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Gente de mi edad. Una lectura de El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti. Editorial Tamarisco. Buenos Aires. 2010. 99. Pág.

01:34 PM, 18/8/2010 .. Publicado en Comentario de libros .. 0 comentarios .. Link

Lo primero que me llamó la atención de El asesino de chanchos es la parquedad de la solapa que consigna los datos del autor del libro. La primera oración de ese paratexto, como se lo suele llamar, dice: “Luciano Lamberti es escritor”. Ese enunciado tan simple y transparente tiene sin embargo un funcionamiento ambiguo. Diversos autores están de acuerdo en que en la actualidad se entiende que la identidad de un escritor no es un centro que preexiste a la creación literaria sino más bien  “el resultado de una operación vertiginosa: el paso de una actividad (escribo) a un ser (soy escritor)” (Premat, 2009, p.11).  Por eso, parece superfluo decir de quien firma un libro, del que lo ha escrito, que “es escritor”. Este dato que es, o que parece, redundante, deja de serlo cuando se comprueba la reticencia consiguiente a “llenar el formulario” con los datos que son esperables en una solapa: edad, lugar de nacimiento y de residencia, distinciones y títulos (las “cucardas”, diría Alejandro Schmidt, reprobando irónicamente la convención de exhibir los premios obtenidos). Entonces, esa carta de presentación un tanto anómala, parca, lindante si se quiere con la grosería (“no te digo quién soy, qué te importa quién soy, soy un escritor y punto, el resto son pavadas”, parecería decir esa primera oración) se me presenta como un gesto importante porque inaugura una impronta que caracteriza la serie de los nueve relatos que componen El asesino de chanchos.

                Mientras iba leyendo “El asesino de chancos”, “El arquero”, “Agua viva”, “Febrero”, tenía la impresión de que los textos dibujaban un perfil muy específico de lector a partir de distintos recursos. En principio, y de manera muy obvia, hay una serie de referencias culturales, principalmente del rock. En el relato “Una visita al Señor”, el narrador va a acompañar a su abuela a visitar al Nene, una suerte de manosanta, y allí aparece la referencia al disco “Canción animal” de Soda Stereo, que el personaje escucha en su walkman y que había salido un par de meses atrás (es decir que estamos en 1990). La canción de Patricio Rey y sus redonditos de ricota “Etiqueta negra” es un tema de conversación en “La tortuga” y R.E.M, P.J. Harvey y Radiohead son parte de la música que escucha Marcos en “El arquero”. En este cuento, la tecnología deja de ser el walkman (fin de los ´80 y principios de los ´90) y pasa a ser el mp.3 (es decir el año 2004 en adelante). Es posible que para un lector que ya era adulto cuando apareció en Argentina la tecnología que permite escuchar música andando estos datos sean superfluos, pero es indudable que cualquiera que tenga hoy alrededor de treinta y cinco años puede ubicar cronológicamente los relatos a partir del dato de si se escucha música en el walkman, en el discman o en el mp.3. Y esa sola referencia genera entre el universo de estos personajes y un cierto lector una familiaridad que no pueden sentir otros lectores. Es como si a partir de estos detalles se fuera delimitando una situación comunicativa muy específica: alguien que en la actualidad tiene alrededor de treinta años le cuenta historias a su gente, y esas historias son a la vez como una puesta en escena y una indagación sobre las formas de vida de esa generación; diría más: los interrogantes apuntan a cierto perfil de gente de esa generación.

 

                Hay una frase muy citada que aparece en un texto de Mallarmé. Dice (según traduce Pablo Mané Garzón): “Ellos, como un vil sobresalto de hidra que oyera otrora al ángel/ dar un sentido más puro a las palabras de la tribu…”. Los versos son del poema “La tumba de Edgar Poe” y el pasaje que se remarca es “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Y de esa expresión se interpreta que Mallarmé le asigna ese rol a Poe y también que ésa puede llegar a ser una función que cumple un escritor con respecto a su generación. Martín Gambarotta ha expresado que ésa fue su intención en la época anterior a la escritura de Punctum. Partiendo de este caso, se me ocurren algunos textos, sobre todos poemas, que parecen reeditar esa situación comunicativa. Por ejemplo cuando Alberto Vanasco escribe en el poema: “Hurra”: “Yo, por el contrario, he visto a los mejores espíritus de/ mi generación salvarse milagrosamente de la locura…” Aquí Vanasco le habla a su generación, la del ´50, citando casi textualmente un poema de Allen Ginsberg dirigido a la generación Beat. También el poeta Luis Benítez escribe en “En el arduo aniversario de una boda”: “Nuestra generación fue un puñado de hombres solos/ una pizca de mujeres destruidas…”. Son textos en los que el autor escribe como miembro de una generación y le habla, principalmente, a su generación.  Eso no quiere decir que los textos no puedan leerse más allá de esa situación comunicativa específica. La celebridad y el alcance del poema de Ginsberg desmienten por sí solos esa posición. Lo qué sí se podría afirmar es que el sentido de esos textos se define con mayor precisión reponiendo la situación comunicativa específica que las obras configuran.

