Sin pena en la palabra, de Osvaldo Guevara
Sin pena en la palabra, de Osvaldo Guevara
Código Gráfico, Villa Dolores, 2007
Los treinta y cuatro poemas de Sin pena en la palabra, el último libro de Osvaldo Guevara (Río Cuarto, 1931), se distribuyen en nueve partes, cada una de las cuales toma su nombre de uno de los poemas que la integran. No obstante, el volumen en su conjunto lleva por título el de un poema que no forma parte de ninguna serie y que cumple una suerte de función inaugural. “Sin pena en la palabra” (el poema al que se alude) muestra que, para Guevara, la poesía, aun cuando la primera persona comanda la enunciación, es una boca en la que se deja oír la voz del otro, un diálogo cuyo sentido depende, en última instancia, de la presencia del lector (que es el semejante del poeta, su aliado incondicional).
Pero, además, ese poema introduce el tono que predomina en todo el poemario: la pesadumbre como un acento grave que resuena con insistencia y que la escritura procura transformar en gozo o, al menos, en un sentimiento que impulse a la reflexión. Por eso, cuando hablan de la inminencia de la muerte (“Barridas”), o del transcurso corrosivo del tiempo (“Viajeros”), o del agotamiento del amor (“Nosotros”), los poemas se invisten de una belleza rotunda y lacerante.
Se trata de una forma de la belleza que proviene de un trato con el lenguaje que privilegia, siempre, su dimensión tropológica. En lo que Guevara escribe, poesía es sinónimo de belleza, en la medida en que el lenguaje (el cotidiano, el usual) se somete a una transformación artística. Lo bello no es una variable del tema a tratar sino, más bien, el producto de una exploración de las posibilidades materiales y semánticas del lenguaje, de su prosodia, de su retórica y de sus significaciones. Para Guevara, la poesía induce un efecto estético, más allá del peso o la densidad de una temática en particular; a pesar de que, como en este caso, la muerte (la caducidad, el desamparo) se constituya en el asunto por excelencia de Sin pena en la palabra.
Sin embargo, ese tono pesimista y por momentos irónico (como en “Celebraciones”) se atenúa para ser un testimonio de los prodigios que irrumpen el seno mismo de lo cotidiano. En “Migas”, en “Músicas” y, sobre todo, en “Superficies” se exalta la naturaleza y se celebra la vida sencilla, se toma nota como al pasar de lo que ocurre a diario y se entrega, pródigo, al goce inmediato de los sentidos. Así, la escritura de Guevara exhibe la sensualidad celebrante, el colorido, el ritmo y la plasticidad de sus primeros trabajos poéticos.
En la octava parte este libro (denominada “Zoonetos”), el escritor vuelve a practicar una forma que le es grata y en cuya ejecución pone a la vista, una vez más, su destreza técnica para reanimar un esquema métrico y una versificación en apariencia inertes. Si en los sonetos la naturaleza se vivifica por las presencias de un colibrí y de un caballo, en “Homenajes”, el último apartado, la amistad se presenta como un vínculo que la enfermedad y la distancia convierten en tributo de la melancolía y la evocación.
“Poetas”, la primera parte de Sin pena en la palabra, consta de dos poemas en los que se entabla una polémica entre pares. Guevara les responde a aquellos que fustigan su presunta humanidad: “El poeta y el hombre / en mí caminan con el mismo paso” (“Poetas”), y toma distancia, invocando una famosa rima de Bécquer, de “esos poetas” que creen saberlo todo acerca de la poesía: “Yo no sé lo que es la poesía. // Tal vez / mi poesía sí // y no sepa decírmelo” (“Poesía eres tú”). Asoma, en ambos, la postura poética de Guevara en tanto que una actitud vital, una ética: el reconocimiento de los lazos de pertenencia del poeta (que no son geográficos ni coetáneos) y de la poesía como un misterio, un don que se sustrae a la deducción racional y científica. Más que un saber o que una habilidad, antes que la expansión de una personalidad extravagante, la poesía ocurre (sin preparativos, sin propósitos) como un encuentro impensado con los más recóndito del mundo y de uno mismo; ella es el resguardo de su verdad y su razón de ser, el silencio, un resto incomunicable, un punto de fuga
En Sin pena en la palabra, el lenguaje de Guevara se presenta lacónico, despojado, implosivo. La tropología propia de su decir poético –resultante de la convicción de que la poesía es un lenguaje figurado, una transfiguración deliberada- se ajusta a un léxico llano, a una sintaxis límpida y a una versificación libre. La brevedad de la mayoría de los poemas (casi aforística en algunos casos) es la manifestación externa, visual si se quiere, de una opción artística y expresiva que cobrara relieve en Diario de invierno, de 1990. Esa aventura se mantiene intacta; aquí, Guevara continúa sondeando la intimidad áspera de la lengua en busca de una expresión sustantiva, descarnada.
