Acerca de "Hadrones", de Diego Vigna. Editorial Recovecos. Córdoba. 119 págs.
A veces me canso de mí mismo, de la autoreferencialidad. Quería decir una palabra sobre este libro y compartirla, pero tengo que excusarme, volver a mencionar que este blog era para ir comentando los libros leídos que valen la pena y que casi nunca escribo porque me exijo demasiado, porque quiero ser completamente exhaustivo, porque le temo al ridículo, a la informalidad, a no estar a la altura. Pero no puedo releer cuatro veces cada libro y pasa el tiempo y no escribo sobre nada y es peor. Así que esta noche que estoy solo y nadie nos ve, Diego, dejame que te diga una palabra sobre Hadrones, un comentario como el que te haría si estuviéramos tomando este vinito juntos, como lo haría si viviéramos en la misma ciudad y te pasaras por casa para saludar y charlar un poco. Me haría bien un poco de compañía esta noche, tuve un día difícil, todo la tarde pensando en la maldita palabra alquiler. Por suerte estuvo tu libro para salvarme el día.
Ahí vamos:
Son cinco relatos, el último, el que le da título al volumen, es el más extenso (cuarenta páginas). Hay textos mejores que otros y el último relato sin dudas justifica por sí solo el libro. Pero hay que apuntar que para mí no es un libro desparejo ni rellenado con algún texto que engrosa el volumen pero que es innecesario. Muy por el contrario, los cinco funcionan como trazos imprescindibles para delinear una poética sólida. Poética significa: un programa estético definido, una serie de pautas que un artista se da para darle forma a sus creaciones: serie de principios, moral de la forma, cosas que se hacen y cosas que no se hacen siempre: una marca: una voz propia: un mundo propio. Alguien que escribe es un escritor cuando sabe lo que hace y asume los riesgos, cuando establece un tipo de relación con la lengua y no se aparta de ese vínculo que lo define. Me parece que ese vínculo es originario o primordial, que es un modo de entrar en escritura que afecta al que escribe casi como una marca de carácter. El escritor Vigna es así, o hace esto: habla sobre este mundo, sobre su mundo que es el nuestro. No hay recreación de contextos anteriores, no hay proyecciones de mundos futuros, no hay una realidad atravesada por elementos sacados de cuentos de Lovecraf ni de novelas de King en las que es difícil creer. Estamos acá y ahora: un tipo llega al aeropuerto de Córdoba, otro mira un accidente desde la ventana, un chico pasa unos días en la casa de un amiguito y atisba el cuerpo de la mamá del otro porque el cuerpo de la mujer todavía es un enigma, un oficinista enamorado de una compañera de trabajo que tiene un celular como el que a todos hoy nos maravilla, un muchacho que pasa un fin de semana con su padre en las sierras hace unos días nomás, cuando los europeos pusieron a funcionar el Gran Colisionador de Hadrones para que aparezca la “partícula de Dios”. Todo esto liga en principio esta poética con el realismo, que siempre es una estética que ausculta el latido de un mundo viviente y todavía no disecado por la teoría. He visto citado un concepto de Raymond Williams que es la “estructura de sentimiento”, vale decir, un saber que tienen los sujetos que experimentan un mundo que todavía no está codificado por la ciencia. Tal vez sirva esa categoría para aproximarse a esta poética, una literatura que quiere comprender el mundo en el que estamos a través de la percepción de unos sujetos para nada arquetípicos ni excepcionales. La idea de sentimiento nos viene bien y a ella se aviene la principal decisión narrativa de Vigna: el narrar desde una perspectiva que sabe siempre guardar una distancia justa, que no se lanza jamás a teorizar ni a interpretar la realidad, la cual es percibida como la perciben los sujetos más allá de que se opte por un narrador que participa de las acciones (“El sueño de Monk”, “La mitad de ella”, “Hadrones”) o que narra desde fuera (“Una pequeña sonrisa de colores”, “Pis”). La cantidad de información sobre el mundo narrado es la clave del efecto de estos relatos. Contar sin explicar, mostrar sin interpretar. Por eso no importan las tramas si no lo climas, las atmósferas creadas, la tensión que se establece entre personajes (entre personas) que tratan de relacionarse sin lastimarse demasiado, que tratan de llevar a cabo el milagro de la convivencia sin enloquecer ni asesinarse unos a otros. Todo lo que la literatura trivial da por hecho aquí es puesto en tela de juicio desde el comienzo. Aquí no se narra la historia de una pareja que va a tener un