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Arte del presente y elogio de la lectura. Sobre De piedra o de fuego, de Pablo Dema

01:50 PM, 14/8/2010 .. Publicado en Comentario de libros .. 0 comentarios .. Link

En el “Epílogo”, Pablo Dema expone las intenciones que lo llevaron a escribir De piedra o de fuego. La medular no es otra que la de ocuparse de un hecho criminal que tuvo lugar en Río Cuarto. El 16 de septiembre de 1987 ocurrió lo que la prensa de la época y la vox populi denominaron “masacre del Banco Popular Financiero”. Con el móvil aparente de sustraer una suma de dinero de la institución bancaria, el policía que oficiaba de custodia disparó contra siete de los empleados, uno de ellos sobrevivió milagrosamente y su testimonio sirvió de prueba para que un tribunal encontrara al custodio culpable de homicidio múltiple y lo condenara a prisión perpetua.  Veinte años más tarde, el homicida está a punto de salir de prisión bajo el régimen de libertad condicional.

Pero antes que la reconstrucción certera del suceso, a Dema le interesa la pervivencia del mismo en el seno, tan hospitalario como difuso, de la memoria colectiva de los riocuartenses y también las repercusiones, más oscuras e inexplicablemente íntimas, del suceso en el inventario de sus recuerdos personales. Un punto enigmático persiste en el corazón del brutal acontecimiento, un agujero por donde se cuelan la incertidumbre, la suspicacia y el rumor popular. Al bisbiseo de ese viento –que desacomoda el registro urgente de las crónicas periodísticas y eriza la piel endurecida de los expedientes judiciales- se pliega (es decir: se adhiere y liga) De piedra o de fuego. Por eso es -como Dema aclara, sin temor a la redundancia- una ficción.

Aunque supone la existencia de un hecho atroz, aunque en su decurso se despliega una pesquisa respecto de lo ocurrido y en la narración se incrustan segmentos de un discurso técnico, la novela toma distancia de los protocolos de la “no ficción”, un género que combina la lógica de dos formatos narrativos de consumo masivo: el periodismo de investigación y la novela policial.  

De piedra o de fuego trabaja en el borde exterior de ese género para volver, fugándose de sus pretensiones de verdad documentada y de su moral investida por la denuncia y el alegato redentores, después de un largo y sinuoso rodeo, que implica nada menos que el transcurrir y la metamorfosis de la novela como forma literaria, al postulado aristotélico de la ficción en tanto que una mimesis de acciones humanas conforme el régimen de lo verosímil o lo necesario.

De allí que, siempre en el mencionado “Epílogo”, el autor remarque con cursivas, y en más de una ocasión, el verbo imaginar. Imaginó los personajes; imaginó las opiniones de testigos. Imaginó, no para desentenderse de las obligaciones y responsabilidades cívicas que implica un crimen masivo cuyo esclarecimiento despierta recelos todavía, sino para asumir a pleno el compromiso y la competencia que la ficción exige: la invención de un mundo que se erige, autónomo, paradojal, contingente, sobre los vestigios y los fragmentos de lo real.

En esta sección conclusiva de la novela, el autor invita e incluso desafía a los lectores a que consideren De piedra o de fuego como una novela, una narración de corte preponderantemente imaginario, un objeto artístico que produce una verdad irreductible al orden de otros saberes y que procura ser gozada, entendida y apreciada en tanto que tal.

Decía Nabokov, en la nota que introduce sus célebres Lecciones de literatura: “Aunque parezca extraño, los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un relector.” Si nos permitimos, entonces, leer De piedra o de fuego como una ficción, recién cuando recorramos por segunda vez sus páginas habrá de subyugarnos su textura interna, el andamiaje compositivo, esas cuatro series que la surcan paralelamente y que debemos entretejer no sólo para descubrir una intriga y postular una totalidad que engarce sus líneas discursivas en principio disímiles, sino sobre todo para reconocer y disfrutar de las sutiles analogías que las emparientan y de los pormenores tenues que las distancian.

En el transcurso del acto de lectura la historia se va armando ante los ojos y la mente del lector, el que se convierte en el actor central de su proceso de construcción. Porque De piedra o de fuego vuelve a la lectura una experiencia auténticamente creativa en la medida en que la escritura se ha efectuado, antes, como un arte del escamoteo y la alusión. Obra maestra de la elipsis y de las preguntas irresueltas, esta novela explota al máximo la ética de que la ficción es incertidumbre y perplejidad, un propulsor de interrogantes que esquivan las respuestas categóricas y de aseveraciones acechadas por el fantasma corrosivo de la paradoja.

