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Vidas rotas, de María Virginia Emma. Editorial Cartografías. 2010. 150 págs.

06:26 PM, 2/10/2010 .. Publicado en Comentario de libros .. 0 comentarios .. Link

En muy pocas ocasiones vi a Juan Floriani. Una de las últimas veces presentaba un libro del médico Nyls Volmaro. Recuerdo que Floriani hizo una larga nómina de escritores médicos y también de escritores abogados. Terminó mencionando, por su puesto, a la gran figura literaria de Río Cuarto (Juan Filloy), que era juez. Me llamó mucho la atención esa relación que hacía Floriani; según él, el médico y el juez, cuando escriben, necesariamente dejan en evidencia un saber adquirido en el trato cotidiano con la “condición humana”, según las palabras de Floriani. Uno podría pensar que todos estamos todo el tiempo relacionándonos con personas y, por ende, con la condición humana, signifique lo que significare esto para Floriani. Sin embargo, aquí se trataría de algo distinto. Al parecer, el trato con el que sufre físicamente, con el que enfrenta una condena por la comisión de un delito, enseña o comunica algo sobre la conducta humana que es cualitativamente distinto a lo que enseña un individuo en una situación ordinaria. Qué nos enseña sobre la vida el moribundo, qué nos dice sobre la conducta humana el condenado, el presidiario, qué aprenden del trato con ellos los médicos y los jueces, qué ponen de ese saber en sus escritos. Una forma posible, entra tantas, de ingresar en la novela Vidas rotas puede realizarse a partir de estas preguntas.

 

Sin embargo, estas conjeturas sobre lo que se puede esperar de la novela de una persona de leyes y las ideas sobre la verdad y la justicia que de ella se desprenden se esfuman ni bien el lector se sumerge en la lectura. Porque lo primero que tenemos es el impacto de una escritura que retiene toda nuestra atención, que genera una total atracción sobre sí misma y que se impone por su potencia y su arraigo en lo sensorial. Ni bien se inicia la “Primera parte” nos encontramos con la humedad de un desfiladero, hundiéndonos en un lodo asfixiante, oyendo el crujido de unos guijarros clavándose en la piel, viendo una manta blanca flotando como una medusa en una agua tinta, viendo un pájaro rojo en la frente de una criatura sangrante dentro de la pesadilla de un hombre que despierta en un penal, en la Patagonia, y que está por salir aunque no sabe hacia dónde. Este inicio define un tono y una impronta, nada de abstracciones ni de perfiles generales sino la fuerza y la precisión arrolladora de un lenguaje lanzado sobre la singularidad de un personaje y un espacio concretos que iremos descubriendo junto a él. Ramón Rosario Venarés se llama el hombre y lo que conocemos de él, además de algunos destellos pesadillescos de su pasado, es que el mar hacia el que corre apenas sale bien podría ser una figuración de la libertad repentina que lo maravilla y lo anonada. Con él nos iremos sin rumbo, sin saber, como tampoco él lo sabe, si le conviene o no seguirle los pasos a esa mujer risueña que lo aborda en el colectivo que se toma por razones que no quedan muy claras. Esta primera sección de la novela es deliciosa. Se despliega en ella la historia y la prehistoria de una familia sin hombres pero que vive del trato con ellos; además está el arco del deseo tensado por la gracia entrañable de Carlina lanzada hacia Venarés; vemos el candor y la clara inocencia de una tonta; los prejuicios de un pueblo chico;  el telón de fondo de la economía del sur del país que moviliza a los trabajadores en función de la cosecha de manzana y de la pesca.

Se cierra esta “Primera parte” pero ya están las cartas echadas. El acápite que precede a la novela puede leerse como una declaración de la voz autoral. Me recuerda al magnífico cuento de Salinger que declara que se ocupará de la sordidez; en este caso se nos advierte de la mano de Andrea Dworkind que en este libro hay una preferencia por los “desgarros mal cosidos”, es decir por atender a aquello que supura de las antiguas heridas.  En remotos dolores está la clave y hacia ellos tornará nuestro héroe.

