2cartógrafos

Sobre "Hoteles", de Pablo Dema

10:29 AM, 25/8/2010 .. Publicado en Comentario de libros .. 3 comentarios .. Link

                                   

1. La primera vez que escuché hablar de Pablo Dema fue en septiembre de 2008. Resulta que alguien había ganado el primer premio de un concurso de cuentos y alguien había ganado el segundo premio y alguien el tercero. Ahora bien, resulta que el primer y el tercer ganador eran la misma persona y así fue como escuché hablar de Pablo Dema y luego me metí a buscar en Internet y descubrí la editorial Cartografías y a una cantidad amable de escritores y publicaciones de Río IV. Una de esas personas era José Di Marco, a quien conocí un año después en esta ciudad. Tomábamos un café o una cerveza (lo que prefiera Di Marco) al lado de una plaza donde estaba lleno de pájaros (Di Marco me dijo que eran tordos) y pensé que eso se parecía a la superpoblación y pensé uno, dos, tres, cuatro escritores cerca de una plaza llena de pájaros, y que tantos pájaros posiblemente hacían mucho ruido y que uno, dos, tres, diez escritores son nada comparados con tantos pájaros, y traté de no llegar a la conclusión obvia y trillada y cliché, es decir, que habíamos perdido el dominio de la plaza pública. Sin embargo perder no es morir, o perder no es callar: durante el primer semestre de este 2010 autores de la provincia editaron libros acá y acá y allá, se abrieron unas editoriales, otras continuaron su trabajo, algunos ganaron premios, o sea, siguió ocurriendo lo que venía ocurriendo: la continuidad del “movimiento” o “la obra” (en sentido conjunto). Y hace unas semanas, para coronar las buenas noticias (como si me hubiese enterado de que ganaba un primer y un tercer premio a la vez), Pablo Dema me escribió contándome que iba a presentar su nuevo libro, “Hoteles”.

 

2. La “introducción” anterior podrá parecerles divertida y amena o narcisista e inoportuna así que trataré de que ya no lo sea. “Hoteles” es un libro de ocho cuentos cuyo espacio privilegiado es el hotel o las variantes del hotel. En realidad, no se trata de “todos los hoteles”, sino de “hoteles de Rio IV”. En ese sentido, el libro de Pablo Dema se sitúa junto a otros dos libros de autores contemporáneos: “San Francisco” (de Lamberti) y “Rocamora” (de Carbonell), libros que eligen una zona como musa literaria y que a la vez citan una vieja y hermosa frase de un escritor santafesino: Quema la mirada. Hablando de la ciudad, decía: me gusta imaginármelos. Yo escribiría la historia de una
ciudad. No de un país, ni de una provincia: de una región a lo sumo”. Al mismo tiempo, al elegir los hoteles como espacio privilegiado Dema se aparta de esa frase (o al menos simula apartarse) ya que señala hacia un lugar que es a la vez más pequeño, más transitorio y, a la luz de la época, más universal.

 

3. Entonces: Dema elige a los hoteles para nombrar a la literatura, o a los hoteles para esconderla o a los hoteles para hallarla. En uno de los cuentos más sutiles y preciosos del libro un hombre que está reintegrándose al mundo normal de los días y el trabajo se hospeda en el hotel El libertador (subrayo el nombre; Dema, como todo escritor, ama los nombres). El personaje no se ve con nadie, no sabemos de él casi nada, del hotel se nos nombran las escaleras, la disposición de los objetos, los cuartos. Y a un conserje y un tablero de ajedrez. En un momento de ese cuento Dema escribe: “Se quedó mirando las figuras afantasmadas por la lluvia que cruzaban frente a la puerta vidriada” (o sea, hay fantasmas más allá del hotel). En otra dice: “En realidad El Libertador siempre tenía un aire a edificio abandonado” (es decir, hay fantasmas de aquel lado del hotel y de este lado del hotel). La literatura, parecería decirnos el libro, sólo puede hablar de fantasmas, figuras borrosas, sombras o restos de cuerpos vivos moviéndose en silencio, como si estuvieran, nos recuerda Dema, en uno de esas pequeñas bolas de cristal que damos vuelta una y otra vez.