Renunciaremos, así, a la ansiedad de obtener información novedosa acerca del caso (datos que difieran de los que constan en los expedientes judiciales y en las crónicas de la época o que provengan de fuentes y testigos inconsultos) y, encandilados por el sortilegio de una retícula decididamente abierta, asistiremos a una aventura del entendimiento en cuyo decurso se entremezclan la evocación sentimental ligada a la memoria afectiva  y los recuerdos deshilachados y fluctuantes que persisten en la memoria popular.

Impulsada por la voluntad de preguntarse qué lleva a un individuo común y corriente a cometer un asesinato masivo –bajo la interrogación de si se es por naturaleza un criminal despiadado y gélido o si el acto mismo de cercenar vidas sin una motivación razonable transforma a quien lo ejecuta, automáticamente, en un monstruo irredimible- De piedra o de fuego narra la génesis y el avance de una demanda cognitiva que se torna una obsesión; el relato discontinuo de ese anhelo perturbador, ya que no alcanza una satisfacción convincente, le dan el impulso de una investigación que, revestida de la asepsia propia a un estudio sobre la personalidad psicopática, muda en un viaje tenebroso al corazón de las tinieblas.

De los tres momentos clave de tal proceso dan cuenta las tres secciones principales del texto (las que lacónicamente se denominan “Principio”, “Medio” y “Fin”) y los catorce “Folios” que se insertan a lo largo de la historia. Si estos últimos se presentan como transcripciones directas de informes científicos, aquéllos relatan el lapso que lleva al investigador a obsesionarse con el responsable del crimen.  De piedra o de fuego convoca los discursos de la psiquiatría y la criminalística para mostrar no sólo los prejuicios sociales y morales que los sustentan sino, y muy especialmente, para exhibir la inoperancia de los mismos cuando se trata de remarcar la línea que divide a la normalidad de la locura.

Hacia el íntimo vórtice de ese infierno va y nos sumerge la novela, mientras realiza una aniquilación paulatina de los saberes que se postulan como representaciones soberanas y absolutas de la naturaleza humana. De piedra o de fuego explora lo inexplicable del instinto criminal, lo impenetrable de la demencia, el sinsentido con que ciertos actos atroces y abominables hacen de lo humano un cúmulo de extrañeza y desasosiego. 

En “Fin”, el narrador protagonista confiesa una revelación arraigada en el fulgor insistente de un recuerdo personal que remite a un episodio de su infancia. El mismo día cuando mataba a un gorrión de un hondazo y derribaba un nido con sus pichones indefensos, en una ciudad desconocida para él un oscuro policía mataba a seis personas. Esa mañana de septiembre  -que parecía el adelanto de la primavera y fue un arrebato lluvioso del invierno terco- se constituye en el escenario de una coincidencia determinante.

En el  umbral de su culminación, la novela nos entrega esta epifanía lúcida y desalentadora: “A partir de ese día, he sentido que cualquier aberración puede suceder y que esa aberración, sea cual fuere, puede imputárseme y puede pasar que yo no entienda porqué la cometí, que me resulte incomprensible haberlo hecho, que me pare sobre la certeza de ser incapaz de hacer una cosa así para admitir, sin embargo, que sí lo hice. Que entre mí, el causante, y esa aberración cometida, hay una continuidad y que una es explicación de la otra de la otra pero que en medio de los dos hechos subsiste, sin embargo una bisagra que unió dos cosas por un instante y que luego estalló por los aires para separarlas definitivamente.”  Antes que una justificación compensatoria, que un cierre ecuánime, De piedra o de fuego trabaja con las grietas del sentido, con lo que se sale de quicio, con lo que estalla intempestivo e irrumpe sin antecedentes inmediatos y con efectos demoledores.

Ficción que se adentra en el absurdo de la locura y por esa vía en la evidencia obscena e insondable del mal, que desmantela sin estridencias la potestad del discurso médico con sus jerarquías, exclusiones y diagnósticos punitivos, que testea, mediante la fórmula del “yo me acuerdo”, pronunciada por voces de personajes anónimos conforme el léxico y la sintaxis del coloquio oral, las fidelidades y las inconsistencias de la memoria colectiva, es, asimismo, la novela sobre las víctimas.

Y, como tal, retrata en movimiento a un conjunto de personas que se despiertan para ir al trabajo desconociendo por completo que a escasos minutos de su salida los aguarda más inesperada que nunca la muerte, la propia, la de cada uno. En catorce capítulos muy breves, De piedra o de fuego resume la íntegra complejidad de sus respectivas vidas y, resaltando el reverso interno de unas existencias uniformadas por las obligaciones laborales, complica al lector en una maraña de sueños y pesadillas, de deseos reprimidos y anhelos postergados, de frustraciones consuetudinarias y propósitos rebeldes. Construye una mirada justa, resultante de una posición enunciativa que se asoma y penetra en la intimidad de sus personajes y que a la vez se distancia de la moraleja sentimental y de la tentación de convertirlos en tipos socialmente representativos.

