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Presentación de Una música anterior, de José Di Marco. Editorial Recovecos. Córdoba. 2010.

06:11 PM, 4/11/2010 .. Publicado en Comentario de libros .. 0 comentarios .. Link

Un libro que hemos recorrido y al que volvemos reiteradamente, que nos acompaña como una esfera de luz en la memoria durante algunas semanas parece empezar a declinar y a extinguirse cuando lo sometemos al sacrifico del análisis y de la siempre fallida, innecesaria, explicación. Dudoso éxito depara la tarea de pre-sentarlo, de anteponerle a las palabras amorosamente dispuestas para formar un poemario (un objeto que vive por sí mismo y dura lo que no puede durar el texto que le sirve de marco), otras palabras. El umbral, nuestro texto, es lo que rápidamente se traspone para llegar al libro, esta casa de humo, ráfagas y sombras, inmaterial pero misteriosamente durable. Pero antes, unos momentos en el umbral, porque así lo dicta una antigua convención que su razón de ser tendrá, y que tiene en este caso su origen en la generosa amistad de su autor, en la inocencia y en el optimismo de creer que algo puede ganar su libro al darnos la palabra a nosotros, a mí, que tantas cosas y no sólo palabras le debo.

Un hilo, un camino posible para recorrer este libro podría para mí formularse así, a modo de hipótesis de lectura: desde el vacío una voz dotada de un instrumento insuficiente se lanza sobre un espacio derruido, inestable, efímero. O, dicho de otro modo: una conciencia que no hace pie comprueba que el lenguaje fracasa el dirigirse hacia un mundo que es la ruina de sí mismo. La figura que sostiene y liga a este sujeto vaciado con un mundo inestable por medio de un lenguaje errático es simplemente alguien, un él, un personaje que es el doble de una subjetividad que está en el origen pero permanece ausente. Excepcionalmente aparece una primera persona, en los dos últimos poemas nombrados como un regalo final, un “bonus track”, como en los discos que tienen una sorpresa un poco corrida del cuerpo de la obra. Allí tenemos un poema en el que se cuenta una anécdota que rememora una cena en la que un poeta le pregunta a otro por el secreto de su arte. La respuesta es digna del boedismo zen que practica este poeta: “No tomarse en serio a la literatura y ser un lector de la propia obra”. En el otro poema una invocación amorosa se introduce a partir de la idea del eterno retorno. Por supuesto que no se cree en la circularidad del tiempo, sin embargo, el que habla primero invoca a Nietzsche y tímidamente aparece desdoblado en una segunda persona: “Digamos que ya estuviste aquí” (…) “Ya te abandonaron, pero igual duele”. Sobre el final del poema, después de sugerir la añoranza de una intimidad compartida a partir de alusión al poema de las cerezas del desayuno de W. C. Williams, el personaje se expone, aparece en primera persona integrado a la ausente en una pregunta que es un llamado. “Si todo se repite sin remedio,/¿el amor también regresará/para unirnos de nuevo, por primera vez?”

En los demás textos del libro está “el personaje” nombrado de diversas maneras: “el que no aprendió a escandir su nombre”, se lo llama; “el que en alcohol unta su lengua”, “el que escribe en el alcohol”, “el que supura derrota”, “el que equivocándose vive”. Sin nombre, sin hacer pie en un marco social ni en ambientes concretos, aparece una y otra vez la mención al personaje que se define por la incapacidad: para cumplir su rol como hijo ante el padre moribundo, para cumplir con su rol como profesor ante un auditorio inane y, más profundamente, para nombrarse y para nombrar el mundo. Ya en el primer poema se apela, mediante una alusión el poema de Rimbaud, al tópico del extravío: “Resaca turbia, agua pesada,/ donde el barco del ebrio boya”. Y en otros poemas, el que escribe no sólo aparece obnubilado por el alcohol sino que directamente trastabilla tras una suerte de escritura automática y ebria que lo precede: “Lo que el alcohol escribe zigzaguea/ y el que su huella sigue/ a cada paso mental tropieza…”. Así este personaje queda definido paradójicamente: es un ser pasivo, vencido, incapaz, extraviado; pero a la vez, en la medida en que existe, que vive, escribe, practica el arte de la poesía y no puede dejar de hacerlo. “Vivir, escribir”, se nos dice en un poema, como si la existencia y la escritura fueran dos afecciones sincronizadas y superpuestas. ¿Escribir sobre qué? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué resultados? Esta escritura conduce a lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado. Esa sentencia, esa advertencia de Alejandra Pizarnik preside el libro a manera de epígrafe. Sin embargo, como en cierto poema de Gelman en el que el poeta se sienta a la mesa y escribe a pesar de que sabe que no puede esperar nada de ese acto, aquí también se escribe, o, mejor dicho, se habla “con los muertos”, según se nos adelanta mediante una cita de Jorge Teillier en el primer apartado del libro titulado “Los ausentes”.