Uno de los puntos destacados de esta novela es el trabajo con los lugares y, en la “Segunda parte”, me animaría a decir que la ciudad en la que estamos esta noche es un personaje más. Sobre todo la zona del Boulevard Roca, con sus construcciones antiguas, sus árboles, la estación de trenes al final; pero también el puente, la catedral como telón de fondo para una escena memorable donde una mujer desesperada disfruta de sus dos minutos de gloria bajo un farol en la niebla. Borges, César Fernández Moreno, Saer, Arlt, Filloy mismo, todos los escritores admirados nos entregan en algún momento una imagen de sus ciudades que a la vez que las homenajea las personaliza. En un gesto de apropiación artístico, las sustraen de la impersonalidad con la que aparecen en la enciclopedia o en el mapa y las tiñen de la singularidad de una visión propia al situar en ellas sus personajes. De Río Cuarto el viajero ve, más que nada, el centro, es decir torres de departamentos, negocios de ropa y muchos autos  apiñados cerca de la plaza Roca. El televidente de cualquier parte del país, porque cuando hay un crimen que vende todos se movilizan, ve las fachadas de las casas de los barrios cerrados y la del edificio de tribunales. Eso es Río Cuarto, el alto poder adquisitivo traducido en objetos caros que se exhiben. Pero el lector de Vidas rotas se encuentra con la arquitectura centenaria de los edificios de dos plantas del Boulevard, con casas de pensión baratas, con un suburbio que lleva a lugares donde cierta gente puede ir a comprar una chica para que trabaje en un burdel. Así, la ciudad que aparece, y la gente que la habita, se sustrae de la imagen cristalizada y falsa (o por lo menos simplificada) que el foráneo se hace de ella y que cierta franja de los locales quiere ofrecer. La literatura, así, hace su trabajo, da a ver lo que el sentido común oculta, muestra la cara oscura de los brillos del centro, a saber: el prostíbulo y sus clientes, la trata de personas, la corrupción, el crimen cometido casi en la puerta de una escuela donde nadie ve nada. Los hilos de este universo serán tejidos en la novela por una serie de personajes: Carreras y sus sicarios; ese personaje inolvidable que es el señor Sun, especie de mayordomo, sastre y secreto sostén espiritual de las mujeres que trabajan en el cabaret; Miranda, el travesti experto en imagen; el profesor de letras que asiste con regularidad al prostíbulo; Petrona Lagos, la señora que llega del sur buscando a su ahijada; y, en el centro, la ahijada misma, la máxima heroína, Gloria Pimentel. Veremos entonces el movimiento de este local nocturno, siempre a medio camino entre el pintoresquismo y la sordidez insoportable, y al mismo tiempo un doble movimiento al interior de Gloria. Por un lado, retazos del pasado (la infancia en el sur, la orfandad, la huida hacia el centro), por otro, la lenta preparación interna de un salto hacia un futuro distinto. El segundo capítulo capta este momento crucial de gran tensión: cae la gota que rebalsa el vaso, aparece alguien que le cubre las espaldas a Gloria. La jaula en la que ella está la asfixia y ni siquiera es de oro.

Un crimen particularmente grave permite que en la “Tercera parte” que haga su entrada la voz y el cuerpo del tercer personaje, el jefe de policía. A través de sus pesquisas y conjeturas, de su aquilatada experiencia y de su eficacia melancólica, se irán uniendo los hilos de estas vidas rotas, de los recorridos de Venarés, Gloria y Petrona, seres cuyos trayectos vitales se han cruzado en el pasado y se reúnen después de dos décadas. Pero a la vez que el policía Serpez realiza su tarea, se cumple el balance de la propia vida porque este hombre está a punto de retirarse de la fuerza. Esta tercera parte entonces se presenta como un largo soliloquio en el que el policía dialoga consigo mismo y sus fantasmas, investiga pero ya un poco ajeno a todo puesto que el uniforme que lleva muy pronto será un traje en desuso. Dice en un momento el policía: “esa mañana me pareció que el uniforme dejaba de ser mi piel y se parecía cada vez más a una prenda ajena, a un disfraz. Te estás yendo Serpez, ¿te reconocerás cuando estés desnudo?” Paradójicamente, en el momento de máxima experiencia Serpez se enfrenta a un caso singular, a una situación que lo desacomoda. Primero por el impacto que le produce Gloria, el reflejo traslúcido de su cuerpo visto en el vidrio de la ventana, su mirada que lo traspasa y lo desarma. Luego, la conducta de Venarés que parece mentir y al mismo tiempo decir una verdad tan profunda que no se puede entender del todo. Hay un objeto, una medalla con una fecha y un nombre que pasa de mano en mano, que parece encerrar en sí la clave de un misterio que desvela a Serpez pero que no interesa a los funcionarios judiciales, conformes con cerrar el caso cuando ya se tiene un relato coherente y a un culpable. Así la verdad de los hechos y la justicia se separan aunque el conocimiento de la primera debería ser la condición para que se cumpla la segunda. Dice el policía: “La justicia es una mano que devela, solitaria, una forma de verdad”.  Si devela una forma de verdad quiere decir que hay otras, acaso muchas, o, por qué no, ninguna verdad cabal. Pienso que Venarés es un doble masculino de Emma Zunz, la criatura borgeana que construye un relato para la burocracia judicial acorde a una verdad personal pero falseando los hechos. Dijimos al principio que esta novela se puede poner en la serie de los libros escritos por los abogados y los jueces; le queda al lector dilucidar qué sabe el que dicta justicia, qué no sabe y cómo transforma esta ambivalencia en una novela memorable.

                                                                                              Pablo Dema


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