Decir la muerte, escribir la vida. Sobre Los caballos de Isabel, de Marcelo Dugheti
1. Decir la muerte, testimoniar su presencia indeleble en el flujo mismo de la vida: ésa parece ser la constante obsesión a la que se pliega, con insistencia lúcida, la poesía de Marcelo Luis Dughetti. Para testimoniarla, para decir su fuerza interruptora, para hacerle a sus espectros un lugar en el lenguaje, Dughetti pone a circular por sus poemas una simbología que varía conforme sus diferentes libros. En Donde cayó esta muerta es un pozo; en El monte de los árboles sogueros, un bosque donde se ahorcan los habitantes de una comunidad; en Los caballos de Isabel, un pájaro y unos caballos que la imaginación de una niña alumbra para exorcizar los demonios que se han apoderado del ámbito familiar.
2. En la poesía de Dughetti, la muerte aparece como una experiencia extrema que enfrenta al lenguaje con sus límites y que sólo puede nombrarse al sesgo, con el recurso tropológico de una serie de figuras que provienen de la memoria cultural de la humanidad y tienen su asidero en el origen inmemorial del inconciente colectivo. Sin embargo, cuando la escritura de Dughetti se apodera de esas figuras arquetípicas sumamente codificadas comete un acto de expropiación. Las arranca del diccionario de símbolos (donde sus significados se han vuelto monovalentes, fijos y estancados) y las incorpora en una retícula (la que sus poemas traman con implacable inventiva) y las dota de un sentido variable, intermitente, fluido.
3. En Los caballos de Isabel el significante “caballos” fluctúa y muta de sentido según el contexto. En los versos de Giannuzzi que hacen las veces de epígrafe, de introito al poemario en su conjunto, el término “caballos” quizás haga referencia a la rabia, al ímpetu o a la pasión; la costumbre los recoge en su seno, los dulcifica y apacigua. En la segunda parte de la dedicatoria (“A Brunella Dughetti por estos caballos”), parecen equivaler a los poemas que integran el libro: cada uno de ellos un potro domado, un resto de deseo que la escritura contuvo en su desboque y transformó en poesía. En el sexto poema del volumen (versos número siete y ocho) leo: “Yo sueño con un mar de caballos en llanuras azules / yo sueño con las llanuras y los caballos de dios / rabiosos y angélicos”; producto de la actividad onírica, son un atributo divino y ambivalente, ríspido maridaje de furia y candor. Más adelante, en el décimo octavo poema, leo: “Isabel despierta de la siesta / entra con cinco caballos en las manos”; son caballitos-cíclope que la niña ha dibujado en un cuaderno y que luego corona con papel de cigarrillo. En el poema siguiente, los caballos equivalen a las formas móviles que las llamas proyectan sobre la pared de una escalera.
Así, poema tras poema el lector asiste a una deriva, a una proliferación, a una metamorfosis de sentidos. En ese transcurrir, los caballos circulan y en esa movimiento se constituyen en objeto de diferentes acciones: el tío los acaricia y asusta; la hija les prende fuego; el padre los rescata de las llamas y entrega, finalmente, con viaje de por medio, a su amigo Iván.
Si hasta el poema dedicado a Viel Temperley (ubicado a la mitad del libro), Los caballos de Isabel parece ser el registro despiadado de una crisis matrimonial (“El casamiento es un pacto suicida”), de la conversión del amor en un odio inexplicable (“¿Cómo aprendiste a odiarme mujer?”) y del hogar en un recinto asfixiante (“Mujer no hay espacio.”), en los poemas posteriores se traza una línea de sentido cuya clave parece consistir en el trayecto que recorre el término “caballos”.
El desplazamiento metonímico de ese sustantivo, su deriva sintagmática, su traslado constante y sus correlativos cambios de significado, dan lugar a una interpretación autorreferencial: Los caballos de Isabel muestra su propio proceso de construcción textual, su génesis como libro; un proceso en el que la poesía se vuelve un acto engendrador capaz de convertir los padecimientos y la destrucción en un hecho estético, un suceso alquímico que transmuta el peso insufrible del dolor y las astillas del derrumbe emocional en una obra de arte.
4. En Los caballos de Isabel, la poesía no sólo transfigura el ámbito de lo cotidiano sino que recobra su carácter de donación: es lo que se recibe de otro (en este caso, un legado inverso que va de hija a padre) y es lo que se da a otro (lo que el yo se quita de encima, como una carga insoportable). Los caballos que el padre sueña son los que la hija dibuja y después entrega a la voracidad del fuego purificador, y son los que el padre salva de la catástrofe y, ardidos, deformes, cede al abrazo hospitalario de la amistad. Como en “Faulkner deja de escribir”, un poema de El monte de los árboles sogueros, padre e hija comparten la construcción de este libro, un barco-poema para huir de la atracción devastadora de la muerte.
