Aparecidas
Aparecidas
(selección de poemas de María Calviño)
templo vacío
Los dioses de mi padre no podrán
ver el sol.
(Yo les ofrezco
el viento deshilando el arenal
-como deshila en verano las tardes
la lluvia-,
y cavidades que deja en la playa
un cuerpo que el sueño arrebata.)
En este mar de arena busco un templo
vacío para los ídolos ciegos,
con el canto silente de la noche
que desgrana su plegaria en la sombra
y deshace las últimas vendas de la luz...
Bajo la cúpula del cielo,
que sostienen apenas las estrellas,
el horizonte en ruinas
es todo cuanto alcanzo a descubrir
del mundo: un blanco
ante el cual tensa su arco
la memoria;
el tiempo se posa en las cuencas selladas
de los dioses dormidos.
entreacto de Ofelia
Enhebro entre los dedos agujitas
de romero todo el tiempo,
pero sólo puedo recordar letras
de rondas, canciones para cantar
en días de fiesta y cuando la piel
tiene el perfume de estas flores
azules, sigo sin recordar nada.
¿Habría sido como cuando encuentra,
al fin, el río su cauce, dejando
atrás el puente y los sauzales,
o nada más que un golpe seco
contra el cuerpo tenso?
Nadie me pregunta,
no me habla nadie
porque mis palabras
no dicen nada.
Aunque si me acordara,
si alguna flor azul pudiera
recobrarte, quizás repetirían
que estás loco, y que nadie
encuentra su camino
mirándose en los ojos de alguien más.
[página suelta del diario
de Raquel]
“Y ya que te ibas, porque tenías deseo de
la casa de tu padre, ¿porqué
me hurtaste mis dioses?”
Gén.31;30.
¿Acaso también mi hermana
creía en ellos (en los dioses
de mi padre), y ahora piensa
como él que en dos veces siete años
no hubo tiempo suficiente
para dudar de todo?
Si no se parecen a los hombres,
ni tienen los ojos abiertos,
y hasta podrían ser vaciados
de bronce de poco valor.
Yo no soy torpe con las manos,
los envolví en lienzos limpios
y viajaron conmigo entre las piernas.
Andar por aquel desierto al paso
no fue ninguna pesadilla,
ni por las noches más heladas.
Y hubiera creído en ellos yo también
si no nos hubieras seguido, padre;
empecinado en desconfiar
de lo invisible.
2x4
La vida arrecia,
nos conocimos hace tanto
igual que en el tango
el fuelle de esta sola noche
desvanece todas las demás
y qué chiquita, remota y pálida
era la luna.
cuando Lot llegó a Zoar
Mujer de sal,
toda la sal del mar
detenida
en el humo
que subía de la tierra
como el humo de un horno.
La ciudad encendió el fuego
desde cada uno de sus días
y sus noches:
un único racimo incandescente
en la memoria.
La sal de los pies de la mujer
se hundió en cenizas.
Lejos
de su cuerpo
la luz de la mañana
recibió un nuevo huésped,
y el sol salía
otra vez sobre la tierra.
Círculo de sombra, de Mary Calviño
CÍRCULO DE SOMBRA –poemas-, de María Calviño.
Ediciones del Tarco, 1993; 35 p.
Aunque no se trate de una poesía confesional, los poemas que componen Círculo de sombra son, sin embargo, expresión de un yo lírico que no se enmascara en las formas impersonales aunque su manera de ser se nos va insinuando sin aparecer nunca con total nitidez. Este sujeto poético en general se presenta primeramente como observador de las diversas formas y texturas de los objetos que percibe. El humo, el agua de un río, la luz que declina y la “lágrima de sol” que se ve a través del vidrio, una mano, “unos dedos como alas” que llegan de un sueño, una lengua de fuego, la llovizna, un pez, un patio descuidado. Toda la materialidad de lo real es registrada por el sujeto poético pero no para hacer un catálogo sino como preludio o disparador de la expresión de una disposición anímica. Lo exterior que se percibe poco a poco se va fundiendo con un discurso íntimo que a menudo deja paso a la expresión de un sentimiento o dispara una reflexión. Así por ejemplo en “La espera” leemos: “vemos los tallos/ que tiemblan al caer/ y una última luz que se demora nos distrae. /Pero ninguno ha vuelto”. Pasamos de la observación de la luz y de los tallos trémulos a la expresión de un estado anímico que tiene que ver con la ausencia. Un movimiento análogo aparece en “Río abajo”: “El río, las ondas/ De muros helados/ se pierden bajo el puente que cruzo/ A medianoche. Vuelvo/ De aquello que tu amor recobra”. Aquí el yo lírico describe un recorrido y va dando cuenta de los objetos que percibe, pero paulatinamente, mediante la inclusión de la primera (“cruzo”) y de la segunda persona (“aquello que tu amor recobra”) todo ese ambiente se tiñe de la subjetividad del caminante para ser una imagen de su interioridad tendida hacia el otro. Reaparecerá también esa tensión del yo presente hacia un tú faltante en “Entrelíneas de Walter de la Mare”: “Cada cosa en la casa/ es eco de la voz ausente”. De nuevo aquí los objetos tangibles son un resaltador de lo que falta y se añora.
