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Notas al paso (II)

11:55 PM, 30/3/2009 .. 0 comentarios .. Link

1. En una conferencia titulada “Poesía y pensamiento”, Borges se permite una afirmación que me resulta enigmática y, tal vez por eso mismo, inquietante. Dice: “He sospechado muchas veces que el significado es, en realidad, algo que se le añade al poema. Sé a ciencia cierta que sentimos la belleza de un poema antes de pensar en el significado”. Lo que me sacude y descoloca, el efecto de extrañeza que me producen estas palabras de Borges, no resultan de la presunción de que el significado de un poema sea un añadido, un suplemento.

Tampoco me extraña la dicotomía entre sentimiento y pensamiento: la belleza del poema se siente; su sentido, en cambio, se piensa. Esta diferencia introduce una distinción tajante entre placer estético e interpretación. Podemos, nos dice Borges, disfrutar de un poema, aunque no lo entendamos; más aun, el vínculo fruitivo con la poesía ocurre antes del acto de atribuirle un sentido a las palabras del poema. Leer equivale a sentir la belleza. La pregunta por el qué significa es posterior a la experiencia estética y, por lo tanto, puede aplazarse e incluso se puede prescindir de ella.

Pareciera que Borges nos invitase, cuando de leer poesía se trata, a renunciar al sentido, a suspender el ejercicio del entendimiento, a posponer el afán de comprensión para experimentar libremente, sin mediaciones dilatorias, la belleza de un poema.

 

2. Ya es un lugar común de la crítica especializada, al que también el periodismo cultural ha adoptado como un precepto, que la escritura de Borges anticipó, con una clarividencia extraordinaria, los derroteros y las elucubraciones conceptuales de la teoría literaria contemporánea. Con sus ensayos, mediante sus ficciones, Borges inventó a sus lectores futuros, prefigurando, de antemano, los enfoques, las categorías y las operaciones de lectura que habrían de colocarlo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, en una posición imprescindible dentro del canon literario de occidente.  

Así, hallaríamos, en el extracto de su conferencia anteriormente citado, el epítome de una teoría de la lectura literaria que el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” exaspera y reduce al absurdo: la técnica de los anacronismos deliberados y las atribuciones erróneas. Una idea que anticipa los postulados básicos de la Estética de la recepción, es decir: la lectura como recreación activa, un acto de apropiación que renueva y transfigura el sentido de los textos, el que no está fijo ni clausurado, sino disponible para y abierto a concreciones históricamente situadas, transitorias y mudables.

También podríamos encontrar, allí, en la prédica mencionada, un aire de familia con los planteos de Derrida: el sentido es un suplemento, un excedente, el producto de una “sobre-interpretación” que, en disidencia con lo que postula Umberto Eco, el texto, en tanto que un mecanismo perezoso, no modela ni prefigura. Un –diría Borges- agregado.

 

2.1 (Lo curioso es que ese algo de más, ajeno al texto, diferente del poema, desplazado en relación con el placer generado por el contacto prerreflexivo con su belleza, permite retomar el texto, repetir el poema e, incluso, reescribirlo indefinidamente. Es lo accidental, supletorio y deleznable, las modalidades que Borges adjudica al sentido, lo que arranca y libera al poema del instante estrictamente subjetivo del goce para diferirlo e inscribirlo luego en una cadena de interpretaciones, en una retícula, temporalmente dinámica y variable, de lecturas.

En la atribución de sentidos a un texto literario, el acto de lectura se constituye en experiencia, se vuelve una praxis creativa, deviene poiesis, invención.)

 

3. No me interesa, sin embargo, polemizar con el argumento que opone sentir a entender, la belleza al sentido, el goce a la interpretación. Al fin y al cabo, en esta conferencia, Borges mismo se encarga de “deconstruir” la matriz dicotómica que él mismo propone, atribuyéndoles sentidos a los distintos poemas de los que se ocupa a lo largo de su exposición.