Más que un acto voluntario, la escritura es el resultado de una rendición, de una pasión: “el que en alcohol unta su lengua/ deja/ que la memoria lo ciña/ como una hiedra tensa”, se nos dice. Y además “anota” (…) “estallidos que del pasado vienen/ a mostrarle/ la raíz de su desgarro”. No es el caso de una escritura fruto de un deseo sino de la notación de aquello que adviene; como si se tratara de cumplir la condena que impone una memoria involuntaria, estas “astillas/ de una música anterior que se disgrega” vienen al presente como el líquido a la superficie de la piel de una herida que supura. No se trata nunca de una escritura artística, de la obra de un poeta, sino del reflejo fisiológico de un desesperado que, de no ser porque las heridas son antiguas y sus efectos están mitigados por el alcohol, adquiría la forma de un alarido. Se lo dice claro en la segunda sección del libro titulada “Diatribas”: no hay ni puede haber belleza en estas letras, ni se las puede medir con los parámetros de algunas de las corrientes estéticas vigentes. En el primer poema de esta sección se oponen dos formas de hacer poesía: por una parte una poesía de lo etéreo y formalista que persigue como fin último la belleza; por otro, una poesía más tosca que ofrece resultados “sólidos” y “austeros”. En el tercer poema se pueden hallar otras dos alternativas: la poesía que resulta del retorcimiento de la lengua y la otra que tensa las frases como láminas de metal para que en ella brillen constelaciones esquivas. En esta última se puede leer una alusión al famoso poema de Mallarmé, aquel que describe una habitación vacía de la que el poeta se ha marchado y en la que sólo queda el espejo inclinado reflejando el cielo. En el retorcimiento puede verse un índice del neobarroco, en la mención al poema sólido y austero una marca del objetivismo, la alusión a la militancia por la belleza puede asociarse a una poesía de corte neorromántico. Sea acertado o no adjudicarles a estas tendencias un nombre propio de la poesía argentina, lo cierto es que aquí todas estas opciones aparecen negadas porque son el producto de un programa estético. En cambio el personaje de este libro escribe “con urgencia y arrebato”, obligado por las circunstancias; esas circunstancias se originan en la necesidad de explicarse a sí mismo una conducta reprochable, asumir una culpa, arrepentirse tarde. Entonces: este personaje practica una escritura más verdadera que todas las demás, porque ella se sostiene en la estricta necesidad; en cambio las otras se supeditan al imperativo de un programa estético que las precede. Vale la pena citar, en este sentido, el final del primer poema de la tercera parte, titulada “Colección”:

“Un lenguaje/de ruinas y discordia,/así habla el desesperado./Y dice: Turbia/en el agua del día/la memoria del sueño,/fuga que retorna a la nada,/en cada intento, el mundo/desparrama,/con un idioma ciego,/el íntimo hueso,/la desolación”.

A lo largo de todo el poemario se presenta esta idea de lo líquido y de lo fluido, como así también la idea de ruina, de fragmento, de despojo, de astilla. El sujeto que escribe flota o se sumerge, divaga o fluye como fluye el tiempo y los recuerdos. Por ejemplo, en uno de los poemas se nos dice: “palabras que el agua empuja turbia hacia el hueco quieto donde antes hubo un alma”. Otra vez el agua y el vacío, el flujo de restos que no se detienen porque no tienen donde hacer pie. Una subjetividad hueca, vaciada, perforada, por la que transita un lenguaje que no logra nombrar nada, que despliega su impotencia sobre un mundo disperso, desordenado en su liquidez turbia.

El lector que había tomado nota de que el nombre de José Di Marco formaba parte de la generación de la poesía de los ´90, teniendo en cuenta que su nombre figura junto al de Fabián Casas, Beatriz Vignoli, Cucurto, entre otros, en la antología que Daniel Freidemberg publicó bajo el título Poesía en la fisura en 1995 por Ediciones del Dock, difícilmente pueda mantenerlo asociado a la corriente estética hegemónica de esa generación. En una reseña publicada en Página 12 Jorge Monteleone señalaba como características generales de esa poesía, entre otras, una “fidelidad (…) en la mirada” y “una confianza en el relato y en cierto efecto de verosimilitud”. Si bien en Mundo sublunar, el libro anterior de Di Marco, todavía se podía, poniendo el énfasis en algunos aspectos del libro, encontrar estas características; en Una música anterior la distancia con respecto lo que se ha dado en llamar objetivismo se hace insalvable. En este sentido, hay un poema del libro que es casi un arte poética antiobjetivista. Es el que dice: “¡Lo real, sí, lo que golpea,/lo que hiere, /la rabia de la historia,/los gritos del presente!//Pero el que bebe,/con elegancia y método,/ve duplicado el mundo/y dos frases, siempre,/le salen al encuentro./Equivocadas ambas /lo confinan/a ese líquido planeta/donde la memoria/exige pleitesía/ los muertos queridos,/auspiciosos,/lo invitan a emborracharse/juntos/y en silencio”.

