pusiera su música mántrica, traería algo para beber. Es lo de rigor.
Se acercó con un viejo disco de pasta. Lo tocaba apenas por los bordes, con las palmas de las manos. En un rincón había un viejo tocadiscos. Ahora pienso que le tendría que haber pedido antes que nada un vaso de agua. No sé por qué no lo hice.
El no dejaba de hablar pero ya casi no se oía lo que decía: susurraba, soplaba las palabras con los labios redondeados, dejando oír un silbido que apenas atravesaba el aire.
Cierto perfume había tomado cuerpo en los rincones, haciendo denso el aire. Le pregunté si era mirra y el dijo que sí y agregó "mirra y estoraque".
Lo vi colocar el disco buscando el centro con cuidado; entrecerrar los ojos en éxtasis aún antes de que la música comenzara a sonar; con movimientos precisos, lentos, lo vi mover la perilla. Vi como el plato se ponía en movimiento, el disco se deslizaba hasta él y comenzaba a girar sobre él, con él; articulaba el brazo y, con exactitud, la púa llegaba como una pluma hasta el surco. Durante unos instantes, el chirriar disfónico de la púa gastada fue lo único audible.
Abrí la boca con intención de pedir algo de beber. Me puso la mano sobre los labios. Ahora pienso que él sabía que yo tenía tanta sed; que quería jugar su propio juego, y me necesitaba así, indefensa, afiebrada.
Se había parado de espaldas a la luz de la vela. Yo veía su silueta.
El seguía con el chamuyo fino: Hay que escucharla con cierto nivel de percepción, de vibración. La música es como el color: es vibración. Yo todavía sentía curiosidad.
Algo comenzó a lamentarse desde el winco. Música de flauta.
Fue a un costado. La luz temblorosa proyectaba su sombra de murciélago. Trajo una canasta. La colocó en el piso, en el centro de la habitación, y sonrió, al mirarme, como si estuviera por develar un misterio.
Sobre nuestras cabezas pendulaba algo pesado. De frente, la luz de la vela me enceguecía, me lastimaba.
Se sentó en el suelo y cruzó las piernas.
Me acerqué, siempre en puntas de pie. Lo vi poner las dos manos sobre la tapa, levantar la cabeza, mirarme y ahí fue cuando me dijo No te asustes y yo le pregunté qué es eso, sabiendo que se trataba de una víbora. Me dijo ponete ahí, y yo fui y me puse, qué idiota por Dios, me arrodillé, la canasta entre él y yo, mi garganta seca y la música del disco que viboreaba.
Sacó la tapa. Las sombras impedían ver a la serpiente, pero yo sabía que estaba ahí. Me pregunto ahora que fue lo que me impidió salir corriendo. Me quedé, las rodillas juntas, sentada sobre los talones, los ojos fijos en el centro oscuro.
El comenzó a acompañar con una flauta la música del disco. Ningún acorde. Sólo tonos y semitonos enlazados entre sí de manera que me pareció poco armónica. La armonía oriental. El oído no se acostumbra. Música hipnótica, de encantamiento de serpientes, que mueve los sentidos, que mueve los órganos.
Primero brillaron los ojos en el fondo de sombra, y luego emergió ella, al alcance de mi mano. Clareó una ondulación breve, y después se produjo la inmovilidad total de la onda, rígida en el aire.
Durante unos minutos o siglos, la música de él y la del winco, cantaron juntas. Por fin, él suspendió la suya. Por un momento me sentí aliviada, pero enseguida el dijo que era
música de los turcos derviches, de los monjes tántricos. Música del desierto, y señalando la canasta dijo: A ella le gusta.
Yo no podía dejar de mirarla. Supuse que al dejar de tocar él, acabaría el encantamiento, ahí nomás, a quince centímetros de mis rodillas. Pero ella siguió en su hipnosis, erecta, rígida.
Y cuando le pregunté casi sin aliento ¿Pero qué mira? El puso cara de misterio y dijo: No mira. Oye.
Pensé: estiro la mano. La toco, pensé. Fue tan intenso el pensamiento que pude sentir el frío de su piel húmeda en la yema de los dedos.
Desconozco la clase de veneno que tendría semejante víbora. No sé si tendría o no veneno. Pero todo eso lo pensé después, mucho después de sujetar mi mano de la desesperación de la sed.
El disco seguía con su chirrido musical. El fue hasta un perchero, descolgó una túnica, se la puso encima de la ropa, tomó un turbante, se lo colocó en la cabeza. Tendría que haberme reído, pero ahí estaba ella. Y ahí estaba él, serio, concentrado. Mis ojos iban desde la víbora al turbante.
Volvió a sentarse frente a mí. Me miró con sus ojos de demiurgo, los brazos cruzados sobre el pecho, cerrado a todo lo que yo quisiera transmitirle, mi temblor, mi expectación, pero transmitiéndome él algo que todavía no era del todo definido.
Yo tenía las manos sobre las rodillas, se me acalambraban las piernas, pero no me levantaba, no me iba.
Su mirada parecía no verme. La serpiente brillaba como porcelana. La música conducía. Música mántrica, que mueve los sentidos, que mueve los órganos. Traté de percibir qué sentidos míos se movían con la música, qué órganos reaccionaban. Tal vez no eran mis sentidos ni mis órganos, sino los de la víbora, los que estaban activados.
Comencé a recibir algo. Algo que me llegaba desde la mirada de él. ¿Una orden? Eso. Una orden. Pero ¿qué cosa era?