 

4.  Fantasmas ensimismados, sombras indecisas, esa parecería ser la cualidad de los personajes de Dema. Y los hoteles, su prisión y su balneario. Desde Platón, pasando por Sarmiento, Wittgenstein, Terranova y Palaniuk y quien sea que se les ocurra, los libros además de contar historias son tratados acerca de la moral y las costumbres de la época. De tal modo, podemos encontrar en “Hoteles” al menos tres hipótesis acerca del mundo de los seres vivos y el mundo de la literatura, y los invito a que lean el libro y se dejen habitar por estas tesis y duerman y sueñen junto a ellas. Voy a enumerar esas tres hipótesis. La primera es que el lugar de la literatura son los no-lugares. Ya no la casa del personaje X, o el departamento de Y, o la casa de vacaciones de Z, sino hoteles, pasillos de hospitales, hoteles, caminatas pos-conferencia, hoteles, las casas que cuidamos de manera esporádica, los espacios que no nos aferran. Sorpresivamente, uno de los cuentos del libro no tiene lugar en un hotel ni en nada parecido, sino en una escuela secundaria, como si se nos sugiriese: los no-lugares son un virus, los no-lugares son casi todos los lugares que podemos ver. Dema, entonces, lleva la tesis más allá: la escuela también es un no lugar, los no lugares lo invaden todo, o, incluso, llegando al límite: la literatura es un hotel. Dormimos en ella como si fuese una casa que no nos pertenece. Los fantasmas nos rodean. Sin haber huido del mundo ya no estamos en el mundo.

 

5. Ahora bien. Al igual que Chejov, que Carver, que Ford, Gaiteri y los bailes de Cuarteto, los personajes de Dema no están solos, o siempre están por “no estarlo” y los hoteles son los lugares privilegiados para que eso ocurra. En el primer cuento dos personajes se reencuentran y van a un telo y uno tiene recuerdos vergonzosos y el otro una actitud amable. Miran tele y le dan de comer a un gato, hablan del pasado, después salen y, sin que uno lo espere, están de la mano. En el segundo cuento, dos personajes se reencuentran en un hospital y van a un hotel y uno se acuerda de una película y se la cuenta al otro y los dos se reencuentran o se reconcilia y algo duele. En el sexto cuento tres personajes salen de joda y se emborrachan y seducen o son seducidos y se van bien o mal acompañados (que elija Di Marco) y el que narra cae fusilado y apenas si sabe lo que ve, mientras otro de los personajes se reencuentra con su pasado o trata de escaparse de su pasado y hay ambulancias, un auto de policía y alguien que ya no sabe quién es. Los fantasmas-hombres de los cuentos de Dema van de acá para allá, transitan de hotel en hotel e irrumpen con su timidez en estos espacios momentáneos, y parecería que lo más importante que puede sucederles, lo que Dema elige contar, los encuentros, sólo puede ocurrir ahí. Pueden redescubrirse, pueden hallar su reflejo en cada hotel, pueden, incluso siendo violentos, hallarse de manera definitiva, como si fuesen fantasmas recogiendo su sombra o como si, parecería decirnos Dema, la literatura y el arte fuesen un hotel, pero (y esta es la segunda hipótesis) es en los hoteles (la literatura), esas obras alejadas de la vida cotidiana, donde habita una parte importante de nosotros, un lugar donde podemos mirarnos cara a cara y hallar otra forma de relacionarnos.

6. Esa tesis humanista de la literatura, con la que los tiempos pueden estar o no de acuerdo (pensar en la cantidad de máquinas de escribir en los cuentos de Dema), se ve acompañada por otra, menos humanista y más contemporánea, que otorga conflicto, ambigüedades y tensión a los cuentos de Dema y a las dos hipótesis anteriores. En uno de los cuentos un jardinero simplón e inocente de pronto se convierte en un señor que levanta una horquilla de manera proto-asesina y muestra una parte de la realidad que no es pero que podría ser (¿la violencia, el teatro, el cambio, la revolución?) En otro de los cuentos, una película porno sumamente extraña que incluye una rubia gimiendo, un negro superdotado y una máquina de escribir interrumpe una escena de amor. La interrumpe y (cuidado) la estimula, la provoca. En el mejor cuento del libro el argumento de una película es el argumento para retomar o arreglar o enfrentar una relación. El último cuento, a su vez, no nos habla ni de televisión ni de música ni de cine pero podría ser una de esas películas de escritores de los hermanos Cohen o una escena protagonizada por Bill Murray para los ojos de Jim Jarmusch. De ese modo, parece como que el mundo de las imágenes invade (y borronea) el mundo de las relaciones cara a cara, pero también parece que trae acompañadas nuevas formas de vínculo, una suspensión de lo que venía ocurriendo, un abismo que Dema abre y nos invita a contemplar. Suspendido entre la primera hipótesis (la literatura, el arte, es un hotel) y la segunda (la literatura, el arte, implica formas distintas de relacionarse), Dema interrumpe los cuentos y comparte una tercera hipótesis con nosotros: la literatura está siendo invadida por las imágenes y el espectáculo, ¿entonces?