En este poema, antes, se alude al llamado de las “cosas” que “reclaman” su nombre propio y al deseo de orientar los ojos “en línea recta hacia el entorno que rechina”. Pero, como se vio en la cita, el personaje que escribe ve doble, ve borroso, ve mal, falla al nombrar las cosas, desoye el llamado de lo real y del presente y recae en su “líquido planeta”, en el cerco de su memoria, en su conversación errática con los muertos.

           

            Así como la verosimilitud y el feliz encuentro entre las palabras y las cosas era un efecto logrado por el Di Marco más objetivista de los noventa, también es un efecto del discurso este desajuste entre un lenguaje exánime que parte de un sujeto vacío hacia un mundo derruido. No en vano el libro se pone bajo la égida de Pizarnik, quien auspicia los desdoblamientos del sujeto, los trabajos nocturnos, los desajustes del que delira de dolor, la mitología de la infancia, la imagen sublime, el rechazo de toda forma de coloquialismo. Si en el Di Marco noventista podíamos encontrar la palabra “putito” aplicada a un helecho, las bolsas de nailon de la basura, el pelaje mugriento de un perro, un tapial sin revoque, una mosca girando sobre una cáscara de huevo, ahora se nos aparece de entrada: “Una flor desamparada,/suspendida en el abismo”. Un enunciador afantasmado que no asume nunca la primera persona nos dice que es un borracho el que escribe esto a tientas y con urgencia, pero si un borracho suele tener dificultadas para encontrar la puerta de su casa difícilmente pueda facturar unos versos de una perfección milimétrica como los que siguen: “de fémures que se quiebran como ídolos de azúcar es la voz de/ su memoria”. Hace un tiempo, cuando José me pasó el libro, me rencontré con este pasaje de uno de los poemas que se me había quedado grabado desde la primera vez que lo leí, hace por lo menos cuatro años. ¿Por qué será? me pregunté entonces, y me puse a mirarlo con detenimiento. Es porque contiene tres octosílabos: “de fémures que se quiebran”, es uno, “como ídolos de azúcar”, es el segundo, “es la voz de su memoria”, el tercero. Aparte cada uno de los octosílabos reparte simétricamente sus acentos en la segunda o tercera sílaba y la séptima que riman de manera asonante en el primero y el tercero: fémures-quiebran y voz-memoria. Además el hipérbaton, el dislocamiento que extraña la frase: “de fémures que se quiebran es la voz de su memoria”, en lugar de “la voz de su memoria es de fémures que se quiebran”, y la comparación de los fémures quebradizos (ya de por sí frágiles) con los ídolos de azúcar, generando una imagen hiperbólica de esa fragilidad de los fémures. Además, la rara expresión “voz de su memoria”, que da la idea de que la memoria habla dentro del que recuerda un poco a pesar de él, como una condena o una maldición. O también puede entenderse que se trata de una sinécdoque, “voz de su memoria”, mediante la cual el personaje queda reducido a su capacidad de recordar. De fémures que se quiebran como ídolos de azúcar es la voz de su memoria. Perfecto. Nos creíamos que estábamos oyendo el discurso de un loco lleno de ruido y de furia, pensábamos que lo que atenazaba nuestro corazón era el aullido en sordina de un borracho, pero resulta que fuimos otra vez vencidos, con-vencidos por la poesía practicada con el más alto grado de pericia.

                                                                              Pablo Dema



Vidas rotas, de María Virginia Emma. Editorial Cartografías. 2010. 150 págs.

