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Poemas de José Di Marco, del libro Una música anterior
El amor, esa trama donde tienden sus hilos de aire la pérdida y lo que permanece inmerecido; mezcla de fantasmas reales y deseos enamorados de lo triste. “Madre, estoy aquí, esperando que abras la puerta, que mi cuerpo mires acurrucado, así me duermo de una vez sin sed, sin llagas, sin memoria.” Lo que el alcohol escribe zigzaguea y el que su huella sigue a cada paso mental tropieza no con el mundo, sino con esa piedra ciega que el lenguaje es cuando urgente reclaman las cosas su nombre propio. Cuestión de realismo y de poner la lengua a la altura del zócalo para darse una visión del mundo que en vez de hacer una molienda de los ojos, los oriente a través del polvo subjetivo, en línea recta, hacia el entorno que rechina. ¡Lo real, sí, lo que golpea, lo que hiere, la rabia de la historia, los gritos del presente! Pero el que bebe, con elegancia y método, ve duplicado el mundo y dos frases, siempre, le salen al encuentro. Equivocadas ambas lo confinan a ese líquido planeta donde la memoria exige pleitesía y los muertos queridos, auspiciosos, lo invitan a emborracharse juntos y en silencio. jardín donde pasta el que equivocándose vive, no asegura, no, inmortalidad ni corona. De nada tampoco es garantía tensar las frases como una lámina de metal para que en ellas brillen constelaciones esquivas. Se sabe que el azar es un golpe de dados dado por una mano ebria, y que vivir es un término sin comparación ni sustituto. Vivir, escribir. Por un rato nos asomamos al rugir del mundo deteniéndonos en el umbral de las palabras. Puertas ciegas en una casa de humo. Astillas de una pasión sin causa. No va a enseñarles que suban a la mesa para que el mundo sea contemplado desde otro ángulo - como si fuera suficiente modificar el punto de vista, como si dependiera de la audacia o de la voluntad y no de los espasmos del azar, esos caprichos de la historia. No va a señalarles la residencia del misterio: “defraudados, persigan mi sombra porque en su temblor respira el ser”. No. Él tiene miedo y cansancio y una memoria que es prisión para su música. De fémures que se quiebran como ídolos de azúcar es la voz de su memoria: una larga galería al aire libre donde su padre canta en camiseta sin conocer la muerte, todavía. Él quisiera que aprendan a bracear, a mantenerse a flote, a no hundirse en la acuosa turbulencia de la vida. Que se ignoren a sí mismos. Que cada uno odie lo que cada uno es: una herencia, un linaje, una familia, un nombre. Les diría –si conociera el lenguaje conveniente- “aléjense de la verdad como concilio, que aquí estamos para esto: para el tartamudeo de la duda, para los golpes del error, para el jadeo de una verdad sin luz.” Debajo de la mesa hay una hormiga. Detrás de la palabra, un rumbo ciego: escombros de la tierra prometida. a papá Y fue la primavera el teatro de la despedida, como un bosque de alondras se abrió el adiós en los colores de la tarde El tango lo decía: en sombras vivirá tu corazón para callarla, llamándola en el aire llamita, ola, amada que desde nunca viene y cerca permanece, sin llegar Y en vos vivió perdida, dispersas en la memoria las huellas de su ausencia, y no te curó el olvido su dolor no te curó ¿Es la sombra invisible de tu alma este silencio que el viento trae hasta la mesa y se demora, un soplo el espasmo breve de lo ausente? ¿Cómo saberlo aquí, ahora que falta tu voz para mi nombre? Aquí que no es aquí nada más si no también los mundos derrotados, sus rastros en fuga Ahora que no es ahora nada más si no pedazos de ayer, astillas del mañana detenido Una lluvia se devora las pisadas dejándonos sin luz separados para siempre Presentación de Una música anterior, de José Di Marco. Editorial Recovecos. Córdoba. 