Sin pena en la palabra es el libro de la senectud de Osvaldo Guevara. Una luz crepuscular nimba sus poemas: destellos de una sensibilidad y de una imaginación que ha conjurado los fantasmas del agotamiento poético y que asume la poesía como una forma de vida, una percepción de la realidad y un trato con las palabras que permite afrontar, con inteligencia, humor e ironía, la vejez como antesala natural de la muerte. La congoja deviene una visión del mundo en la que la conciencia de la propia finitud no impide el goce de la vida como una renovación cotidiana y constante.
De la perspicacia, gravedad y desconsuelo de la misma, pero también de la esperanzadora redención que la contrapesa, la escritura de Guevara obtiene su vigor y su brillo.
José Di Marco
Sebald, Larrosa, Benjamin, Paul De Man, las vacaciones, la lectura, la amistad, este blog…
Este blog nació, como muchos, como un cuaderno de notas de lectura, como un espacio para volcar apuntes cotidianos de los encuentros con textos que de alguna manera nos movilizaran. Enseguida, como aprovechamos algunos textos que ya teníamos escritos, se transformó en un blog un poco intimidante, algo tal vez demasiado serio. Un poco por el temperamento de quienes escribimos acá (¡somos tan reacios al espontaneísmo!, ¡tenemos una relación con la literatura tan vitalista en la charla y tan seria en la escritura!) y, sobre todo, me parece, por el extremo rigor crítico de José. Por eso sentí, en estas semanas, que el blog se me iba haciendo ajeno, que no podría incluir notas a la altura de las de mi amigo que me precedían.
En estas semanas he leído cosas que, me parece, son muy interesantes, pero de las que no me atrevo a escribir nada en particular. Sin embargo he tomado unas notas en un cuaderno y he mantenido un diálogo imaginario con José sobre lo que leí aunque también intercambiamos algunos mails donde mencionamos en qué anda cada uno. En enero, dijo José en un correo, me dedicaré a Nietszche y a Foucalt, pero también vi en el diario que recomienda una novela de Chejfec y un libro de ensayos de Silvio Mattoni (¡vaya lecturas de verano!). Yo leí Austerlitz de W. G. Sebald, poesía de Aldo Oliva, cosas sueltas varias y una parte de un libro de Jorge Larrosa sobre la lectura en el que retoma “La tarea del traductor” de Walter Benjamin, lo cual me trajo a colación las conclusiones de La resistencia a la teoría, de Paul De Man, que leí hace unos meses.
Partiendo de una cita de Sebald voy a Benjamin y a De Man para decir algo sobre la literatura que he tratado de expresar en distintas oportunidades. Dice Sebald, el narrador de su novela:
De vez en cuando ocurría que se perfilara en mi cabeza un razonamiento con hermosa claridad, pero sabía ya, mientras esto sucedía, que no estaba en condiciones de retenerlo porque, en cuanto tomara el lápiz, las infinitas posibilidades del idioma, a las que antes podía abandonarme con confianza, se convertirían en una mescolanza de frases de pésimo gusto. No había giro de frase que no resultara una lamentable muletilla, ni una palabra que no sonara lamentablemente falaz.
Creo que esta sensación que describe Sebald, que me parece que nadie que intenta escribir desconoce, aparece, entre otros muchos lugares en “La tarea del traductor” de Benjamin, texto largamente comentado por Paul De Man en sus conclusiones a La resistencia a la teoría. La resumo así: usar el lenguaje es traducir a una lengua natural un significado intencional situado en (¿la mente de?) el usuario. En esa traducción el significado que se quiere transmitir se desestabiliza, en el pasaje de lo que se quiere decir a lo que se dice efectivamente (Benjamin) intervienen una serie de figuras o tropos y estructuras sintácticas ambiguas (De Man) que dan lugar a significados inesperados, a indecidibilidades semánticas.