Lo hace mediante el uso del comentario, un género discursivo de tenor preferentemente oral. Por medio de la recitación, la paráfrasis y la glosa Borges despliega y traspone la intuición sensible a una serie de enunciados en los que la aparente descripción de algo que se da plenamente y de inmediato (la belleza) se entrelaza, de un modo inextricable, con la explicación y el juicio crítico.

Vale la pena remarcar que sus comentarios se apoyan en las configuraciones formales del poema. Quizá, para Borges, sentir su belleza consiste, antes que nada, en atender a su formas singulares, a las combinaciones inusitadas que componen su estructura rítmica y semántica en tanto que un tejido verbal único.

Estos comentarios son actos interpretativos cuya originalidad radica en negarse como tales, y cuya fuerza persuasiva proviene de la presuposición de que la forma (la belleza) del poema encierra, ya, un sentido originario que no precisa de la exégesis para manifestarse como tal y que se torna accesible mediante una intuición preanalítica.

 

4. Lo que sí me descoloca de la intervención de Borges (“He sospechado muchas veces que el significado es, en realidad, algo que se le añade al poema. Sé a ciencia cierta que sentimos la belleza de un poema antes de pensar en el significado”) es ese desplazamiento abrupto de la sospecha a la certeza. Ese movimiento, que transforma la conjetura en evidencia, atraviesa y articula la producción crítica de Borges. Ese movimiento reductor está presente (como una trama secreta) en sus ensayos, sus prólogos, sus reseñas, sus conferencias. En el mismo, radican tanto su poder de seducción como sus flaquezas conceptuales y argumentativas.

Cuando el arbitrio, el ingenio, la ocurrencia y la intuición se convierten en una excusa para el dogma, la lectura deja de ser una explosión heurística para adquirir el talante implacable de la voluntad de dominio. Contra esas fuerzas reactivas debe luchar, constantemente, la crítica,  si es que no quiere dejar de ser un acontecimiento de lectura siempre novedoso, inventivo y feliz.

 

José Di Marco

 

 



Notas al paso (I)

01:25 PM, 14/3/2009 .. 2 comentarios .. Link

1. Me confieso. Cada vez que entro a nuestro blog lo hago con la expectativa de encontrar un comentario, una visita nominal o anónima que nos de una prueba de que existimos para otros. El resultado de la pesquisa es decepcionante. O nadie lee lo que escribimos. O quien nos lee, prefiere permanecer en silencio. Salvo los tres comentarios que recibió la nota de Pablo (del 21/01/2009), los demás textos que colgamos no han motivado comentario alguno. Y es una lástima, sobre todo porque hay una selección de poemas de Osvaldo Guevara que merece (y no tengo dudas) un mínimo de atención.

Esta indiferencia o este silencio quizás se deba – y es una conjetura personal- a que, como acertadamente señala Pablo en su nota, la lógica del blog no sintoniza del todo con la propuesta (de la que soy mentor y, como tal, debo hacerme cargo) de compartir lecturas mediante el formato, más bien ortodoxo, del comentario de libros. El blog –se me ocurre- es una especie de “diario público”, una práctica de la escritura que se constriñe al día a día, a la anotación puntual y repentina, y persigue lo novedoso bajo la suposición de que la novedad es una variable exclusiva del presente (y, sobre todo, del presente de la escritura). El blog – y lo escribo mientras lo pienso, y pienso escribiéndolo- funciona como un espacio para ser (y hacer de) escritor. Se escribe en un blog, como diría Josefina Ludmer, para “fabricar presente” y se lee, lo que en un blog se escribe, para volverse de inmediato escritor, para escribirse a uno mismo.