2010.Un libro que hemos recorrido y al que volvemos reiteradamente, que nos acompaña como una esfera de luz en la memoria durante algunas semanas parece empezar a declinar y a extinguirse cuando lo sometemos al sacrifico del análisis y de la siempre fallida, innecesaria, explicación. Dudoso éxito depara la tarea de pre-sentarlo, de anteponerle a las palabras amorosamente dispuestas para formar un poemario (un objeto que vive por sí mismo y dura lo que no puede durar el texto que le sirve de marco), otras palabras. El umbral, nuestro texto, es lo que rápidamente se traspone para llegar al libro, esta casa de humo, ráfagas y sombras, inmaterial pero misteriosamente durable. Pero antes, unos momentos en el umbral, porque así lo dicta una antigua convención que su razón de ser tendrá, y que tiene en este caso su origen en la generosa amistad de su autor, en la inocencia y en el optimismo de creer que algo puede ganar su libro al darnos la palabra a nosotros, a mí, que tantas cosas y no sólo palabras le debo. Un hilo, un camino posible para recorrer este libro podría para mí formularse así, a modo de hipótesis de lectura: desde el vacío una voz dotada de un instrumento insuficiente se lanza sobre un espacio derruido, inestable, efímero. O, dicho de otro modo: una conciencia que no hace pie comprueba que el lenguaje fracasa el dirigirse hacia un mundo que es la ruina de sí mismo. La figura que sostiene y liga a este sujeto vaciado con un mundo inestable por medio de un lenguaje errático es simplemente alguien, un él, un personaje que es el doble de una subjetividad que está en el origen pero permanece ausente. Excepcionalmente aparece una primera persona, en los dos últimos poemas nombrados como un regalo final, un “bonus track”, como en los discos que tienen una sorpresa un poco corrida del cuerpo de la obra. Allí tenemos un poema en el que se cuenta una anécdota que rememora una cena en la que un poeta le pregunta a otro por el secreto de su arte. La respuesta es digna del boedismo zen que practica este poeta: “No tomarse en serio a la literatura y ser un lector de la propia obra”. En el otro poema una invocación amorosa se introduce a partir de la idea del eterno retorno. Por supuesto que no se cree en la circularidad del tiempo, sin embargo, el que habla primero invoca a Nietzsche y tímidamente aparece desdoblado en una segunda persona: “Digamos que ya estuviste aquí” (…) “Ya te abandonaron, pero igual duele”. Sobre el final del poema, después de sugerir la añoranza de una intimidad compartida a partir de alusión al poema de las cerezas del desayuno de W. C. Williams, el personaje se expone, aparece en primera persona integrado a la ausente en una pregunta que es un llamado. “Si todo se repite sin remedio,/¿el amor también regresará/para unirnos de nuevo, por primera vez?” En los demás textos del libro está “el personaje” nombrado de diversas maneras: “el que no aprendió a escandir su nombre”, se lo llama; “el que en alcohol unta su lengua”, “el que escribe en el alcohol”, “el que supura derrota”, “el que equivocándose vive”. Sin nombre, sin hacer pie en un marco social ni en ambientes concretos, aparece una y otra vez la mención al personaje que se define por la incapacidad: para cumplir su rol como hijo ante el padre moribundo, para cumplir con su rol como profesor ante un auditorio inane y, más profundamente, para nombrarse y para nombrar el mundo. Ya en el primer poema se apela, mediante una alusión el poema de Rimbaud, al tópico del extravío: “Resaca turbia, agua pesada,/ donde el barco del ebrio boya”. Y en otros poemas, el que escribe no sólo aparece obnubilado por el alcohol sino que directamente trastabilla tras una suerte de escritura automática y ebria que lo precede: “Lo que el alcohol escribe zigzaguea/ y el que su huella sigue/ a cada paso mental tropieza…”. Así este personaje queda definido paradójicamente: es un ser pasivo, vencido, incapaz, extraviado; pero a la vez, en la medida en que existe, que vive, escribe, practica el arte de la poesía y no puede dejar de hacerlo. “Vivir, escribir”, se nos dice en un poema, como si la existencia y la escritura fueran dos afecciones sincronizadas y superpuestas. ¿Escribir sobre qué? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué resultados? Esta escritura conduce a lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado. Esa sentencia, esa advertencia de Alejandra Pizarnik preside el libro a manera de epígrafe. Sin embargo, como en cierto poema de Gelman en el que el poeta se sienta a la mesa y escribe a pesar de que sabe que no puede esperar nada de ese acto, aquí también se escribe, o, mejor dicho, se habla “con los muertos”, según se nos adelanta mediante una cita de Jorge Teillier en el primer apartado del libro titulado “Los ausentes”. Más que un acto voluntario, la escritura es el resultado de una rendición, de una pasión: “el que en alcohol unta su lengua/ deja/ que la memoria lo ciña/ como una hiedra tensa”, se nos dice. Y además “anota” (…) “estallidos que del pasado vienen/ a mostrarle/ la raíz de su desgarro”. No es el caso de una escritura fruto de un deseo sino de la notación de aquello que adviene; como si se tratara de cumplir la condena que impone una memoria involuntaria, estas “astillas/ de una música anterior que se disgrega” vienen al presente como el líquido a la superficie de la piel de una herida que supura. No se trata nunca de una escritura artística, de la obra de un poeta, sino del reflejo fisiológico de un desesperado que, de no ser porque las heridas son antiguas y sus efectos están mitigados por el alcohol, adquiría la forma de un alarido. Se lo dice claro en la segunda sección del libro titulada “Diatribas”: no hay ni puede haber belleza en estas letras, ni se las puede medir con los parámetros de algunas de las corrientes estéticas vigentes. En el primer poema de esta sección se oponen dos formas de hacer poesía: por una parte una poesía de lo etéreo y formalista que persigue como fin último la belleza; por otro, una poesía más tosca que ofrece resultados “sólidos” y “austeros”. En el tercer poema se pueden hallar otras dos alternativas: la poesía que resulta del retorcimiento de la lengua y la otra que tensa las frases como láminas de metal para que en ella brillen constelaciones esquivas. En esta última se puede leer una alusión al famoso poema de Mallarmé, aquel que describe una habitación vacía de la que el poeta se ha marchado y en la que sólo queda el espejo inclinado reflejando el cielo. En el retorcimiento puede verse un índice del neobarroco, en la mención al poema sólido y austero una marca del objetivismo, la alusión a la militancia por la belleza puede asociarse a una poesía de corte neorromántico. Sea acertado o no adjudicarles a estas tendencias un nombre propio de la poesía argentina, lo cierto es que aquí todas estas opciones aparecen negadas porque son el producto de un programa estético. En cambio el personaje de este libro escribe “con urgencia y arrebato”, obligado por las circunstancias; esas circunstancias se originan en la necesidad de explicarse a sí mismo una conducta reprochable, asumir una culpa, arrepentirse tarde. Entonces: este personaje practica una escritura más verdadera que todas las demás, porque ella se sostiene en la estricta necesidad; en cambio las otras se supeditan al imperativo de un programa estético que las precede. Vale la pena citar, en este sentido, el final del primer poema de la tercera parte, titulada “Colección”: “Un lenguaje/de ruinas y discordia,/así habla el desesperado./Y dice: Turbia/en el agua del día/la memoria del sueño,/fuga que retorna a la nada,/en cada intento, el mundo/desparrama,/con un idioma ciego,/el íntimo hueso,/la desolación”. A lo largo de todo el poemario se presenta esta idea de lo líquido y de lo fluido, como así también la idea de ruina, de fragmento, de despojo, de astilla. El sujeto que escribe flota o se sumerge, divaga o fluye como fluye el tiempo y los recuerdos. Por ejemplo, en uno de los poemas se nos dice: “palabras que el agua empuja turbia hacia el hueco quieto donde antes hubo un alma”. Otra vez el agua y el vacío, el flujo de restos que no se detienen porque no tienen donde hacer pie. Una subjetividad hueca, vaciada, perforada, por la que transita un lenguaje que no logra nombrar nada, que despliega su impotencia sobre un mundo disperso, desordenado en su liquidez turbia. El lector que había tomado nota de que el nombre de José Di Marco formaba parte de la generación de la poesía de los ´90, teniendo en cuenta que su nombre figura junto al de Fabián Casas, Beatriz Vignoli, Cucurto, entre otros, en la antología que Daniel Freidemberg publicó bajo el título Poesía en la fisura en 1995 por Ediciones del Dock, difícilmente pueda mantenerlo asociado a la corriente estética hegemónica de esa generación. En una reseña publicada en Página 12 Jorge Monteleone señalaba como características generales de esa poesía, entre otras, una “fidelidad (…) en la mirada” y “una confianza en el relato y en cierto efecto de verosimilitud”. Si bien en Mundo sublunar, el libro anterior de Di Marco, todavía se podía, poniendo el énfasis en algunos aspectos del libro, encontrar estas características; en Una música anterior la distancia con respecto lo que se ha dado en llamar objetivismo se hace insalvable. En este sentido, hay un poema del libro que es casi un arte poética antiobjetivista. Es el que dice: “¡Lo real, sí, lo que golpea,/lo que hiere, /la rabia de la historia,/los gritos del presente!