hijo ni la de dos amigos que van a vivir una aventura, tampoco se cuenta la historia de una pareja que comienza ni la de otra que ya está consolidada ni la de un padre y un hijo que pasan (tal vez) sus últimos días juntos. Lo que se hace es descubrir que esos vínculos humanos no se dan sino como anomalías, como una serie interminable de fricciones lacerantes en las que destella excepcionalmente la posibilidad de un encuentro. Visto de cerca, reza un dicho popular, nadie es normal. La normalidad que da por sentada cierta literatura que tiende al estereotipo acá es desenmascarada por personajes que, cuando nadie los ve, parecen freaks o pervertidos o desequilibrados, y, al salirse de la normalidad, paradójicamente, se parecen a cada uno de nosotros, cuando más raros más normales. Hay mucha ropa interior en estos relatos, de hecho uno puede ir del camisón de la escena en la que Ingrid se desviste para dormir o del calzoncillo de Jani que se ducha antes de la fiesta en “Una pequeña sonrisa de colores” a la bombacha que se quita la chica de “El sueño de Monk” y al calzoncillo de su novio, pasando por el calzoncillito de Franco y la bombacha que encuentra escondida en el fondo de la pileta vacía en “Pis” hasta los breteles del corpiño de Silvina en “La mitad de ella” para llegar a la situación en la que Alfonso huele la bombacha de Apollina o mira la de Beatriz en “Hadrones”. Lo que puede parecer una coincidencia o un detalle trivial se revela al cabo como el resultado de una decisión estética: mostrar a los personajes en la intimidad, enfocarlos de cerca, sin soslayar su curiosidad básica por el sexo del otro y sin dejar de enseñarnos su precariedad, su despojamiento material que es también un índice de su indefensión humana. Estos personajes están solos y desnudos en la oscuridad, olfateando los restos de otros seres humanos con la desesperación de animales; son freaks, es decir, gente común y corriente en un mundo que está en peligro y a punto de desaparecer, igual que todos nosotros.
Pablo Dema
Un canto desviado. Sobre "Vuelve", de Lucas Tejerina
- Antes de ponerme a escribir sobre Vuelve, el libro de Lucas Tejerina, me pregunté más de una vez si debía hacer mención a la contratapa que lo acompaña y que lleva la firma de Cucurto. Se trata de un espaldarazo fuerte, aunque también –y fue lo primero que comprobé al leer el poemario- es un simpático catálogo de equívocos. Sin embargo, no pretendo usar los poemas de Vuelve como una excusa para entablar una polémica. Primero, porque tal polémica resultaría presuntuosamente unilateral. Segundo –y es lo que de verdad me importa- los poemas de Tejerina merecen otro tipo de atención o, mejor dicho, requieren de la escucha y deferencia que Cucurto, asumiéndolo con total franqueza por cierto, no les dedica. Se olvida de hablar del libro, y si ese gesto resume, con un jovial desparpajo, la intención de no intimidar al lector ni dirigir su experiencia de lectura, también compendia una actitud que pasa por alto –que omite voluntariamente- la factura poética de los textos que debería comentar o, en todo caso, la subsume en una serie de generalizaciones que los mismos poemas de Tejerina se encargan de volatilizar.
- Cucurto anota que le gusta lo que el autor de Vuelve escribe “porque no es llorón, ni es sublime, ni anda tratando de escribir el gran verso, sino todo lo contrario, un hombre sencillo que nos cuenta pequeños acontecimientos.” En la citada retahíla de porqués se articula un conjunto de predicados en el que asoman, por negación y descarte, dos de los rasgos –todo un par de lugares comunes- a los que suele asimilarse la poesía noventista: el antilirismo y el minimalismo. El rechazo del registro lírico y de lo que se supone son los grandes asuntos poéticos expulsa del poema los sentimientos y toda intención de conmover y/o emocionar al lector a la vez que enfatiza el imperio temático de lo inmediato, trivial e intrascendente. Si bien Vuelve, en cierta medida, acusa recibo de esa poética –que tiende a reducir a cero el impacto de la emotividad, a eliminar el ornato retórico potenciando al máximo la función referencial del lenguaje y a inclinarse por una expresión impávida o burlesca - también produce la aparición de algo distinto y propio, diferente de las etiquetas de un programa de escritura generacional y vinculado con una manera irreductible de vislumbrar y sentir el mundo, de percibirlo e interrogarlo: un cúmulo de sensaciones y dilemas, de perplejidades y deslumbramientos que se trasponen, de un modo peculiar, al plano de la escritura.