Volví a tener conciencia de que algo pendulaba sobre nosotros. Creo que esto último fue lo que produjo el corte: el tener conciencia de algo. Descubrí que mi cerebro había quedado casi vacío. Había que llenarlo con cosas. Rápido. Farsante. No era producto de la música. Era él. Con la serpiente también era él. Era hechizo. Era encantamiento.
La salvaje estaba ahí, negra y diminuta, indefensa, inocente, condenada a su cárcel de esterillas, con la desesperación de quien está maniatado, muerto de sed, y oye el goteo del agua sobre la copa que se va llenando. Ella, con todo su instinto primitivo dominado por una fuerza mántrica.
Me vino un pensamiento. Un sentimiento de víbora que se ahoga todos los días con el humo de sahumerios aplacadores que penetran por entre las esterillas del cesto a que me condenaron, casi inmóvil, sin poder estirarme como me gusta y me divierte, yo que nací para ondular en libertad respirando mi caliente aire nativo, yo que nací para hipnotizar, para sobrecoger, para deslumbrar; que fui creada para trepar estirándome, deslizándome sinuosa, seductora y misteriosa; acostumbrada por los siglos de los siglos a descender a los saltos en arabescos felices, bailando mi propia música natural, con las arenas a la altura de mis ojos bajo la vibración de un sol de caída plana al rojo blanco en pleno desierto, o en pleno bosque oliendo la atmósfera viva del humus, o en el monte camuflada entre piedras, agazapada en espera hasta encontrar mi alimento espontáneo, o pasando el hambre digna, de los libres, escuchando las voces sopladas de todos los vientos posibles, descubriendo los temblores de alguien reptando junto a mí jadeando de amor.
Mientras aquí, alguien me tortura para sus juegos negros, esperando que muera un día para embalsamarme como a la pobre lechuza, o clavetear mi piel como adorno en sus paredes, convertida en un miserable trofeo.
Lo miré: era él, era encantamiento. Era poder de dominio. Quería mi sumisión completa. La mía también.
Había que llenar el cerebro, rápido.
Me vio levantar los ojos, mirar las cosas. Me vio enumerar. Primero lo que pendulaba sobre nosotros: un turíbulo del que salían volutas de perfume: mirra y estoraque. Muy cerca, colgaba una planta carnívora. Tenía que seguir llenando el cerebro con cosas. Enumerar. Los estantes con libros polvorientos, grandes, misteriosos libros voluminosos como guías telefónicas, viejos, amarillentos. La lechuza embalsamada que me miraba con ojos sorprendidos. Un globo terráqueo que en vez de tener cáscara lisa, era hueco de hierro forjado con formas de serpientes y monstruos marinos. Enumerar. Rápido. Salir del encantamiento. El winco seguía hendiendo el aire con su música mántrica. La pila desordenadas de cassettes, un grabador, un equipo de audio, todo polvoriento, alambiques, retortas, muchas plantas secas agrupadas en las paredes, frascos con etiquetas, una calavera, un televisor, un video, gruesas cadenas negras colgadas de un gancho, un par de esposas, una puerta entreabierta.
Enumerar.
Me vio enumerar. Se volvió normal. Primero tomó la tapa de la canasta y con ella empujó a la serpiente hacia abajo. El disco terminó de sonar. Se levantó y lo sacó.
Sucedió un momento de silencio en la habitación. Desde muy cerca llegaron los ruidos de la calle, voces, bocinas, que antes no había escuchado.
Lentamente se sacó el turbante. Se arrodilló frente a mí sin mirarme. Lo dejó sobre el piso a un costado. Levantó la canasta y se puso de pie cuando yo me ponía de pié, siempre sin mirarme. Llevó a la pequeña a su lugar. Se quitó la túnica y la colgó en el perchero. Antes de regresar al centro de la habitación, encendió todas las luces. Pateó al pasar el turbante a un rincón. Se tiró sobre un sillón hamaca de espaldas a mí. Dejó caer la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados.
Recogí mi echarpe, mi piloto.

Al pasar, quité la tapa de la canasta.

No sé si me vio salir. Afuera, el olor de la calle reavivó mi sed. Las bocinas, las pisadas, los negocios, las luces, las voces.
Desde el otro lado de la puerta, lo escuché colocar una cassette, trac trac, rew, stop, play, había comenzado a llover, el sonido del grabador subió y subió, Steve Vai me pareció. El muy farsante.
Levanté la cabeza hacia el cielo y tragué las primeras gotas llenas de tierra. Llegué a casa sin aire. La ducha nunca terminaba de lavarme, mientras me repetía furiosa: prefiero el desierto, prefiero el desierto.
Mañana pido una escalera al vecino y bajo ese libro que todavía no leí, ese libro sobre sexo que todavía no leí.


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06:43 PM, 16/2/2012 .. Publicado por Lamine
Informacion Bitacoras.com Valora en Bitacoras.com: Varios atosceps de Source Code/8 Minutos Antes de Morir pesan en la balanza a favor, pero tambien en contra. Por empezar, tiene un argumento elaborado con varias vueltas de tuerca y buen suspenso, que se adentra en un terreno ..

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