5. La de Dughetti es una poética del intercambio, el traspaso y la donación; una escritura que descree de la fijación de ideas y apuesta a la fluidez de las palabras, para trazar vasos comunicantes entre lo cotidiano y lo siniestro y poner al desnudo la íntima conexión que existe entre ambos planos de la realidad. Esta poesía fabrica un mundo donde lo familiar y lo ominoso confluyen y se fusionan. Un orbe poroso, flexible, dinámico en el que lo inmediato y literal deviene extraño, hostil, apremiante y en el que lo figurado y simbólico adquiere una modalidad que lo emparienta con lo próximo, lo habitual y lo manipulable. Se trata de un cosmos agitado y enérgico que corroe los dualismos (y su lógica excluyente) y hace de la poesía una zona de intensidad y contacto, un continuo por el que vida y muerte, percepción y alucinación, crónica y delirio se reúnen y conviven.
De allí que una situación cotidiana se transforme, súbitamente, en el umbral de una escena extraña y trastornante. De allí que el registro impecablemente realista (con sus detalles nítidos, los datos de una observación límpida) abra paso a una metaforicidad desmesurada (una visión que desborda las fronteras de lo perceptible y disloca las referencias inmediatas). De allí que –hablando en términos de poéticas generacionales- la escritura de Dughetti conjugue el objetivismo, la narrativa urbana y el coloquialismo desenfadado y rantifuso, con imágenes de un voltaje surrealista en cuyo plexo incandescente se enhebran el erotismo descarnado, la obscenidad y el morbo.
6. En El monte de los árboles sogueros, se nos ofrecía una imagen del poeta como la de un sujeto que duda con ironía de las “palabras bestiales”, de los universales abstractos, y que, en cambio, circunscribe su oficio a la modesta tarea de regar “la maceta para que el arbolito crezca”. Una poesía bonsai; un minimalismo carente de estridencias y refractario a los desbordes. Aquí -estableciendo un contraste con los versos escuetos y los poemas-instantánea de Donde cayó esta muerta- la escritura de Dughetti se ha tornado arborescente, los versos son más sinuosos y envolventes y los poemas han ganado en plasticidad y ritmo.
Si el poema con que comienza Los caballos de Isabel presenta al poeta junto a un río dándole de comer migas de pan a los peces (un dios rubio y melancólico que repite gestos reiterados), el último, en cambio, lo sitúa en la posición expectante de un “llamador de ángeles en la tormenta”. Ya no se resigna a la modestia de “esos poemas cortitos / cobarditos poemas de juguete”, ahora se dispone a sacudirse en la intemperie, a hacer sonar su lengua en una situación de peligro, a desbordarse como una tropilla furibunda e ígnea.
7. Los caballos de Isabel es –si se quiere- el poemario más lírico que Dughetti ha escrito hasta la fecha, su obra más confesional e intimista, lo que no significa que su escritura haya renunciado a la potencia que la caracteriza ni optado por un sentimentalismo complaciente. En la escritura de Dughetti, la poesía deviene una lengua inestable, díscola y caótica; una lengua que sospecha de la plenitud y aprueba las esquirlas de la fragmentación; una lengua que evita las redundancias y se contrae en elipsis intensas o se desperdiga en estallidos visuales; una lengua que se lanza rauda tras la estela de un deseo oscuro y perturbador.
8. La poética de Dughetti se sostiene en un curioso oxímoron, que no es un elemento retórico sino la furtiva arquitectura de una cosmovisión. En su afán reiterativo por nombrar la muerte, hace de la poesía un testimonio vital. Como el cadáver vallejiano, sus poemas están llenos de mundos, de imágenes explosivas y deslumbrantes, de desbordes rítmicos y dislocaciones semánticas, que sacuden, interrogan y amplían nuestra percepción y entendimiento. Así, nos obligan a gozar, como lectores, del lenguaje y sus vértigos, hendiduras y pasajes a través de los cuales asoman, en las palabras, los pliegues múltiples que conforman lo real. Es decir: nos llevan a tomar nota de los terrores y maravillas que, secretamente, colindan con nuestra existencia y la tornan tan indispensable como incierta.
José Di Marco
Diciembre de 2008
Poemas de Osvaldo Guevara
POEMAS DE OSVALDO GUEVARA
Sin pena en la palabra
Aunque me curve el desaliento
como un alud de piedras negras
no se lo cuento a mis palabras.