De lo anterior se desprende la idea de que hay una suerte de significado “puro”, prelingüístico, algo así como la sustancia del contenido devenido materia cuando se le da una forma, en términos de Hjelmslev. O, más bien, hay, para Benjamin, una lengua “absoluta” que funciona por “detrás” de las lenguas naturales. Así como el significado “original” de un texto escrito en una lengua natural sufre una desestabilización al traducirse a otra lengua, el significado cifrado en esa lengua “absoluta” se desestabiliza al pasar a la primera lengua natural, con lo cual el texto “original” ya sería una traducción y no tendría un significado monolítico, “original”, que traducir. De ahí que la tarea del traductor esté destinada al fracaso, y de ahí también que la lectura de un texto traducido sea tan legítima y relevante como la lectura de un texto leído en el original. Es más, un texto bien traducido al español del (por ejemplo) alemán puede estar más cerca del original (del querer decir del autor) que el propio texto en alemán (lo que efectivamente dijo el autor).
Obviamente, desde una postura cercana a Derrida, inmediatamente habría que tachar a esta postura de logocéntrica y metafísica porque el significado puro es algo que se da por supuesto pero no está en ninguna parte, es algo inteligible pero no sensible. Al final de La resistencia a la teoría se reproduce un debate en el que se le pregunta a De Man sobre esto pero él se va un poco por las ramas y repite lo que ya había dicho en la conferencia. Dice De Man: cuando quiero decir, o tengo la intención hablar, acerca del ¨pan”, tengo que decidirme por “pain”, “bread”, “brot”, etcétera. Y al traducir lo que quiero decir a una frase concreta el sentido de “pan” se desestabiliza, se carga de ciertas connotaciones en francés distintas de las que adquiere en inglés, alemán o flamenco. Ahí se ve claro que para De Man los tropos no son un aditamento del lenguaje sino que lo constituyen de manera inmanente, de ahí que pueda estudiar los tropos y figuras en poetas y filósofos deconstruyendo implícitamente la distinción literatura-filosofía.
Las palabras son algo rudimentario. Pueden llegar a perfeccionarse, pero es como que son insuficientes para expresar todo lo que sentimos. (…) Las palabras lo que hacen es sustituir ese otro lenguaje que nos falta. Por eso tuvimos que inventarlas.
Lo que quisiera decir sobre la literatura es que esto que veo en Benjamin y en De Man, lo veo permanentemente en todas partes, y creo que sirve para expresar lo que hacen los escritores y lo que yo mismo siento con respecto al escribir. La cita anterior es de una entrevista hecha al cantante cubano Silvio Rodríguez, me topé con ella en el baño de la casa de unos amigos en San Marcos, en estas vacaciones, y aludo a esta situación para dejar en evidencia que esa idea que está en la filosofía está presente también en todos aquellos que trabajan con el lenguaje y aparece en lugares no filosóficos como la revista veintitrés en un comentario al pasar. De Silvio Rodríguez rescato dos cosas, o, mejor dicho, repito: escribir es intentar, infructuosamente, traducir a una lengua natural (por ejemplo el español) algo que se siente y que está cifrado en un lengua, por decirlo de algún modo, interna, que imprime en nuestro interior un mensaje que se nos muestra pero cuyo código desconocemos.
Ayúdame a sobrevivir, tal vez le habría dicho interiormente, si hubiera sabido formular el sentimiento, porque siempre en mi infancia, en mi adolescencia y después, por bastante tiempo, sufrí de vivir.
La misma tarde de la cita de Silvio Rodríguez, en la casa de Silvina y de Leo, como no se podía leer nada “de corrido” ya que charlábamos y disfrutábamos del encuentro, me puse a hojear al azar cosas de la biblioteca. Un seminario de Lacan sobre la angustia (la dueña de casa es psicóloga), un manual para padres primerizos (soy padre primerizo), una antología de cuentos escritos por mujeres compilada por María Moreno. En un cuento de Silvina Ocampo, una niña se refiere a lo que le hubiese dicho a un perro pintado en un cuadro: “ayúdame a vivir….” “…si hubiese sabido formular el sentimiento”. Es notable que esta idea aparezca con mucha frecuencia en escritos literarios, Sebald, Ocampo, Rodriguez (un poeta también al fin de cuentas, si no recuerden esto: “me quito el rostro y lo doblo/ encima del pantalón/ si no he de decir tu nombre/ si ajeno se esconde/ no quiero expresión…”) aunque repitamos la cantinela de que el literario es un lenguaje intransitivo, autotélico, que se basta a sí mismo, etc. Yo creo que escribir es (intentar infructuosamente) traducir un estado anímico, una constelación de emociones significativas, es bosquejar una cartografía compleja que es pathos y logos, razón y emoción concentrada en un lugar del interior que podríamos llamar, por comodidad, el corazón. Es el paso de un querer decir a un discurso concreto. Como en la traducción de un texto, esa tarea nunca está acabada y siempre es imperfecta; tal vez uno podría considerarla “buena” o aceptable cuando, pasado un tiempo de la escritura del texto, al releerlo, se recupera ese complejo emotivo racional, esa estructura sentimental significativa que se tradujo y que se sentía al escribir. De ahí que haya un imperativo autobiográfico (en un sentido amplio) en toda literatura, según mi opinión. ¿Escribir? Ir en pos de un tesoro enterrado en el corazón y sacarlo a la luz para tocar el corazón de los otros. Escribir: comunicarse, salir de la absoluta soledad a la que la individualidad nos condena, sentir que otro puede sentir lo que siento. Leer: ser tocado por lo que otro siente y entrar en sintonía con él, captar la humanidad de otro y dejarme conmover y modificar por la visión del otro, por el mundo abierto por el otro.