De entrada, en los primeros siete capítulos sobre las víctimas inminentes, un narrador en primera persona –que no es ninguno de los personajes- toma la palabra y con amable ironía, deslinda el terreno en el que se ubican los episodios que narrará a continuación. Le habla al lector y lo induce a adentrarse en el ámbito pululante y particular de la ficción; no se trata de un ingreso a la realidad sino de una incursión por el plexo indefinido de un mundo que se abre y que, mientras va adquiriendo consistencia y nitidez, convoca a los sentidos, a las percepciones, a la empatía emocional.

La ficción cobra presencia, y con ella los personajes y los lectores. En consonancia con el acápite de Fredric Jameson que encabeza el texto, De piedra o de fuego se atreve a narrar el presente, sus intervalos fugaces y definitivos, su advenimiento puntual y sus interrupciones bruscas, su vibración repentina y su dispersión contigua. Y lo hace con la morosidad pertinaz de una mirada que captura el movimiento de un fenómeno que al instante de manifestarse como tal comienza ya a evaporarse.

Es el mundo de la experiencia vivida del que hablaba Merlau Ponty traspuesto a una artesanía de la simultaneidad. Serge Daney afirmaba que el cine es el arte del presente, no de los monumentos sino de los pasos erráticos con que los seres humanos recorren el camino azaroso de sus vidas; como si fueran los fotogramas de un film cuyo montaje final (aunque provisorio) tendrán que efectuar los lectores,  De piedra o de fuego  se hace cargo de que el horizonte último de la narrativa es la experiencia humana el tiempo, la historicidad maravillosa y trágicamente urdida por el flujo ciego que aúna lo accidental, lo mudable y lo precario.

Hay algo que la novela muestra sin designar y que fascina porque posee la entidad de lo ausente. No deja de ser curioso que, a pesar de que el fallo de la justicia no haya convencido a nadie, falten conmemoraciones públicas de la masacre, rituales que comprometan a la comunidad toda y que extraigan el suceso de la esfera familiar donde rige la aflicción exclusiva de los deudos. De recordarnos ese olvido, una mancha de amnesia en el tejido social, se ocupa De piedra o de fuego.

Nabokov decía que, además de ejercitarse en el apostolado de la relectura, un buen lector debe fijarse en los detalles y acariciarlos y huir de las generalizaciones apuradas. Para ese lector, De piedra o de fuego incorpora un mundo a éste, un universo donde la nominación precisa es menos una apoteosis del realismo que la propuesta a escuchar los rumores de la lengua hablada, su vocabulario y su ritmo, un discurrir en cuyo movimiento se entreveran las repeticiones de palabras, el chiste surgido del doble sentido y la cadencia pícara de un rumor plebeyo, esa música de la dicción que la escritura de Dema simula reproducir con extraordinaria naturalidad.

Porque sus criaturas hablan, consigo mismas o con otras. Y Dema ama a los personajes de sus ficciones, adora la fresca y sencilla singularidad que los hace humanos en demasía, un manojo de ilusiones, dolor y finitud.

 

 

José Di Marco

Julio 2010

 

 


NOTAS

  1. Pablo Dema nació en General Cabrera en 1979 y reside en Río Cuarto desde 1998. Ha publicado dos libros de cuentos: Fotos (2005) y Si nada permanece (2007), y en breve será editado Hoteles, su tercer libro de relatos. De piedra o de fuego es su primera novela, la que obtuvo por unanimidad el primer premio en el “1º Concurso Literario para Escritores Riocuartenses ‘Premio Ciudad de Río Cuarto’” en la categoría novela inédita. La misma fue editada en octubre de 2009 por la Editorial de la UNRC.
  2. El texto de Vladimir Nabokov del que se sacan un par de citas se titula “Buenos lectores y buenos escritores” e introduce sus Lecciones de literatura (Emecé Editores, Buenos Aires, 1984, págs. 25 – 32. Traducción de Francisco Torres Oliver). La mención al mundo de la experiencia vital remite a las conferencias de Merleau-Ponty: El mundo de la percepción. Siete conferencias (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008. Edición y notas por Stéphanie Ménasé, traducción de Víctor Goldstein). Serge Daney caracteriza al cine como un arte del presente en las entrevistas que forman parte de Perseverancia. Reflexiones sobre el cine (Ediciones El Amante, Buenos Aires, 1998. Traducción de Mauricio Martínez Cavard y María Valeria Battista).

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