 

2. En un texto hermoso y lúcido, que lleva por título La voz y el fenómeno, Jacques Derrida sostiene que el presente difiere de sí mismo. Si, como el sentido común señala, el presente es aquello en lo que el pasado y el futuro se enlazan, producto de lo que no deja de ser y anticipación de lo que será muy prontamente motivo del recuerdo o flagelo del olvido, el presente es la pura diferencia, un hueco, un vacío de significaciones. Escribir el presente no es otra cosa que invocar temporalidades ajenas y distantes: la de la historia y la de la utopía. Esa tensión me parece una manera bellísima de nombrar a la literatura y, muy especialmente, a la poesía: me gusta pensarla y hablar de ella como una dialéctica, sin síntesis, sin reconciliación (diría Adorno) entre lo que perdimos (y persiste como el tañido de una huella intermitente) y lo que jamás tendremos (eso que habita el territorio del deseo y permanece errático y faltante). Se escribe poesía contra el olvido: para recordar, claro. Pero se escribe, también, para traer al plano del lenguaje el sueño loco, imposible, postergado, redentor, de lo que podría llegar a ser. Para anular la idea de clausura, de agotamiento, de extinción. Contra la muerte se escribe la poesía. Para devenir inmortales.

 

3. Nuestro blog no es una fábrica de presente, sino la tentativa, modesta y perfectible, de escribir sobre lo que leemos. Aquí, ahora, la pregunta clave sería: a quién le interesa de verdad leer, quién se asume y exhibe como un lector auténtico. Leer literatura –dice Jonathan Culler- equivale a renunciar voluntariamente a la inteligibilidad inmediata de lo que se lee y –agrego yo- a la gratificación súbita, al jueguito simplista y perezoso del “me gusta/ no me gusta”. La lectura literaria implica no sólo el dominio de ciertas destrezas cognitivas, lingüísticas y culturales (bastante complejas, por cierto) sino, también, una predisposición a la escucha, una apertura hacia lo desconocido (ese mundo otro que un texto nos revela) y una renuncia momentánea a nuestros hábitos y prejuicios (para estar en condiciones de acoger una voz y una escritura ajenas).

Suele mencionarse una intervención de Borges en la que, supuestamente, el maestro de la ironía y las atribuciones apócrifas aconseja abandonar la lectura de un libro cuando éste no resulta del agrado de quien está leyéndolo. Parece ser un argumento de peso (por el prestigio de quien lo introduce) a favor de la tiranía del gusto propio, de lo que yo llamo “el  sucio jueguito del me gusta/ no me gusta”.

El gusto es –como diría Bourdieu- una disposición cultural, un “capital simbólico” y un “habitus”, producto de la internalización de las relaciones de poder que los sujetos sociales mantienen con otros en el ámbito de un entramado histórico. El gusto es una tiranía que se padece y que, a la vez, se ejerce. Algo que se hereda y que se intenta imponer a los demás como si se tratase de algo “natural”, de un acuerdo o un consenso indiscutible que, de un modo paradójico, funciona como un dispositivo uniformador y discriminatorio. “No te gustan ‘Los piojos’, entonces no existís”.La literatura que de verdad importa subvierte los gustos y los valores instituidos, agujerea las representaciones cristalizadas, cuestiona las ideologías dominantes, nos sacude, escandaliza y extraña de nuestras preferencias e inclinaciones automatizadas.

Imaginemos la siguiente posibilidad en la forma de una conjetura: ¿Qué pasaría si aplicáramos la proposición borgeana a la literatura de Borges? ¿Recomendaríamos, por ejemplo, la lectura de “Pierre Menard, autor del Quijote” simplemente porque nos gusta? Y de ser así: ¿ese “me gusta” (y, por transitividad, ese “te va a gustar”) responde a una sensación, a un capricho, a una ocurrencia? Es necesario, inevitable, atravesar varias y complejas mediaciones (saberes de índole literario, filosófico, artístico e incluso político) para entrar en consonancia con la escritura de Borges. Borges da trabajo, exige, confunde, anonada. No se lo entiende al toque, se resiste a la comprensión instantánea. Es difícil, casi imposible que guste (como puede gustarnos una comida, una prenda de vestir, el diseño de un automóvil). Para qué leerlo, entonces.