Escribir triste
es seguir derramando un vino amargo
sobre el mantel del mundo
ya mortalmente percudido.
Pero tal vez
ciertas almas piadosas que me leen
vengan a investigar mis lagrimales
y acaben demostrándome que mis palabras
no sobrevuelan tan livianamente
las aguas del naufragio
como quiero creer.
Poetas
“…un sujeto en el que lo humano tiene tiempos de cambio muy diferentes al de los organismos artificiales.”
Me escriben cartas fraternales
sobre mis libros.
Cuando nos encontramos
su mano brilla en mi hombro como una charretera.
Pero
“es demasiado humano”
cuchichean
olímpicos.
El poeta y el hombre
en mí caminan con el mismo paso.
(Plumajes altaneros
no garantizan vuelos altos.)
Poesía Eres Tú
Esos poetas
que parecieran ser los únicos
en saber
a ciencia cierta
o ciencia infusa
qué es la poesía
y hablan de ella
parados
en el último eslabón de las gradas
que conducen al templo.
Esos poetas…
Yo no sé lo que es la poesía.
Tal vez
mi poesía sí
y no sepa decírmelo.
Caídas
Caen
las hojas del otoño
caen.
Son las primeras
pero usan ya la vejez
de las últimas.
Tienen de mí
el temblor friolento
la sensación de finitud
el peso
junto al ansia
de subir.
Se parecen a esas cartas de amor
que sólo releerá el olvido.
Están las que retardan
la consumación
de su caída:
aguardan entre las ramas
con mareos
de alambristas escuálidas.
Viajan sobre los automóviles
inciertas como guantes
que han perdido sus manos.
Cómo evitar
que algo de tanto otoño caiga
en mis aguas inmóviles.
Barridas
Pulvis et umbra sumus
Horacio
Encorvándose aun más
barre su vereda.
La escoba es en sus manos
una llama seca.
Sin contemplar la tarde
barre la tierra.
Espanta al perro impávido
que alza una pata aviesa
junto al árbol gris
que sueña acaso otras veredas.
Derrumbándose el crepúsculo
convierte al polvo de la calle en niebla.
Un carro oscurecido
cruje en sus ruedas.
El adulto mayor
barre su propia sombra
barre la luz que queda.
Tal vez piense que pronto no podrá
espantarse la tierra.
Migas
Desmigajando
un pan
alimento a mis visitantes
ingrávidos y ávidos.
Blandamente
el sol
picotea mi sombra
aletea en mis manos.
Estarme
así
toda la vida
resguardado por árboles y pájaros…
Músicas
Era el cuervo de Poe
inmóvil en el alba
a contraluz
sobre la rama más aguda
del árbol otoñal
ya sin hojas
finísimo.
Una agorera oscuridad
amedrentando los azules trémulos
era el pájaro.
Hasta que su canción
lo volvió la transparencia
manantial diamantino.
Y se alumbró de músicas el día
meciéndose al unísono
la sangre
con el latir del sol
el respirar del aire
los números del trino.
Nosotros
Ella y yo
ciertos días:
dos enfermos con sed
sobre la sal del mar
en el fondo de un bote a la deriva.
Superficies
El aroma a café con que renazco
cuando saltan las gotas de los trinos.
El abejeo del amanecer
entre cortinas y pocillos.
El damasco estallándome en el patio
desde el árbol copioso del vecino.
El cura -¿sin sotana?- por el barrio
(su bocinazo esquivo).
Quizá una bicicleta meciéndose en la senda
que desteje los yuyos del baldío.
El sobre aún por rasgar del poeta de Córdoba
merodeador de copas y corpiños.
El rumor de tu pelo por la casa
entrando en mí como un rocío.
La hoja yerma invocando
la catártica lluvia de los tipos.
Y tantas otras cosas
que hacen del alma un puro instinto.
Vivir sin penetrar las superficies:
qué profundo ejercicio.
Picaflor
Indeciso entre pájaro y destello,
aureola de la flor, burbuja errante,
danzarina girándula flotante,
remolino colgante de un cabello.
Aire en fino tropel, tierno atropello,
parpadear del silencio palpitante,
trompo casi en la mano, y tan distante,
musitar de minúsculo resuello.
Verlo en el patio de la casa quieta
es ahondar la tarde en un suspiro
sintiendo cómo el cuerpo me sujeta;
es anhelar un salto, un vuelo, un giro,
con la zozobra de un anacoreta
cautivo del deseo en su retiro.
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