- Pequeños son los sucesos que se evocan y narran en los capítulos titulados “Estos son mis pasos a seguir”, “Campo” y “Anhelo”; respectivamente el primero, el segundo y el cuarto de los seis en que se distribuyen los poemas del libro. Y sencillo y directo es el uso del lenguaje que predomina en ellos. Pero en “Campo” -el apartado que comprende siete poemas- de la evocación de un paisaje familiar, desvastado por el paso del tiempo, emerge una mirada nostálgica que se detiene en las ruinas de lo que fue próspero y que empuja al pensamiento a escandir estos versos que recuerdan a Machado: “Ayer es hoy / aún.” O estos otros, en los que la incertidumbre adquiere el tenor de una pregunta que excluye la vía de una tercera opción: “Tiene una duda: / ¿es el comienzo / o el fin?” Lo sencillo y lo mínimo, es decir, la entonación parca, el vocabulario despojado de aditamentos decorativos y la descripción constituida por fotogramas puntuales son una excusa para el yo poético de Vuelve – ese componente de la poesía que el noventismo minimiza y degrada- cobre un protagonismo central a través del planteo de preguntas, de reflexiones y paradojas que, tomando nota de la extrañeza del mundo, de su inaprensible condición, repercuten sobre la propia identidad de quien las profiere y cargan al lenguaje de un espesor resonante y ambiguo.
- Basta detenerse en la tercera sección del libro, “Árbol de nísperos”, para encontrar, en el poema que la inicia, estos versos intensamente líricos: “Y por qué este canto, mi canto / desviado del centro natural de las cosas.” Al modo de un ritornello, la pregunta regresa, levemente modificada, en el tercer poema: “Desviada del centro natural de las cosas / se yergue / perpetua / la otra pregunta: por qué los pájaros.” El punto de partida es una escena que tiene lugar en el patio de una casa del barrio de Alto Alberdi y de la que participan un hombre, un árbol de nísperos y unos pájaros. Oscurece (¡momento lírico por excelencia!), los pájaros cantan y el hombre contempla y escucha. Sucede que lo cotidiano se ha vuelto extraño para quien contempla el árbol y escucha el rumor de los pájaros. Si lo natural (el níspero, los pájaros) posee un centro (un orden, una armonía), el canto –que es lo propio del hombre que observa y oye - se desvía, se enrarece y desencadena las interrogaciones de carácter metafísico, esas preguntas incontestadas que el yo poético retoma como ondas concéntricas. La voz que habla en los poemas denomina “canto desviado” a su decir. El sustantivo recupera de la memoria de la poesía en tanto género literario un aspecto eminentemente clásico del mismo; el adjetivo remarca un rasgo más bien moderno del discurso poético: la idea de desviación, de excedencia de sentido, de significaciones que se multiplican y diseminan. Se canta, no en el mismo tono con que la naturaleza lo hace, sino con un desgarramiento reconcentrado, disonante, insaciable. Se canta, pero de un modo torcido, descarriado. Se canta para interrogar la esencia muda del mundo, que comprende también a la poesía que la interroga corriéndose de los usos convencionales y meramente utilitarios de la lengua.
