Aquí, con su palabra, en este mundo
Aquí, con su palabra, en este mundo: Apuntes sobre Mamá, de Alejandro Schmidt
I
Desde hace un cuarto de siglo, Alejandro Schmidt (1955) viene escribiendo una de las poesías más entrañablemente intensa de nuestra lengua. Ajena por completo a las modas poéticas nacionales, la escritura de Schmidt es el registro de una voz visceral, inconfundible: el soporte de una lírica potente que surca, en numerosos libros y a altísima velocidad, el camino sinuoso del riesgo.
Mamá (el décimo tercer libro del autor) reúne veinticuatro poemas escritos en Villa María, su ciudad natal, entre 1985 y 2007. Esa localidad del sur de la provincia de Córdoba es la esquina del universo de la que proceden los poemas de Schmidt, un locus de enunciación que funciona como la sede de una cosmogonía y una base de operaciones donde el autor también efectúa su vigorosa tarea como editor de revistas, plaquetas y libros de poesía.
II
Me detengo en las fechas que señalan los años en que comenzaron y terminaron de escribirse estos poemas, y la cuenta da veintidós. Más de dos décadas se tomó Schmidt para darle a Mamá forma de libro. Ese lapso de tiempo indica, más que la duración de una empresa trabajosa, una temporalidad interna, la dinámica de una respiración propia a un proyecto creador que se dicta a sí mismo sus ritmos, treguas y manifestaciones. Me gusta pensar esta poesía como un universo en expansión permanente, producto de un big bang que ocurrió en un tiempo inmemorial, mucho pero mucho antes de que Schmidt escribiera sus poemas iniciales.
Schmidt no estuvo veinte años elaborando este único libro, demorado (a lo Mallarmé, a lo Macedonio) en la composición de una suma textual, absorto por la quimera de un texto imposible y finalmente fallido. Entre 1988 y 2006, publicó diez poemarios. Este dato confirma no sólo la abundancia y continuidad de una obra que parece inagotable; un núcleo poético aparece íntegro, irradiando su incandescencia ya desde el primer libro (Clave menor, 1983), ubicado en una suerte de tiempo suspendido, de infancia previa al lenguaje y sus articulaciones lógicas y sintácticas; un núcleo en torno al cual orbitan, encapsulados, gestándose al unísono, todos los poemas y libros de Schmidt, los que llevan pie de imprenta y los que todavía no. De ahí, entonces, la homogeneidad expresiva que predomina en Mamá, esa sensación de fulgurante frescura que estalla en cada uno de los poemas que lo integran.
III
Existe un estilo Schmidt, un sistema poético que lleva su firma. Pero creo que ambas expresiones (“estilo” y “sistema poético”) son rótulos que empobrecen el modo en que el autor vive y concibe la poesía. En una serie de fragmentos de cartas que intercambiara con María Teresa Andruetto durante catorce años, Schmidt se encarga de explicitar (sin eufemismos) su desprecio por la prolijidad, la artesanía, el modo justo, lo deliberadamente bien hecho, el programa, la astucia, el artificio desmedido. A su entender, toda una serie de mezquindades que banalizan el hecho creador y lo restringen al orden del cálculo, la carrera literaria y la política cultural (la política cultural convertida en tráfico de influencias y feria de vanidades).
Al ocuparse del lenguaje, George Gadamer señala que uno de sus modos de ser es el diálogo y describe al diálogo partiendo del juego, como un proceso dinámico que engloba al sujeto o a los sujetos que juegan: “La fascinación del juego para la consciencia ludente reside en ese salir fuera de sí para entrar en un contexto de movimiento que desarrolla su propia dinámica”. La esencia del juego no radica en el aprendizaje y la aplicación de reglas (en seguir un reglamento para obtener un resultado) sino en dejarse envolver por el transcurso de su marcha.