 

7. Stop. El cuento “El hijo” es uno de los grandes cuentos de la literatura contemporánea. A diferencia de muchos cuentos, en “El hijo” las decisiones estéticas no parecen haber sido tomadas a priori. La forma del texto es el tema del texto, pero no de ese modo aburrido y aristocrático en que el arte habla del arte, sino de la manera sutil en que dentro de un relato cada elemento es sometido a una nueva elección. “El hijo” es un cuento que tiene lugar en una sala de espera de hospital. Dema, o lo que Casas llama “La voz extraña” (alguien más grande y más confuso que Dema, una especie de dios de todos los artistas) elige nombrar a los personajes por sus características físicas, no por sus nombres, como si un lugar (hospital) requiriera una forma distinta de hacer literatura y de hablar de las cosas. Uno de los personajes está parado como si fuese un reloj marcando las 10 y 10, y esa es una manera sutil y encantadora de recordarnos el paso lento y demoníacamente humanizado que tiene el tiempo en los hospitales; en un momento, el narrador interrumpe su modo de narrar y escribe: “Los pies, las baldosas, el olor, el vidrio, la cortina azul, el olor a desinfectante, el olor a transpiración, la punta del pie de la pierna cruzadas, las baldosas, sus junturas, la cara de los otros dos que permanecen mudos y sentados al frente, el vidrio, su reflejo…”. En otra parte, se nos cuenta el modo en que uno de los personajes descubre la escritura. Y el cuento gira y gira sobre sí mismo, como si fuesen pájaros en una plaza, como si fuese un fantasma bailando y dramatizando enfrente de su espejo. “El hijo” es (como “Lyndon”, de Foster Wallace, como “Los días que duró el incendio”, de Falco, como “La escuela del dolor humano de Sechuán”, de Bellatín, como “Las cinco obstrucciones” de Lars Von Trier y como alguno de los tantos monstruos televisivos de Tinelli) una obra que habla de algo que queda en otro lado al mismo tiempo que habla y se pregunta por sí misma. Como si en ese momento todo, absolutamente todo, empezara a soñarse otra vez.

 

8. Una última acotación sobre el trabajo narrativo de Dema. Su placer son las simetrías, su momento clave son las simetrías. Cuando Dema recurre a ellas nos indica que está sucediendo algo importante: un hombre jugando al ajedrez frente a otro, como si fuese un espejo del enfrentamiento que tiene consigo mismo y del que no sabemos nada. Tres niños juegan con un barco de papel en el agua que corre por la vereda, y el personaje que los observa se recuerda jugando del mismo modo, casi al borde de desmayarse ante un charco de agua, de confundirse con la imagen de lo que fue y de lo que ve y de lo que recuerda, ahora, todas ellas, juntas. Y, como si con estas y otras simetrías no alcanzara, el libro “Hoteles” tiene ocho cuentos dedicado a ocho personas diferentes, como si cada una de esas personas fuese una habitación o un conserje, el secreto último que se esconde tras los textos, la vida que los ilumina y los oscurece. Allí está, también, el último relato, la última simetría, que parece sacada de una pesadilla kafkiana o una película de terror: un terreno baldío, un escritor tratando de escribir mientras miles y miles de gatos le destrozan las manos. Como si Dema nos recordara cuán difícil es crear pequeños mundos momentáneos, pequeñas habitaciones en las que podemos mirarnos cara a cara y aceptar lo que vemos o imaginar lo que no vemos, cuán difícil es cuidar un hotel en estas ciudades en las que todos se fueron de la plaza y sólo quedan fantasmas, gatos y miles y miles de pájaros.