                La cuestión ahora sería precisar qué hace del libro de Lamberti un texto de y (principalmente) para cierta gente nacida a finales de los setenta, es decir durante la dictadura y  que por lo tanto vivió su infancia durante el alfonsinismo y la adolescencia durante el menemismo. Como ya mencioné, hay ciertas referencias culturales que envían hacia ese lugar. Además, sacando los relatos “Una casa llena de insectos” y “Febrero”, hay un predominio de personajes que pertenecen a la generación mencionada y, dentro de ella, a cierto tipo, cierta franja específica de individuos de esa generación. Pero lo fundamental es el hecho de que los cuentos aparezcan narrados desde la perspectiva generacional señalada. A veces los relatos están en primera persona, como en “Monocigótico”, “La tortuga” o varios de los microcuentos agrupados bajo el título “El cazador, los galgos, la liebre”, los cuales tienen como elemento unificador un personaje (la Loca Gribaudo) que abre y cierra la serie. Los que están contados por un narrador no personaje mantienen la misma perspectiva. “El arquero”, por ejemplo, comienza: “Marcos tiene treinta años y está deprimido”; aquí, si bien el narrador no es Marcos, habla como Marcos, presenta una empatía total con el mundo de la vida del personaje. Beatriz Sarlo hablaba de un “narrador sumergido” para referirse a ciertos textos de Santiago Vega (Cucurto) indicando así la falta de distancia entre el que habla y aquellos de los que habla. Me parece que en El asesino de chanchos pasa algo similar. Para que se entienda esto cito una frase de “Agua viva”: “Betty me pareció bonita, un poco machona pero culeable”. Estoy tentando de decir, siendo un poco drástico, que el libro de Lamberti está dirigido a los lectores que saben exactamente qué quiere decir “culeable” en esa oración. Lo notable es el hecho de haber tomado el riesgo de enunciar una frase cuya efectividad se basa en todo el bagaje, la experiencia, la estructura del sentir, el mundo de la vida o como se lo quiera llamar, necesariamente compartido entre autor, narrador, personaje y lector. Casi nadie puede entender lo que esa frase significa en cuanto a rasgo identitario de cierta gente de esa generación en particular. El resto de los lectores no puede asir su sentido: el extranjero que sepa castellano y lea no entenderá absolutamente nada porque ahí el diccionario falla; un español puede captar, por el contexto, el sentido sexual del adjetivo pero nada más; alguien de una generación anterior lee ahí una grosería o (si es piola) una simple marca de liberalismo sexual (y creo que se equivoca). El contemporáneo de Lamberti que no pertenece a ese cierto tipo de individuos que enuncia y a quien se dirige principalmente el libro halla en la expresión un matiz despectivo para con la mujer (y me da la impresión de que también yerra). Sólo el contemporáneo del narrador y del personaje que pertenece a su tipo sabe exactamente cuál es el matiz de la expresión “culeable” en esa frase. Y ese cierto tipo de contemporáneo del que emana y al que le habla el libro es un sujeto que siente que no sabe vivir, un inadaptado, alguien que no termina de crecer, que no cumple el rol que los adultos mayores esperan de él, alguien que no puede tomarse en serio nada, alguien desarmado emocionalmente, que no logra creer en los valores que le han predicado en las instituciones educativas, un sujeto, en suma, desencantado. No hay vocaciones definidas en el libro, no hay interés por la política (más allá de una charla de borrachos sobre Montoneros o cierta simpatía por el proceso de cambio de Bolivia), no hay capacidad para construir una familia propia, no hay astucia para ganar dinero. Los itinerarios que dibujan las trayectorias de esas vidas no tienen una dirección precisa, no tienen sentido. Se trata de gente que se vuelve a la casa paterna pero ya no tiene su lugar, gente que se va de la casa pero recala en lugares inestables y luego planea deambular. Gente que fantasea con encontrar un lugar pero se miente o se engaña, que tiene intención de recomponer su situación y la de los demás pero a partir de decisiones ingenuas, sin profundidad. Porque en el universo de  El asesino de chanchos no hay creencia en lo profundo. La filosofía es un gesto pedante y hueco (la chica de “Agua viva” “hablaba de Benjamin y esas cosas”), el consejo de los padres es algo ridículo o estúpido (el padre de Marcos lo manda a un curandero cuando habla con su hijo deprimido, el padre con una familia paralela del protagonista de “Monocigótico” le dejó una carta que tenía “consejos para la vida y boludeces por el estilo”).