- En “Árbol de nísperos”, la poesía de Tejerina no sólo se ocupa de temas rotundos e intemporales (el enigma de lo existente, el perdón, la culpa, la extinción, el amor perdido), además transfigura lo dado a la captación de los sentidos en un símbolo de la perplejidad y el desencanto. Y lo hace empleando un tono y un vocabulario “altos” (“yergue”, “perpetua”, “etéreo”, “columpian”, “extingue”, etc.), alejándose del coloquialismo y de los impulsos miméticos de corte realista y eludiendo la mofa característica de la parodia. Esa modulación y ese léxico reaparecen en el segundo poema de “Provincia tristeza”, la quinta sección del libro, en el que se incorpora el motivo de la muerte y se adopta la segunda persona del español peninsular (tú, contigo). El primero y el segundo poema de este grupo hablan del dolor; pero, a diferencia de lo que ocurre en “Árbol de nísperos”, prima en éstos la acumulación de imágenes producto de la asociación libre.
- Dos directrices estilísticas recorren Vuelve y coexisten, a veces, en el seno de un mismo texto: un aliento clásico, conceptual y reflexivo (las reverberaciones de un lirismo atemperado y lóbrego) y un impulso desbordante y caótico (un torbellino de imágenes inconexas y crípticas que sobrepasa la linealidad rítmica y semántica del poema).
- De “O”, el poema que cierra el volumen, el más extenso y decididamente narrativo de todos, subrayo este verso: “la certidumbre es la deformación de la forma”. Este verso expone (desnuda, exhibe) un aspecto de la poética de Tejerina que cobraba un protagonismo dominante en Automotrices. Hablo de una voluntad y, por qué no, de una energía que apunta rebasar los límites de lo que se considera convencionalmente poético. La deformación de la forma constituye un escenario de escritura (una puesta en escena de los signos) donde impera la certeza del “todo vale”, a la vez que asegura una cuota alta de legibilidad ya que la crítica lee la poesía joven o, mejor dicho, lee lo novedoso de cierta poesía que se está escribiendo hoy en Argentina en términos de una tendencia a lo informe. Como desafiando ese consenso -que tolera hasta la celebración desmesurada el abandono de las restricciones formales y, con ellas, la destreza técnica y compositiva - Vuelve ensaya un retorno a un lirismo más bien apocado, ascético y en absoluto irónico.
- En Vuelve, la poesía, este canto extraviado y ensimismado, meditativo y receloso, deviene un acontecer para que un yo exponga sus sentimientos y su perplejidad: “lo abstracto no me alegra / lo concreto me entristece / lo etéreo desespera / colgado de las ramas / donde columpian los nísperos.”, leo en el tercer poema de “Árbol de nísperos” y, en el que le sigue, leo: “En el centro universal de las cosas / se extingue / hueco de amor / la trilogía del hombre/: lo abstracto / lo etéreo / lo concreto.” De un poema a otro, no sólo hay un desplazamiento de lo personal hacia lo genérico, sino una insistencia enigmática que proviene de esa distinción que coloca a lo etéreo, como una alternativa, entre lo concreto y lo abstracto.
- Sublime es un sinónimo de etéreo. ¿Será que a la poesía de Tejerina la “desespera” eso tenue, fluido, evanescente, incorpóreo que trastorna la percepción y disloca las esquematizaciones conceptuales? ¿Será que lo sublime antes que un nombre o un predicado corresponde a lo innombrable, lo que saca de quicio al lenguaje e introduce en el mundo, violentando las formas normativamente idénticas de la lengua, un silencio o una invisibilidad a las que sólo puede aludirse imprecisamente, mediante un nombre de más, imprevisto e irregular? ¿Será por eso que la poesía es un boomerang que nadie lanza, que nadie espera y que viene de ninguna parte a perforar las redes de las percepciones embotadas, la hegemonía de los saberes instituidos y de las normas sociales que entronizan el dominio de lo existente? ¿Un canto desviado, un haz de preguntas en suspenso?
- Los poemas de Vuelve abundan en contenidos de verdad poderosamente enigmáticos. “Serán hechos / de aislada trascendencia”, dice uno. Tal vez Tejerina –y estoy hablando de una voz y, sobre todo, de una escritura- esté, en esos versos, haciendo referencia a sus propios poemas. Hechos del lenguaje, construcciones verbales que encierran minúsculas epifanías, fulguraciones que instalan en el mundo, sin altisonancia pero con gravedad, como si de un rastro exiguo se tratase, la densidad de lo inexplicable, el anhelo incumplido de lo trascendente.
José Di Marco
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