                                                        Pablo Natale



Gente de mi edad. Una lectura de El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti. Editorial Tamarisco. Buenos Aires. 2010. 99. Pág.

01:34 PM, 18/8/2010 .. Publicado en Comentario de libros .. 0 comentarios .. Link

Lo primero que me llamó la atención de El asesino de chanchos es la parquedad de la solapa que consigna los datos del autor del libro. La primera oración de ese paratexto, como se lo suele llamar, dice: “Luciano Lamberti es escritor”. Ese enunciado tan simple y transparente tiene sin embargo un funcionamiento ambiguo. Diversos autores están de acuerdo en que en la actualidad se entiende que la identidad de un escritor no es un centro que preexiste a la creación literaria sino más bien  “el resultado de una operación vertiginosa: el paso de una actividad (escribo) a un ser (soy escritor)” (Premat, 2009, p.11).  Por eso, parece superfluo decir de quien firma un libro, del que lo ha escrito, que “es escritor”. Este dato que es, o que parece, redundante, deja de serlo cuando se comprueba la reticencia consiguiente a “llenar el formulario” con los datos que son esperables en una solapa: edad, lugar de nacimiento y de residencia, distinciones y títulos (las “cucardas”, diría Alejandro Schmidt, reprobando irónicamente la convención de exhibir los premios obtenidos). Entonces, esa carta de presentación un tanto anómala, parca, lindante si se quiere con la grosería (“no te digo quién soy, qué te importa quién soy, soy un escritor y punto, el resto son pavadas”, parecería decir esa primera oración) se me presenta como un gesto importante porque inaugura una impronta que caracteriza la serie de los nueve relatos que componen El asesino de chanchos.

                Mientras iba leyendo “El asesino de chancos”, “El arquero”, “Agua viva”, “Febrero”, tenía la impresión de que los textos dibujaban un perfil muy específico de lector a partir de distintos recursos. En principio, y de manera muy obvia, hay una serie de referencias culturales, principalmente del rock. En el relato “Una visita al Señor”, el narrador va a acompañar a su abuela a visitar al Nene, una suerte de manosanta, y allí aparece la referencia al disco “Canción animal” de Soda Stereo, que el personaje escucha en su walkman y que había salido un par de meses atrás (es decir que estamos en 1990). La canción de Patricio Rey y sus redonditos de ricota “Etiqueta negra” es un tema de conversación en “La tortuga” y R.E.M, P.J. Harvey y Radiohead son parte de la música que escucha Marcos en “El arquero”. En este cuento, la tecnología deja de ser el walkman (fin de los ´80 y principios de los ´90) y pasa a ser el mp.3 (es decir el año 2004 en adelante). Es posible que para un lector que ya era adulto cuando apareció en Argentina la tecnología que permite escuchar música andando estos datos sean superfluos, pero es indudable que cualquiera que tenga hoy alrededor de treinta y cinco años puede ubicar cronológicamente los relatos a partir del dato de si se escucha música en el walkman, en el discman o en el mp.3. Y esa sola referencia genera entre el universo de estos personajes y un cierto lector una familiaridad que no pueden sentir otros lectores. Es como si a partir de estos detalles se fuera delimitando una situación comunicativa muy específica: alguien que en la actualidad tiene alrededor de treinta años le cuenta historias a su gente, y esas historias son a la vez como una puesta en escena y una indagación sobre las formas de vida de esa generación; diría más: los interrogantes apuntan a cierto perfil de gente de esa generación.

 

                Hay una frase muy citada que aparece en un texto de Mallarmé. Dice (según traduce Pablo Mané Garzón): “Ellos, como un vil sobresalto de hidra que oyera otrora al ángel/ dar un sentido más puro a las palabras de la tribu…”. Los versos son del poema “La tumba de Edgar Poe” y el pasaje que se remarca es “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Y de esa expresión se interpreta que Mallarmé le asigna ese rol a Poe y también que ésa puede llegar a ser una función que cumple un escritor con respecto a su generación. Martín Gambarotta ha expresado que ésa fue su intención en la época anterior a la escritura de Punctum. Partiendo de este caso, se me ocurren algunos textos, sobre todos poemas, que parecen reeditar esa situación comunicativa. Por ejemplo cuando Alberto Vanasco escribe en el poema: “Hurra”: “Yo, por el contrario, he visto a los mejores espíritus de/ mi generación salvarse milagrosamente de la locura…” Aquí Vanasco le habla a su generación, la del ´50, citando casi textualmente un poema de Allen Ginsberg dirigido a la generación Beat. También el poeta Luis Benítez escribe en “En el arduo aniversario de una boda”: “Nuestra generación fue un puñado de hombres solos/ una pizca de mujeres destruidas…”. Son textos en los que el autor escribe como miembro de una generación y le habla, principalmente, a su generación.  Eso no quiere decir que los textos no puedan leerse más allá de esa situación comunicativa específica. La celebridad y el alcance del poema de Ginsberg desmienten por sí solos esa posición. Lo qué sí se podría afirmar es que el sentido de esos textos se define con mayor precisión reponiendo la situación comunicativa específica que las obras configuran.