06:26 PM, 2/10/2010 .. Publicado en Comentario de libros .. 0 comentarios .. Link

En muy pocas ocasiones vi a Juan Floriani. Una de las últimas veces presentaba un libro del médico Nyls Volmaro. Recuerdo que Floriani hizo una larga nómina de escritores médicos y también de escritores abogados. Terminó mencionando, por su puesto, a la gran figura literaria de Río Cuarto (Juan Filloy), que era juez. Me llamó mucho la atención esa relación que hacía Floriani; según él, el médico y el juez, cuando escriben, necesariamente dejan en evidencia un saber adquirido en el trato cotidiano con la “condición humana”, según las palabras de Floriani. Uno podría pensar que todos estamos todo el tiempo relacionándonos con personas y, por ende, con la condición humana, signifique lo que significare esto para Floriani. Sin embargo, aquí se trataría de algo distinto. Al parecer, el trato con el que sufre físicamente, con el que enfrenta una condena por la comisión de un delito, enseña o comunica algo sobre la conducta humana que es cualitativamente distinto a lo que enseña un individuo en una situación ordinaria. Qué nos enseña sobre la vida el moribundo, qué nos dice sobre la conducta humana el condenado, el presidiario, qué aprenden del trato con ellos los médicos y los jueces, qué ponen de ese saber en sus escritos. Una forma posible, entra tantas, de ingresar en la novela Vidas rotas puede realizarse a partir de estas preguntas.

 

Sin embargo, estas conjeturas sobre lo que se puede esperar de la novela de una persona de leyes y las ideas sobre la verdad y la justicia que de ella se desprenden se esfuman ni bien el lector se sumerge en la lectura. Porque lo primero que tenemos es el impacto de una escritura que retiene toda nuestra atención, que genera una total atracción sobre sí misma y que se impone por su potencia y su arraigo en lo sensorial. Ni bien se inicia la “Primera parte” nos encontramos con la humedad de un desfiladero, hundiéndonos en un lodo asfixiante, oyendo el crujido de unos guijarros clavándose en la piel, viendo una manta blanca flotando como una medusa en una agua tinta, viendo un pájaro rojo en la frente de una criatura sangrante dentro de la pesadilla de un hombre que despierta en un penal, en la Patagonia, y que está por salir aunque no sabe hacia dónde. Este inicio define un tono y una impronta, nada de abstracciones ni de perfiles generales sino la fuerza y la precisión arrolladora de un lenguaje lanzado sobre la singularidad de un personaje y un espacio concretos que iremos descubriendo junto a él. Ramón Rosario Venarés se llama el hombre y lo que conocemos de él, además de algunos destellos pesadillescos de su pasado, es que el mar hacia el que corre apenas sale bien podría ser una figuración de la libertad repentina que lo maravilla y lo anonada. Con él nos iremos sin rumbo, sin saber, como tampoco él lo sabe, si le conviene o no seguirle los pasos a esa mujer risueña que lo aborda en el colectivo que se toma por razones que no quedan muy claras. Esta primera sección de la novela es deliciosa. Se despliega en ella la historia y la prehistoria de una familia sin hombres pero que vive del trato con ellos; además está el arco del deseo tensado por la gracia entrañable de Carlina lanzada hacia Venarés; vemos el candor y la clara inocencia de una tonta; los prejuicios de un pueblo chico;  el telón de fondo de la economía del sur del país que moviliza a los trabajadores en función de la cosecha de manzana y de la pesca.

Se cierra esta “Primera parte” pero ya están las cartas echadas. El acápite que precede a la novela puede leerse como una declaración de la voz autoral. Me recuerda al magnífico cuento de Salinger que declara que se ocupará de la sordidez; en este caso se nos advierte de la mano de Andrea Dworkind que en este libro hay una preferencia por los “desgarros mal cosidos”, es decir por atender a aquello que supura de las antiguas heridas.  En remotos dolores está la clave y hacia ellos tornará nuestro héroe.