Hay en la poesía de Schmidt una inclinación resuelta a permitirse llevar por el devenir de las palabras, de extraviarse en la energía loca del lenguaje, de jugar a fondo ese juego peligroso en el que las prescripciones y las metas preestablecidas pasan a un segundo plano y en el que la conciencia del sujeto deriva sin ataduras. Esta voluntad de entrega implica una renuncia consciente a la perfección formal, una reticencia con respecto a la forma plena y absoluta.
La poesía atraviesa la subjetividad del poeta, trasmuta los avatares de su historia personal. Éste toma nota de los dictados de una voz ajena que lo excede, y que es una energía brutal y desbordante. Más que un género literario, que un discurso, que una retórica, que un acontecimiento de orden lingüístico, la poesía asume la forma enigmática de un misterio. Pero, en este caso, el misterio es cercano, extrañamente familiar, un aura que reviste con su vecindad inasible los objetos y las situaciones más cotidianos.
IV
La poética de Schmidt combate algunos lugares comunes de la poesía, en especial la figura del poeta como un iluminado (tema sobre el que ironiza en buena parte de su obra). Si la muerte, el diálogo con los ausentes queridos, es otra de sus temáticas estables, esta obsesión no transforma, necesariamente al poeta, como postula la escuela órfica, en un penitente plañidero, pasivo receptor de visiones y mensajes transmundanos que lo otorgan la función de un medium.
Las iluminaciones de Schmidt, las imágenes de alto voltaje que se incrustan en sus poemas como esquirlas de un meteorito, resplandecen para mostrar la irrecusable finitud del ser humano, la contingencia que lo define como tal, y su complementaria sed de perdurabilidad y belleza. Entregado al don inmerecido de la poesía, el poeta se encarga de repartirlo entre sus pares (otras mujeres, otros hombres) aquí, con su palabra, en este mundo de pesadillas, incertidumbres y pequeñas alegrías pasajeras (epifanías de bolsillo, sencillas redenciones).
También disputa –a mi entender- con otras dos fuertes cristalizaciones ideológicas que se han impuesto en la poesía argentina de la última década. Uno de esos clichés responde a la idea de la “mala escritura”, lo malo ex profeso. Escribir voluntariamente mal y “sonar” malo se han vuelto marcas paradójicas de calidad y buena prensa. Además de ignorar con orgullo y jactancia las herramientas básicas del oficio de poeta (ese que se construye invisiblemente, a los tropiezos, yendo de vacilación en vacilación hasta la derrota anunciada), se trata de parecer cínico o, en el mejor de los casos, indiferente.
La otra de tales supersticiones (y que comprende a la anteriormente mencionada) se vincula con lo que Fredric Jameson denominó “el ocaso de los afectos”, una de las facetas que constituyen la estética posmoderna: la desafección intencional que se vuelca a favor del pastiche, un ejercicio de la jovialidad y la burla canchera que se expresa en eslóganes del tipo “la lírica ha muerto” y que rebaja la percepción poética a un estado de lisa y llana estupidez.
Schmidt ha confesado su adhesión al Romanticismo, una estética en la que predominan las turbulencias del yo, la lógica desplazada del sueño y las visiones fulgentes y desgarradoras. Más que una red temática o un conjunto de procedimientos (antes que un repertorio de motivos o un catálogo de técnicas), su romanticismo conforma una cosmovisión en un sentido fuerte; es decir: una postura ante el mundo, una apreciación de la vida que hace de la poesía un modo supremo de conocimiento. No hay que confundir (que rebajar) esa cosmovisión con un método, con un camino evidente para alcanzar una verdad trascendental sino, más bien, de asimilarla, analógicamente, a una experiencia que desafía los trayectos prefijados, los pasos seguros y los atajos, y que afronta, con valentía y sin escándalos, las encrucijadas, lo provisorio, los errores, el azar.