Creo que la idea anterior no difiere mucho de la del objective correlative de T.S. Eliot: buscar un “correlato objetivo”, una estructura lingüística que nombre algo susceptible de ser percibido por los sentidos (visto, oído, olido, etc.), algo objetivo. Los “pétalos sobre una rama negra húmeda” del verso de Pound son el correlato objetivo, la imagen visual de un sentimiento del poeta. Todos tenemos sentimientos igualmente dignos de ser llevados al arte, el tema es cómo uno se las arregla para traducirlos del mejor modo posible y sin recaer en fórmulas trilladas. Yo no recomendaría a un joven poeta dejar de lado su yo, al contrario, le diría que sólo se puede escribir acerca de uno mismo, a partir de uno mismo, la cuestión es hallar una voz para expresar la propia singularidad. Todos conocemos la congoja que provoca la indiferencia de un ser querido, pero no es lo mismo decir: “tu indiferencia me lastima” que decir: “mi corazón es un ánfora que se cae y se parte/ tu silencio lo recoge y lo guarda, partido, en un rincón”. La poesía está en el lenguaje, en las palabras únicas que encuentra Pessoa para expresar lo que siente, no en la profundidad del dolor, que es seguramente tan hondo como el de cualquier persona que no escribe.
No se puede escribir sino de sí mismo en el sentido de que no se puede escribir sino lo que está en la conciencia, en el corazón, en el cuerpo de cada escritor. Sade escribiendo con su sangre sería la imagen perfecta de esto, la obra está hecha, literalmente, con lo que hay en el escritor, es el escritor. Saer también, describiendo la escritura a mano, el volcarse del cuerpo y sus humores en el papel.
Este tema, poner por escrito lo que se siente, no es en absoluto banal ni trivial; al contrario, es sumamente complejo y difícil de llevar a cabo honestamente ¿Quién puede expresar lo que le pasa de manera que otro lo comprenda y pueda llegar a sentirlo? ¿Quién sabe de verdad qué “le pasa”? Una posición semejante no tiene por qué dar lugar a un arte necesariamente subjetivita o individualista. El subjetivismo no es una posibilidad para el escritor, es un a priori. Estoy obligado a usar mi voz, hablar desde mi perspectiva (aun cuando quiera recrear una perspectiva ajena yo la imagino). Por eso, para mí, escribir no es, como para muchos, entre ellos mi copartícipe en este blog, una forma de ser otro, una forma de salir de mí mismo, sino, al contrario, escribir es aceptar el desafío de construirme, de inventarme un yo (que está siempre incompleto) desde el cual hablar.
¿Por qué no individualismo? Porque puede suceder que lo que “le pasa” a un escritor sea su preocupación por lo hambrientos, que tenga ese pathos, que traduzca ese sentimiento. Entonces será un escritor político porque lo que le pasa será la preocupación por lo que nos pasa como sociedad.
En cierto modo, creo que todo se puede leer desde acá, incluso también las poéticas no programáticas deudoras de las vanguardias históricas tipo Aira. ¿Qué “le pasa” a Aira? ¿Qué tiene en la cabeza, qué traduce? Una escritura concebida como una práctica que es puro devenir, que no se deja someter a ninguna función preestablecida. Ese antiplan es el plan que Aira traduce con una energía, un coraje y una coherencia inauditos. La gran maldición de un escritor es no tener nada que decir, es escribir sabiendo que en el fondo no hay nada. Si hay amor, si hay dolor, si hay resentimiento, si hay una certidumbre, hambre de gloria, de paz, de igualdad, si hay algo en el corazón, la voz aparece y la literatura ofrece una máscara que recubre esa verdad interior para hacerla visible. Si no hay nada que decir, se escriben idioteces.