Lo que se consume masivamente parece una señal clara de lo que gusta. Sin embargo, los títulos de libros y los nombres de autores que encabezan las listas de los “más vendidos” (y, dicho sea de paso, comprar un libro no es sinónimo de leer un libro) muy poco tienen que ver con la literatura que de verdad importa. Podríamos inventar un título “markenitero” para un tratado imaginario sobre esa clase de escritos. Propongo éste: ¿Qué leen los que no leen? Lo que les gusta, lo que les brinda divertimento y surte de consejos para vivir mejor. Lo que fomenta salidas personales y mezquinas en un mundo miserable, inhóspito y desigual.

Si hiciéramos del gusto (de lo que satisface sin demora y no aburre) un criterio de selección y un parámetro de juicio exclusivo y excluyente, jamás deberíamos leer a Saer, a Chejfec, a Macedonio, a Tello, a Vallejo, a Juanele, a Calveyra, a Carrera, a Godino, a Perlongher, a Pavlosky, a Beckett, a Eliot, a Pound, a Mallarme… La literatura que importa de verdad es lo radicalmente otro de lo que profiere consuelo y comodidad, de lo que reproduce, con cinismo, una moral conservadora, un sentido común cómplice y bárbaro. Un lector de literatura auténtico no busca calma ni regocijo. Quiere ser un expedicionario de lo imprevisto. Desea una casa dentro del mar, una estadía en el fragor de las tempestades y el peligro.

 

4. Hace un rato recibí un email con la tercera circular de un congreso de literatura argentina que se realizará en Córdoba durante el mes de junio. Me bastó recorrer con la mirada los títulos de los numerosos y variopintos temas que se tratarán para experimentar una fatiga, un apabullamiento brutales. Pertenezco a la Academia, me gano la vida como profesor universitario, pero repudio, cada vez con más fervor, el lugar que se le otorga allí a la literatura, el uso que se hace de ella, los modos en que se la lee. Se la aparta con violencia de la vida, se la diseca, se la momifica. No hay allí, en la Academia, en los congresos de literatura, en los lugares donde se forman los docentes que deben enseñar a leer, un resquicio para hacer –como diría Larrosa- una experiencia genuina, para internarse, con la literatura y a través de ella, en un devenir sin fin ni finalidad, en una aventura que nos transfigure y reinvente con independencia de un modelo a imitar y de un propósito que cumplir.

Los lectores de literatura no están en la universidad, ni enseñando ni aprendiendo. Al igual que el Dios nietszchiano, allí la literatura ha muerto hace mucho tiempo atrás y la ha sustituido un nihilismo pragmático, una voluntad de poder que reduce todo lo que ingresa en su horizonte de dominio en un instrumento banalizado. Los lectores auténticos viven fuera de las aulas universitarias, al margen de los programas de estudio, ajenos a los proyectos de investigación, allí, en la experiencia inalienable de la lectura, donde la literatura se reencuentra consigo misma y revive.

 

5. La literatura, como dice Pablo en su nota, puede ser un motivo de conversación entre amigos. Yo digo: la literatura hace posible que Pablo y yo conversemos, que seamos amigos. Quiero agregar, también: la literatura es mucho más importante, perdurable, continua que cualquiera de nosotros (que Pablo y que yo; que la mayoría de ustedes, y no quiero ofender). Siempre me repito, lo que la literatura me ha dado es un don impagable; ella puede persistir sin mí, en cambio ¿qué haría yo sin ella? Ser torpe e incluso brutal, adherir a la pena de muerte, maldecir a los homosexuales, sembrar soja, mandar a mi hijo a una escuela privada y confesional. La literatura me ha hecho un lector. Alguien que duda y que desconfía y sospecha de las soluciones repentinas y absolutas. Alguien que se demora en lo que no comprende y desafía sus convicciones. Alguien que escucha con atención. Alguien que se sabe fortuito, fallido, contradictorio. Y amo leer, y soy puro agradecimiento a la literatura.

 

 



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