//Pero el que bebe,/con elegancia y método,/ve duplicado el mundo/y dos frases, siempre,/le salen al encuentro./Equivocadas ambas /lo confinan/a ese líquido planeta/donde la memoria/exige pleitesía/ los muertos queridos,/auspiciosos,/lo invitan a emborracharse/juntos/y en silencio”. En este poema, antes, se alude al llamado de las “cosas” que “reclaman” su nombre propio y al deseo de orientar los ojos “en línea recta hacia el entorno que rechina”. Pero, como se vio en la cita, el personaje que escribe ve doble, ve borroso, ve mal, falla al nombrar las cosas, desoye el llamado de lo real y del presente y recae en su “líquido planeta”, en el cerco de su memoria, en su conversación errática con los muertos. Así como la verosimilitud y el feliz encuentro entre las palabras y las cosas era un efecto logrado por el Di Marco más objetivista de los noventa, también es un efecto del discurso este desajuste entre un lenguaje exánime que parte de un sujeto vacío hacia un mundo derruido. No en vano el libro se pone bajo la égida de Pizarnik, quien auspicia los desdoblamientos del sujeto, los trabajos nocturnos, los desajustes del que delira de dolor, la mitología de la infancia, la imagen sublime, el rechazo de toda forma de coloquialismo. Si en el Di Marco noventista podíamos encontrar la palabra “putito” aplicada a un helecho, las bolsas de nailon de la basura, el pelaje mugriento de un perro, un tapial sin revoque, una mosca girando sobre una cáscara de huevo, ahora se nos aparece de entrada: “Una flor desamparada,/suspendida en el abismo”. Un enunciador afantasmado que no asume nunca la primera persona nos dice que es un borracho el que escribe esto a tientas y con urgencia, pero si un borracho suele tener dificultadas para encontrar la puerta de su casa difícilmente pueda facturar unos versos de una perfección milimétrica como los que siguen: “de fémures que se quiebran como ídolos de azúcar es la voz de/ su memoria”. Hace un tiempo, cuando José me pasó el libro, me rencontré con este pasaje de uno de los poemas que se me había quedado grabado desde la primera vez que lo leí, hace por lo menos cuatro años. ¿Por qué será? me pregunté entonces, y me puse a mirarlo con detenimiento. Es porque contiene tres octosílabos: “de fémures que se quiebran”, es uno, “como ídolos de azúcar”, es el segundo, “es la voz de su memoria”, el tercero. Aparte cada uno de los octosílabos reparte simétricamente sus acentos en la segunda o tercera sílaba y la séptima que riman de manera asonante en el primero y el tercero: fémures-quiebran y voz-memoria. Además el hipérbaton, el dislocamiento que extraña la frase: “de fémures que se quiebran es la voz de su memoria”, en lugar de “la voz de su memoria es de fémures que se quiebran”, y la comparación de los fémures quebradizos (ya de por sí frágiles) con los ídolos de azúcar, generando una imagen hiperbólica de esa fragilidad de los fémures. Además, la rara expresión “voz de su memoria”, que da la idea de que la memoria habla dentro del que recuerda un poco a pesar de él, como una condena o una maldición. O también puede entenderse que se trata de una sinécdoque, “voz de su memoria”, mediante la cual el personaje queda reducido a su capacidad de recordar. De fémures que se quiebran como ídolos de azúcar es la voz de su memoria. Perfecto. Nos creíamos que estábamos oyendo el discurso de un loco lleno de ruido y de furia, pensábamos que lo que atenazaba nuestro corazón era el aullido en sordina de un borracho, pero resulta que fuimos otra vez vencidos, con-vencidos por la poesía practicada con el más alto grado de pericia. Pablo Dema { Página Anterior } { Página 3 de 19 } { Próxima Página } |
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