Se trata, por el contrario, de producir, con la escritura, experiencias inauditas, de trazar sendas bruscas, recorridos que subvierten las cartografías trazadas de antemano. Traduciendo a su manera (como siempre) un enunciado aristotélico, Heidegger dice que el hombre es la bestia que mora en la proximidad de los dioses, que lo humano se caracteriza por su incompletitud y un anhelo agónico de trascendencia. De eso habla, en el fondo, la poesía de Alejandro Schmidt, de un afán despedazado e insatisfecho de infinito del que la poesía debe hacerse cargo para no convertirse en un fetiche, en una mercancía, en un objeto de estudio académico, en un chiste de culto. Un soplo íntimo y al mismo tiempo cósmico para el cual la lírica es un cauce precario y desbordable. Por eso, su visión romántica del hecho poético (que no se confunde con el sentimentalismo ni la profecía metafísica) deviene una ética y una política de la escritura.
V
En Mamá encontramos los rasgos característicos de la poesía de Schmidt: la disposición gráfica del texto, una plasticidad en la que predominan los espacios en blanco y los versos cortos (a veces una palabra constituye por sí sola una estrofa); la métrica irregular (como si el poema respondiera a un ritmo y una acentuación internos, inestable y cambiante); el empleo mínimo de los signos de puntuación y la prescindencia de nexos y conectores (lo que dota al discurso de fluidez y ambigüedad semántica); las preguntas retóricas (que expanden el sentido del texto dejándolo abierto, indeterminado); la aparición constante de la primera persona; la irrupción centelleante de la imagen.
Blanco privilegiado y motor de numerosas imágenes es la figura materna: “Mi madre se transforma en perro”; “árbol negro / mi madre / al borde de la ruta”; “el barco era mi madre / y su bandera un cuervo”; “Existe un lugar donde va la muerte / con sus bolsos llenos de pan // y está en mi pecho / madre”; “Vestida de turquesa / pasa mi madre con el luto en brazos”. Además de ligarse con la muerte, esta figura conecta u arma una red (a lo largo del libro) con otras que remiten a la sequedad, la malicia, el dolor, la indiferencia, la asfixia, la ferocidad, el egoísmo. Si cuando se la invoca, no acusa recibo (“y no acudió mi madre”), su presencia tampoco ofrece amparo ni consuelo (“muda / en nosotros”).
Nombrada con insistencia, desde una intimidad desgarradora y en ciertas ocasiones tragicómica, la mamá de estos poemas no es la mítica madre vallejiana, fuente de abrigo y alimento, sino un recuerdo pesaroso o una compañía irritante. El yo poético no asume, para nombrarla, la postura de un huérfano desvalido ni las modulaciones cálidas que procuran el cariño o la pena. En su voz, resuenan tanto el reproche como el desquite, tanto la resignación como el alivio. Sin embargo, hablar de mamá (hablar con ella) instala inmediatamente la palabra del hijo en el ámbito de la poesía, un territorio donde el lenguaje se sale de quicio y deriva en analogías potentes, en conexiones impensadas (“puente es la noche / los árboles”), en pasajes donde lo trivial se desnuda y muestra sus verdades tan maravillosas como escalofriantes: “nacer es un largo trabajo violento / afuera del silencio de mi madre”.
No es posible nombrar a la madre –parece decirnos y decirse Schmidt, como aceptando a regañadientes una penitencia-, asentir su presencia omnipotente o rastrear las huellas de su ausencia irremediable, tomar nota de sus transformaciones o llamarla en vano, sin que la lengua se electrice y cargue de esa energía indómita que tan bien caracteriza a la poesía del autor.
Frente a la ausencia-presencia perturbadora de la madre, el fantasma del padre se presenta, en cambio, pródigo en sentimientos de calma y compasión. Pero es mamá quien hace rabiar a las palabras del poeta y dispara su escritura, embarcándola en un vértigo no exento de meditaciones y cuestionamientos. Es en el nombre de la madre que el hijo saca a relucir su condición de poeta y lanza como bolas de fuego sus plegarias no atendidas.