Yo leo a Proust desde acá, y a Kafka. Sus textos son en verdad profundos en el sentido de que hunden sus raíces en una necesidad vital absoluta. Ellos son su literatura, su verdad no está en ninguna parte concreta sino en la estela de luz que deja el arpón del lenguaje lazado hacia las profundidades de un yo que amenaza con disolverse. Dice Proust en El tiempo recobrado:
…ese libro esencial, el único libro verdadero, un escritor no tiene que inventarlo en el sentido corriente, porque existe ya en cada uno de nosotros, no tiene más que traducirlo. El deber y el trabajo de un escritor son el deber y el trabajo de un traductor
En Borges creo que también hay algo de esto cuando habla del Quijote: el Quijote no es un texto literario perfecto, tiene párrafos larguísimos y otros breves, errores en la nominanción de los personajes y otras fallas, pero su personaje principal es verdadero, surge de una verdad interior del autor y es un clásico porque Cervantes logra hacernos llegar esa verdad. Hay otros textos muy correctos, llenos de “tecniquerías” dice Borges, que son pura cáscara, que no tienen un centro, un corazón verdadero. Mal que nos pese, diría, y por disonante que sea en esta época, el lenguaje es un suplemento, una puesta en discurso de algo que tiene que estar antes, y si antes no hay nada, por más buena redacción que haya, ese vacío previo se nota y es sentido como carencia. Tenemos un texto correcto pero hueco. De ahí que haya textos “mal escritos” que son clásicos pese a sus fallas técnicas. Perduran porque tienen algo, un resto de verdad que, de un modo misterioso, sigue cautivando.
Bueno, estas son un poco las lecturas y las notas, seguro que algo pretenciosas, de estas vacaciones. Las dejo para que las anoten a su vez los que visiten el blog, que también son un poco amigos si es que han venido a ver lo que pasa por acá. Pienso que, en cierta forma, algunas amistades se sostienen en un tema de conversación que lo abarca todo y que nunca termina: la lectura. En cierto modo, las charlas con algunos amigos van y vienen sobre mil cosas, incluso cosas íntimas o trivialidades (una gastritis, lo caro que está todo) pero en el fondo se sostienen en la pregunta tácita y la respuesta que en algún momento aparece: ¿qué estás leyendo? Lo que uno está leyendo es un ensayo sobre poesía (que uno le pasó al amigo) o una novela (que el amigo descubrió y le prestó tiempo atrás a uno) o un libro de poemas de un poeta que ambos conocen por su lado o que uno adora y el otro no entiende o directamente detesta y a partir de esa lectura se va volviendo, envolviéndolo al otro, hacia uno mismo, mientras el otro también queda comprendido en ese gesto. Contar lo que estamos leyendo es abrir al amigo la perspectiva personal desde la cual se mira, es incluirlo también al otro y a la vez esperar el enfoque que da la alteridad. En estas conversaciones las jerarquías de los interlocutores (que pueden ser notables en un aula, en las instituciones, en los respectivos curricula) son limadas por el devenir de la charla y la rara intimidad que genera la pasión común por la lectura. Es un ir y venir de la voz del lector al texto leído y de éste a la voz del amigo que superpone su mirada sobre ese mismo texto. Al final de la conversación y con el último trago, cuando las obligaciones laborales nos reclaman desde el reloj, cuando las familiares llegan mediante los mensajes de texto, queda flotando en el aire un manto de silencio, un abrigo tenue hecho por las palabras compartidas gracias a la lectura individual. Todos conocemos el goce de la lectura en soledad, pero conocemos también la desazón de no poder charlar sobre lo que hemos leído. Cuando un amigo te devuelve un libro y hace una alusión rápida sobre algún detalle del texto y la conversación se enciende, aparece algo de ese sentimiento que comparten dos viejos exploradores que han pasado juntos por ciertos lugares secretos y peligrosos, distantes y de maravilla, y que todavía están aquí para contarlo. Por todo esto es que me decidí a la informalidad e introduje esta nota sobre nada en particular, sobre la escritura como traducción de los sentimientos, sobre la lectura como sostén de la amistad y sobre el blog como continuación de una charla que nunca termina…
Pablo D
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