Pero este yo lírico jamás se expone totalmente, nunca da de sí mismo una imagen rotunda ni absoluta pero tampoco cesa de transmitir en los sucesivos poemas aspectos de su modo de ser y estar en un instante. Cuando no prima el aspecto emotivo, como en los poemas citados, prepondera el reflexivo, como en el caso del brevísimo y fulgurante poema titulado “El pez”: “¿Por qué quise,/ con la mano en el agua, traerlo/ al aire? Nada en el aire/ le pertenece al pez”. Un gesto casual, la visión de un pez en el agua y el intento de capturarlo, dispara esa suerte de aforismo. Como eco y síntesis de un extenso poema de Elizabeth Bishop, este texto habla a su vez de una filiación de la poética de María Calviño con la tradición anglosajona (tenemos también un acápite de Wallace Stevens al comienzo del poemario y la mención de un autor casi secreto como De la Mare) y de una extrema sensibilidad ante cualquier forma de violencia. Lastima aquí al yo lírico la mera posibilidad de sentirse partícipe de un hecho que, aún en su aparente nimiedad, es brutal en la medida en que interrumpe la imagen armónica del ser que vive en su elemento. Este sujeto enunciativo en extremo sensible reafirma esa actitud al mostrarse muy a menudo vacilante, dubitativo, inseguro. La estrategia para producir ese efecto es la pregunta: “¿Veremos un día despejarse las cimas/ De estos montes oscuros?”, leemos en “Diluvio”. “Yo dibujo/ una red de pasos, ¿Te atrapará/ Mi danza?”, en “Salomé”. “¿Quién volverá a dibujar en el vapor/ Del vidrio la ciudad?”, en “Escorzo” y también la pregunta de “El pez”. El que interroga y se interroga, el que está en estado de incertidumbre, compone de sí una imagen de la fragilidad y de la indefensión.
Este mismo yo que no sabe, este yo que pregunta y evoca a los ausentes es el adulto que añora el tiempo de la infancia perdida aunque no por completo. Porque si bien es cierto que, como se nos dice en “Patio”, “Nada de magia/ queda/ para los ojos crecidos”, el arte de María Calviño es tan sutil como para que no sea legítimo tomar esta afirmación (atada a una circunstancia puntual) como una verdad válida para todos los contextos en los que el yo se halla y habla. La “luz de los inviernos de la infancia” mencionada en “Río abajo”, ¿está completamente perdida o es lícito pensar que se recobra mediante la memoria y el retorno a ciertos lugares? Y más aún, en “Entrelíneas…” se presenta un deber hacer que se soslaya justificado en una actitud “infantil” según la cual prima el deseo y no la convención social. Dice la estrofa: “Si alguien llama a la puerta/ De esta sala vacía, / Los oyentes, nosotros,/ deberíamos atender/ como puntuales huéspedes./ Pero una vez más dóciles/ a la imaginación/ de la infancia/ Invisibles/ Quedamos repitiendo/ La misma pregunta fugaz”. ¿No prima aquí, en el adulto, una actitud más atenta a la inmediatez de lo infantil que al deber ser del adulto? De todas maneras, aunque no afirmamos nada, sentimos siempre en estos textos que vamos demasiado lejos en la asignación de sentido. ¿Porque no se trata tan solo aquí de una danza de fantasmas de la memoria? ¿No son la sala, la puerta, el visitante que llama, meros significantes que no designan objetos sino que dan cuerpo a un sentimiento de pérdida? Nos quedan, como al yo lírico, las preguntas.
Aunque sólo hemos comentado algunos temas y algunos procedimientos utilizados en estos textos, lo que hay que decir es que ante todo los poemas se presentan como objetos que se sienten antes que como discursos que ponen ante el lector un significado preciso. Para volver sobre un texto ya citado: “Cada cosa en la casa/ es eco de la voz ausente”. El eco de la voz que se menciona es antes oído que comprendido: “cada”, “cosa”, “casa”. Hay a lo largo de todo el libro un trabajo formal que sin recurrir nunca a la rima ni a la regularidad métrica es delicadamente eufónico. Hay un uso magistral de la aliteración que se ve, además de en el poema recién citado, también, por ejemplo, en “Patio”: “Es un páramo sin pájaros/ el patio de la casa”. Primero tenemos dos palabras esdrújulas que se suceden (idéntica en ambas palabras la primera sílaba y las mismas vocales en las dos restantes: páramo-pájaros); luego la repetición por tercera vez del sonido “pa” en “patio” y por último reaparece el sonido “a” tónico al final de la oración en la palabra “casa”. Entre cada sonido fuerte hay, regularmente, tres sílabas: “Es un páramo sin pájaros el patio de la casa. De este modo, sin apelar a una rima que sería fatigante para el oído actual, el poema nos llega ante todo como una porción sonora antes que semántica, más allá de que en la relectura se recupere el aspecto semántico. Igual sucede al final del mismo poema: “Abejas se lastiman en el estambre estéril”, donde la variación “estambre-estéril” y la repetición del sonido “s” presente en toda la frase nos llega antes que la imagen que se compone.
La de Círculo de sombra es una poesía que surge de una necesidad expresiva muy potente pero que sin embargo no cede ante la tentación de la llaneza y de la confesión; una poesía plenamente consciente de la materialidad del lenguaje y de su textura que sin embargo no se desbarranca en la pendiente del malabarismo fonético. Potente y contenida, sutil y delicada, se constituye a veces a partir de la evocación de otros discursos pero se sostiene a sí mima en su equilibrada belleza.
Pablo D.
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