En general no hay pasajes reflexivos en los textos. Sucede que Lamberti es una máquina de contar historias, casos protagonizados por personajes excéntricos de pueblo, escenas de la adolescencia nacidas al calor de los ritos de la amistad, anécdotas variopintas y bizarras. Y es como si todas estas historias no hicieran más que reafirmar la visión desencantada del mundo, como si el autor nos dijera: ¿vieron? En este mundo vivimos. Un estúpido se lleva a la chica en la Land Rover. Aquel otro pobre infeliz intenta acercarse a unos “chicos hermosos, bronceados, sin problemas” y los otros huyen de él como de la peste. Ni las viejas que van a ver al Nene, el sanador, creen de verdad en él. Pero el narrador, ni bien el Nene lo toca, rompe a llorar, se quiebra. Una de las pocas escenas luminosas del libro, la del  final de “Una casa llena de insectos” en la que el albañil salva al perro para compartir con él su miseria, no hace más que acentuar, por contraste, la oscuridad del resto de las historias.

                En la lógica que dibuja el libro, la estabilidad es sentida como una caída. Dice Mara en “El asesino de chanchos”: “si seguíamos así, cogiendo todo el día y leyendo el diario en la cama, íbamos a terminar comprando un lavarropas o esa clases de cosas”. El sometimiento de la conducta a cualquier clase de normalidad y toda forma de institucionalización de la experiencia es repelida. Pero el margen, la exterioridad con respecto a toda reglamentación social, es una deriva dolorosa. Dije que había pocos pasajes reflexivos en el libro, pero hay uno que es clave: “Después pensé mucho en lo que pasó. Quería buscar algo, un orden, una moraleja, pero por más que daba vueltas no lo podía encontrar”. No hay orden ni moraleja, no hay experiencia que produzca el rédito del aprendizaje. Sin embargo, en este contexto en el que no hay sentido, en el que  no hay positividad ni proyectos fuertes, aparece, como una figura paradójica porque proviene del mismo lugar, algo positivo, algo que hacer con la desorientación y la falta de sentido: no negar esa situación, exponerla y, en el mismo gesto, exponerse, escribirla y escribirse, ser por fin algo, ser un  escritor, como Luciano Lamberti. En definitiva, se trataría de realizar el antiguo gesto de producir un objeto potente a partir de una impotencia; de hacer brillar la verdad a partir de la incertidumbre (como hizo Kafka), de prolongar la vida contando la historia de una cadena de suicidios (como hizo Di Bendetto). Y el mismo gesto positivo que surge del autor al transformar en fuerza creativa, en arte literario, la falta de proyectos de una generación envuelve también al lector, lo sume o entretiene o retiene en una temporalidad, la de la lectura, en la que puede verse a sí mismo en un callejón sin salida y al mismo tiempo mantenerse en un compás de espera. Puede haber un giro, un cambio, una respuesta, dicen estas historias, pero todavía no sabemos cuál es: tal vez la sepa el narrador de “Una visita al Señor” pero no la dice; la sabrá el narrador de “La tortuga”, quién recibirá una palabra de un amigo que cambiará su “vida para siempre”, pero eso será más adelante. Así, el Asesino de chanchos nos narra como a una generación desorientada en el presente y abre a la vez una expectación.  Algo nos va a pasar pero todavía tenemos que descubrirlo.

 

                                                                                                 Pablo Dema



Arte del presente y elogio de la lectura. Sobre De piedra o de fuego, de Pablo Dema

01:50 PM, 14/8/2010 .. Publicado en Comentario de libros .. 0 comentarios .. Link

En el “Epílogo”, Pablo Dema expone las intenciones que lo llevaron a escribir De piedra o de fuego. La medular no es otra que la de ocuparse de un hecho criminal que tuvo lugar en Río Cuarto. El 16 de septiembre de 1987 ocurrió lo que la prensa de la época y la vox populi denominaron “masacre del Banco Popular Financiero”. Con el móvil aparente de sustraer una suma de dinero de la institución bancaria, el policía que oficiaba de custodia disparó contra siete de los empleados, uno de ellos sobrevivió milagrosamente y su testimonio sirvió de prueba para que un tribunal encontrara al custodio culpable de homicidio múltiple y lo condenara a prisión perpetua.  Veinte años más tarde, el homicida está a punto de salir de prisión bajo el régimen de libertad condicional.

Pero antes que la reconstrucción certera del suceso, a Dema le interesa la pervivencia del mismo en el seno, tan hospitalario como difuso, de la memoria colectiva de los riocuartenses y también las repercusiones, más oscuras e inexplicablemente íntimas, del suceso en el inventario de sus recuerdos personales. Un punto enigmático persiste en el corazón del brutal acontecimiento, un agujero por donde se cuelan la incertidumbre, la suspicacia y el rumor popular. Al bisbiseo de ese viento –que desacomoda el registro urgente de las crónicas periodísticas y eriza la piel endurecida de los expedientes judiciales- se pliega (es decir: se adhiere y liga) De piedra o de fuego. Por eso es -como Dema aclara, sin temor a la redundancia- una ficción.