                La cuestión ahora sería precisar qué hace del libro de Lamberti un texto de y (principalmente) para cierta gente nacida a finales de los setenta, es decir durante la dictadura y  que por lo tanto vivió su infancia durante el alfonsinismo y la adolescencia durante el menemismo. Como ya mencioné, hay ciertas referencias culturales que envían hacia ese lugar. Además, sacando los relatos “Una casa llena de insectos” y “Febrero”, hay un predominio de personajes que pertenecen a la generación mencionada y, dentro de ella, a cierto tipo, cierta franja específica de individuos de esa generación. Pero lo fundamental es el hecho de que los cuentos aparezcan narrados desde la perspectiva generacional señalada. A veces los relatos están en primera persona, como en “Monocigótico”, “La tortuga” o varios de los microcuentos agrupados bajo el título “El cazador, los galgos, la liebre”, los cuales tienen como elemento unificador un personaje (la Loca Gribaudo) que abre y cierra la serie. Los que están contados por un narrador no personaje mantienen la misma perspectiva. “El arquero”, por ejemplo, comienza: “Marcos tiene treinta años y está deprimido”; aquí, si bien el narrador no es Marcos, habla como Marcos, presenta una empatía total con el mundo de la vida del personaje. Beatriz Sarlo hablaba de un “narrador sumergido” para referirse a ciertos textos de Santiago Vega (Cucurto) indicando así la falta de distancia entre el que habla y aquellos de los que habla. Me parece que en El asesino de chanchos pasa algo similar. Para que se entienda esto cito una frase de “Agua viva”: “Betty me pareció bonita, un poco machona pero culeable”. Estoy tentando de decir, siendo un poco drástico, que el libro de Lamberti está dirigido a los lectores que saben exactamente qué quiere decir “culeable” en esa oración. Lo notable es el hecho de haber tomado el riesgo de enunciar una frase cuya efectividad se basa en todo el bagaje, la experiencia, la estructura del sentir, el mundo de la vida o como se lo quiera llamar, necesariamente compartido entre autor, narrador, personaje y lector. Casi nadie puede entender lo que esa frase significa en cuanto a rasgo identitario de cierta gente de esa generación en particular. El resto de los lectores no puede asir su sentido: el extranjero que sepa castellano y lea no entenderá absolutamente nada porque ahí el diccionario falla; un español puede captar, por el contexto, el sentido sexual del adjetivo pero nada más; alguien de una generación anterior lee ahí una grosería o (si es piola) una simple marca de liberalismo sexual (y creo que se equivoca). El contemporáneo de Lamberti que no pertenece a ese cierto tipo de individuos que enuncia y a quien se dirige principalmente el libro halla en la expresión un matiz despectivo para con la mujer (y me da la impresión de que también yerra). Sólo el contemporáneo del narrador y del personaje que pertenece a su tipo sabe exactamente cuál es el matiz de la expresión “culeable” en esa frase. Y ese cierto tipo de contemporáneo del que emana y al que le habla el libro es un sujeto que siente que no sabe vivir, un inadaptado, alguien que no termina de crecer, que no cumple el rol que los adultos mayores esperan de él, alguien que no puede tomarse en serio nada, alguien desarmado emocionalmente, que no logra creer en los valores que le han predicado en las instituciones educativas, un sujeto, en suma, desencantado. No hay vocaciones definidas en el libro, no hay interés por la política (más allá de una charla de borrachos sobre Montoneros o cierta simpatía por el proceso de cambio de Bolivia), no hay capacidad para construir una familia propia, no hay astucia para ganar dinero. Los itinerarios que dibujan las trayectorias de esas vidas no tienen una dirección precisa, no tienen sentido. Se trata de gente que se vuelve a la casa paterna pero ya no tiene su lugar, gente que se va de la casa pero recala en lugares inestables y luego planea deambular. Gente que fantasea con encontrar un lugar pero se miente o se engaña, que tiene intención de recomponer su situación y la de los demás pero a partir de decisiones ingenuas, sin profundidad. Porque en el universo de  El asesino de chanchos no hay creencia en lo profundo. La filosofía es un gesto pedante y hueco (la chica de “Agua viva” “hablaba de Benjamin y esas cosas”), el consejo de los padres es algo ridículo o estúpido (el padre de Marcos lo manda a un curandero cuando habla con su hijo deprimido, el padre con una familia paralela del protagonista de “Monocigótico” le dejó una carta que tenía “consejos para la vida y boludeces por el estilo”).