VI
Fabián Casas dice que un clásico es “una obra que de alguna manera establece ella misma los parámetros sobre los que va a ser percibida.” Quizás a pesar suyo, Schmidt ha producido ya un corpus de textos que merecen ese adjetivo. Aunque se trata de un clásico bizarro, informe, vital que requiere de una hermenéutica desprejuiciada, capaz de adentrarse en la lógica convulsa que aquel propone. Mamá es otra pieza única de este mundo poético que se yergue a sí mismo, firme y en permanente expansión.
José Di Marco
Diciembre de 2007
Ambigua dulzura
Acerca del libro de poemas mamá, de Alejandro Schmidt. Ediciones Recovecos. Serie “Poesía del profundo sur”. Villa María. 2007 (39 p).
En el ámbito de la Estética hay antiguas discusiones acerca de si es factible establecer definiciones generales de arte. Un argumento en contra de esta posibilidad es el carácter dinámico del fenómeno artístico y la comprobación de que toda definición es histórica y puede reducirse, en última instancia, a una poética en particular. De igual modo sucede con la poesía. A una definición general del hecho poético cabría siempre la necesidad de agregarle la salvedad de que se trata de una poética a la que un sujeto o un grupo quieren darle un carácter universal. De todas maneras, y una vez establecidas estas salvedades, encuentro seductor el esquema dual que propone Ricardo Herrera para distinguir dos modelos de escritura poética: una de carácter “pétreo, diamantino, icónico” y otra de carácter “sanguíneo, ígneo, efusivo”[i]. Tal distinción (no dualismo ya que el mismo implicaría ubicar una poética en uno u otro lado en tanto que la distinción permite considerar un sinnúmero de elementos intermedios entre los dos extremos), es útil para situar la figura de Alejandro Schmidt en un espacio cercano al extremo dedicado a las escrituras marcadas por el carácter sanguíneo, ígneo y efusivo. Esos tres adjetivos, los dos primeros en particular, de alguna manera dan, a mi entender, en la clave del temperamento de Schmidt. Dicho temple de ánimo se advierte tanto en el entusiasmo y la energía con que edita y difunde a otros poetas como en las modalidades adoptadas en sus intervenciones orales en mesas redondas sobre poesía y en el tratamiento que le da a los temas abordados en sus libros. La potencia expresiva, el laconismo y la aparición fulgurante de las imágenes son algunos de los recursos que Schmidt utiliza en este caso para explorar la figura materna.
En la poesía en lengua castellana una de las imágenes más potentes de la figura materna es la compuesta por César Vallejo. En las “Canciones del hogar” de Los heraldos negros la madre es caracterizada como un ser “tan suave, tan ala”. En Trilce se la presenta como una “mamá todo claror” y, en el mismo libro, la madre provee el alimento primordial: “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos/ pura yema infantil innumerable, madre”, dadora de un “pan inacabable”. La madre, en tanto ser que da la vida, queda rodeada de un halo sagrado que el poeta celebra y mantiene como un sentimiento de gratitud intachable.
El libro de Alejandro Schmidt encuentra su unidad en la presencia de la madre, de la “mamá” indicada en el título, en todos los poemas; y su marca distintiva es el lugar problemático, ambiguo y hasta negativo en el que la madre es puesta por el hijo. Ya sea que la primera persona le hable en segunda persona a su progenitora, ya sea que realice una reflexión acerca de ella o que reconstruya, apelando a la memoria, una escena vivida por ambos, los poemas se suceden como interrogaciones, cuestionamientos, reproches y hasta acusaciones a la madre. El acápite que elige Schmidt marca desde el principio el temple revulsivo del libro. La estrategia utilizada aquí es el uso de acepciones de la palabra madre que da el diccionario: “hembra que ha parido”, “hembra respecto de su hijo o hijos” y “alcantarilla o cloaca maestra”. Estas definiciones despojan al ser maternal de todo rasgo volitivo, eluden la mención de todo vínculo afectivo entre la madre y el hijo y lo reducen al acto biológico puro en el caso de las dos primeras y agregan un componente inhumano con una connotación negativa en el tercero. Sintetizada, la tercera definición es: Madre: cloaca.