Uno de los puntos destacados de esta novela es el trabajo con los lugares y, en la “Segunda parte”, me animaría a decir que la ciudad en la que estamos esta noche es un personaje más. Sobre todo la zona del Boulevard Roca, con sus construcciones antiguas, sus árboles, la estación de trenes al final; pero también el puente, la catedral como telón de fondo para una escena memorable donde una mujer desesperada disfruta de sus dos minutos de gloria bajo un farol en la niebla. Borges, César Fernández Moreno, Saer, Arlt, Filloy mismo, todos los escritores admirados nos entregan en algún momento una imagen de sus ciudades que a la vez que las homenajea las personaliza. En un gesto de apropiación artístico, las sustraen de la impersonalidad con la que aparecen en la enciclopedia o en el mapa y las tiñen de la singularidad de una visión propia al situar en ellas sus personajes. De Río Cuarto el viajero ve, más que nada, el centro, es decir torres de departamentos, negocios de ropa y muchos autos  apiñados cerca de la plaza Roca. El televidente de cualquier parte del país, porque cuando hay un crimen que vende todos se movilizan, ve las fachadas de las casas de los barrios cerrados y la del edificio de tribunales. Eso es Río Cuarto, el alto poder adquisitivo traducido en objetos caros que se exhiben. Pero el lector de Vidas rotas se encuentra con la arquitectura centenaria de los edificios de dos plantas del Boulevard, con casas de pensión baratas, con un suburbio que lleva a lugares donde cierta gente puede ir a comprar una chica para que trabaje en un burdel. Así, la ciudad que aparece, y la gente que la habita, se sustrae de la imagen cristalizada y falsa (o por lo menos simplificada) que el foráneo se hace de ella y que cierta franja de los locales quiere ofrecer. La literatura, así, hace su trabajo, da a ver lo que el sentido común oculta, muestra la cara oscura de los brillos del centro, a saber: el prostíbulo y sus clientes, la trata de personas, la corrupción, el crimen cometido casi en la puerta de una escuela donde nadie ve nada. Los hilos de este universo serán tejidos en la novela por una serie de personajes: Carreras y sus sicarios; ese personaje inolvidable que es el señor Sun, especie de mayordomo, sastre y secreto sostén espiritual de las mujeres que trabajan en el cabaret; Miranda, el travesti experto en imagen; el profesor de letras que asiste con regularidad al prostíbulo; Petrona Lagos, la señora que llega del sur buscando a su ahijada; y, en el centro, la ahijada misma, la máxima heroína, Gloria Pimentel. Veremos entonces el movimiento de este local nocturno, siempre a medio camino entre el pintoresquismo y la sordidez insoportable, y al mismo tiempo un doble movimiento al interior de Gloria. Por un lado, retazos del pasado (la infancia en el sur, la orfandad, la huida hacia el centro), por otro, la lenta preparación interna de un salto hacia un futuro distinto. El segundo capítulo capta este momento crucial de gran tensión: cae la gota que rebalsa el vaso, aparece alguien que le cubre las espaldas a Gloria. La jaula en la que ella está la asfixia y ni siquiera es de oro.

Un crimen particularmente grave permite que en la “Tercera parte” que haga su entrada la voz y el cuerpo del tercer personaje, el jefe de policía. A través de sus pesquisas y conjeturas, de su aquilatada experiencia y de su eficacia melancólica, se irán uniendo los hilos de estas vidas rotas, de los recorridos de Venarés, Gloria y Petrona, seres cuyos trayectos vitales se han cruzado en el pasado y se reúnen después de dos décadas. Pero a la vez que el policía Serpez realiza su tarea, se cumple el balance de la propia vida porque este hombre está a punto de retirarse de la fuerza. Esta tercera parte entonces se presenta como un largo soliloquio en el que el policía dialoga consigo mismo y sus fantasmas, investiga pero ya un poco ajeno a todo puesto que el uniforme que lleva muy pronto será un traje en desuso. Dice en un momento el policía: “esa mañana me pareció que el uniforme dejaba de ser mi piel y se parecía cada vez más a una prenda ajena, a un disfraz. Te estás yendo Serpez, ¿te reconocerás cuando estés desnudo?” Paradójicamente, en el momento de máxima experiencia Serpez se enfrenta a un caso singular, a una situación que lo desacomoda. Primero por el impacto que le produce Gloria, el reflejo traslúcido de su cuerpo visto en el vidrio de la ventana, su mirada que lo traspasa y lo desarma. Luego, la conducta de Venarés que parece mentir y al mismo tiempo decir una verdad tan profunda que no se puede entender del todo. Hay un objeto, una medalla con una fecha y un nombre que pasa de mano en mano, que parece encerrar en sí la clave de un misterio que desvela a Serpez pero que no interesa a los funcionarios judiciales, conformes con cerrar el caso cuando ya se tiene un relato coherente y a un culpable. Así la verdad de los hechos y la justicia se separan aunque el conocimiento de la primera debería ser la condición para que se cumpla la segunda. Dice el policía: “La justicia es una mano que devela, solitaria, una forma de verdad”.  Si devela una forma de verdad quiere decir que hay otras, acaso muchas, o, por qué no, ninguna verdad cabal. Pienso que Venarés es un doble masculino de Emma Zunz, la criatura borgeana que construye un relato para la burocracia judicial acorde a una verdad personal pero falseando los hechos. Dijimos al principio que esta novela se puede poner en la serie de los libros escritos por los abogados y los jueces; le queda al lector dilucidar qué sabe el que dicta justicia, qué no sabe y cómo transforma esta ambivalencia en una novela memorable.

                                                                                              Pablo Dema



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