En general no hay pasajes reflexivos en los textos. Sucede que Lamberti es una máquina de contar historias, casos protagonizados por personajes excéntricos de pueblo, escenas de la adolescencia nacidas al calor de los ritos de la amistad, anécdotas variopintas y bizarras. Y es como si todas estas historias no hicieran más que reafirmar la visión desencantada del mundo, como si el autor nos dijera: ¿vieron? En este mundo vivimos. Un estúpido se lleva a la chica en la Land Rover. Aquel otro pobre infeliz intenta acercarse a unos “chicos hermosos, bronceados, sin problemas” y los otros huyen de él como de la peste. Ni las viejas que van a ver al Nene, el sanador, creen de verdad en él. Pero el narrador, ni bien el Nene lo toca, rompe a llorar, se quiebra. Una de las pocas escenas luminosas del libro, la del  final de “Una casa llena de insectos” en la que el albañil salva al perro para compartir con él su miseria, no hace más que acentuar, por contraste, la oscuridad del resto de las historias.

                En la lógica que dibuja el libro, la estabilidad es sentida como una caída. Dice Mara en “El asesino de chanchos”: “si seguíamos así, cogiendo todo el día y leyendo el diario en la cama, íbamos a terminar comprando un lavarropas o esa clases de cosas”. El sometimiento de la conducta a cualquier clase de normalidad y toda forma de institucionalización de la experiencia es repelida. Pero el margen, la exterioridad con respecto a toda reglamentación social, es una deriva dolorosa. Dije que había pocos pasajes reflexivos en el libro, pero hay uno que es clave: “Después pensé mucho en lo que pasó. Quería buscar algo, un orden, una moraleja, pero por más que daba vueltas no lo podía encontrar”. No hay orden ni moraleja, no hay experiencia que produzca el rédito del aprendizaje. Sin embargo, en este contexto en el que no hay sentido, en el que  no hay positividad ni proyectos fuertes, aparece, como una figura paradójica porque proviene del mismo lugar, algo positivo, algo que hacer con la desorientación y la falta de sentido: no negar esa situación, exponerla y, en el mismo gesto, exponerse, escribirla y escribirse, ser por fin algo, ser un  escritor, como Luciano Lamberti. En definitiva, se trataría de realizar el antiguo gesto de producir un objeto potente a partir de una impotencia; de hacer brillar la verdad a partir de la incertidumbre (como hizo Kafka), de prolongar la vida contando la historia de una cadena de suicidios (como hizo Di Bendetto). Y el mismo gesto positivo que surge del autor al transformar en fuerza creativa, en arte literario, la falta de proyectos de una generación envuelve también al lector, lo sume o entretiene o retiene en una temporalidad, la de la lectura, en la que puede verse a sí mismo en un callejón sin salida y al mismo tiempo mantenerse en un compás de espera. Puede haber un giro, un cambio, una respuesta, dicen estas historias, pero todavía no sabemos cuál es: tal vez la sepa el narrador de “Una visita al Señor” pero no la dice; la sabrá el narrador de “La tortuga”, quién recibirá una palabra de un amigo que cambiará su “vida para siempre”, pero eso será más adelante. Así, el Asesino de chanchos nos narra como a una generación desorientada en el presente y abre a la vez una expectación.  Algo nos va a pasar pero todavía tenemos que descubrirlo.

 

                                                                                                 Pablo Dema



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