El mandamiento religioso de honrar al padre y a la madre está incorporado como principio moral laico en nuestra cultura. Y el imperativo de honrar y respetar a los progenitores cobra mayor fuerza en el caso de la madre. Ese poderosísimo tópico de nuestra cultura es el que Schmidt ataca en su libro, ésa es la valla que su temperamento febril salta movido por una sed de verdad y un coraje inauditos. La Madre Ideal que cantan los poetas, nos dice Schmidt, no es mi “mamá”, esta persona de la que he nacido y con la que viví. Poema tras poema, la madre es asimilada a seres que comparten entre sí un costado salvaje y depredador: la madre es un perro –p 17-, una urraca, un vampiro, un lobo, una esfinge –p 18-, es un barco cuya bandera es un cuervo –p 34-, es una leona –p 37-. Si en la poesía de Vallejo la madre da un pan infinito, en el libro de Schmidt la madre invierte su rol y, en vez de dar, devora. En el poema “Que dio” –p 13- la madre es evocada en sucesivas escenas de ausencia: “y no acudió mi madre/ estaba cobrando lágrimas/ estaba en el doctor/ se fue de viaje”. Y, finalmente, la madre es la que “comía/ cada corazón/ que dio”. El ritmo del poema se lentifica, los versos se acortan y el final es lapidario tanto para el oído del lector como para el corazón del hijo. Recursiva es la imagen de la madre consumiendo el corazón del hijo: “hiciste la pomada/ de mi corazón// aceite fue/ para tu lámpara” –p 26-, dice en “Algo más”. En “Sol” –p 22- la madre “sonrió/ y con sus dientes dorados/ me arrancó el corazón”. La madre devora, rasga, lastima y cuando no lo hace ofrece su dolor, su ser impávido de “árbol negro”, de “yuyo”. Es una presencia que “quita el aire” y de la cual hay que poner distancia para poder vivir. El padre ausente es el padre muerto pero su ser es una presencia vivificadora y libertaria que queda equiparada al viento; la madre está pero para frustrar el ímpetu del “corazón entusiasta del hijo”. Y si en todo el libro el hijo expresa que su vida sólo es posible en la medida en que huye de la madre, el último poema dibuja la parábola de un retorno. Como si el que hubiese necesitado escapar fuera el hijo pequeño del primer poema, el de “6, 12, 18” años; el del último poema, el hombre que “alcanzó a caminar lejísimo” puede decir: “leona// ahora// he vuelto” –p 38. Porque si bien Schmidt hace un gran esfuerzo por no doblegarse ante al mito conformista de la madre perfecta, hay algo de ese mito que permanece como un resto de verdad: la perduración en el tiempo de la fusión madre-hijo, esa conexión que deriva del hecho de que el hombre sabe que su ser tomó la materia del cuerpo de la madre. Por eso, tal vez, es que “La madre no es algo que se piensa” (“Debería” p 18) sino algo que se siente, que está en el cuerpo, en la sangre. Dice el hijo: “(madre) mi pecho es tu labor/ tu reposo” (“En mi pecho” p 25). Y en “Lengua materna” se aprecia la imposibilidad de discernir la palabra propia de la palabra de la madre puesto que la lengua que el hijo habla es un don de la madre. Se pregunta el hijo: “¿la digo a ella en mí?” (p 21). El hijo reprocha y acusa, pero también recuerda el chocolate que la madre le dejaba en la almohada, las idas al cine, los guisos de “repollo y corazón” que la madre hacía. La antigua fusión madre-hijo perdura en el tiempo como un cordón de melancolía y de ambigua dulzura que sigue siendo la fortuna de ambos.
Pablo D.
[i] Lo entrañable y otros ensayos sobre poesía; Ediciones Del Copista; 2007, Córdoba. p. 101.
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