Aunque supone la existencia de un hecho atroz, aunque en su decurso se despliega una pesquisa respecto de lo ocurrido y en la narración se incrustan segmentos de un discurso técnico, la novela toma distancia de los protocolos de la “no ficción”, un género que combina la lógica de dos formatos narrativos de consumo masivo: el periodismo de investigación y la novela policial.  

De piedra o de fuego trabaja en el borde exterior de ese género para volver, fugándose de sus pretensiones de verdad documentada y de su moral investida por la denuncia y el alegato redentores, después de un largo y sinuoso rodeo, que implica nada menos que el transcurrir y la metamorfosis de la novela como forma literaria, al postulado aristotélico de la ficción en tanto que una mimesis de acciones humanas conforme el régimen de lo verosímil o lo necesario.

De allí que, siempre en el mencionado “Epílogo”, el autor remarque con cursivas, y en más de una ocasión, el verbo imaginar. Imaginó los personajes; imaginó las opiniones de testigos. Imaginó, no para desentenderse de las obligaciones y responsabilidades cívicas que implica un crimen masivo cuyo esclarecimiento despierta recelos todavía, sino para asumir a pleno el compromiso y la competencia que la ficción exige: la invención de un mundo que se erige, autónomo, paradojal, contingente, sobre los vestigios y los fragmentos de lo real.

En esta sección conclusiva de la novela, el autor invita e incluso desafía a los lectores a que consideren De piedra o de fuego como una novela, una narración de corte preponderantemente imaginario, un objeto artístico que produce una verdad irreductible al orden de otros saberes y que procura ser gozada, entendida y apreciada en tanto que tal.

Decía Nabokov, en la nota que introduce sus célebres Lecciones de literatura: “Aunque parezca extraño, los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un relector.” Si nos permitimos, entonces, leer De piedra o de fuego como una ficción, recién cuando recorramos por segunda vez sus páginas habrá de subyugarnos su textura interna, el andamiaje compositivo, esas cuatro series que la surcan paralelamente y que debemos entretejer no sólo para descubrir una intriga y postular una totalidad que engarce sus líneas discursivas en principio disímiles, sino sobre todo para reconocer y disfrutar de las sutiles analogías que las emparientan y de los pormenores tenues que las distancian.

En el transcurso del acto de lectura la historia se va armando ante los ojos y la mente del lector, el que se convierte en el actor central de su proceso de construcción. Porque De piedra o de fuego vuelve a la lectura una experiencia auténticamente creativa en la medida en que la escritura se ha efectuado, antes, como un arte del escamoteo y la alusión. Obra maestra de la elipsis y de las preguntas irresueltas, esta novela explota al máximo la ética de que la ficción es incertidumbre y perplejidad, un propulsor de interrogantes que esquivan las respuestas categóricas y de aseveraciones acechadas por el fantasma corrosivo de la paradoja.

Renunciaremos, así, a la ansiedad de obtener información novedosa acerca del caso (datos que difieran de los que constan en los expedientes judiciales y en las crónicas de la época o que provengan de fuentes y testigos inconsultos) y, encandilados por el sortilegio de una retícula decididamente abierta, asistiremos a una aventura del entendimiento en cuyo decurso se entremezclan la evocación sentimental ligada a la memoria afectiva  y los recuerdos deshilachados y fluctuantes que persisten en la memoria popular.

Impulsada por la voluntad de preguntarse qué lleva a un individuo común y corriente a cometer un asesinato masivo –bajo la interrogación de si se es por naturaleza un criminal despiadado y gélido o si el acto mismo de cercenar vidas sin una motivación razonable transforma a quien lo ejecuta, automáticamente, en un monstruo irredimible- De piedra o de fuego narra la génesis y el avance de una demanda cognitiva que se torna una obsesión; el relato discontinuo de ese anhelo perturbador, ya que no alcanza una satisfacción convincente, le dan el impulso de una investigación que, revestida de la asepsia propia a un estudio sobre la personalidad psicopática, muda en un viaje tenebroso al corazón de las tinieblas.

De los tres momentos clave de tal proceso dan cuenta las tres secciones principales del texto (las que lacónicamente se denominan “Principio”, “Medio” y “Fin”) y los catorce “Folios” que se insertan a lo largo de la historia. Si estos últimos se presentan como transcripciones directas de informes científicos, aquéllos relatan el lapso que lleva al investigador a obsesionarse con el responsable del crimen.  De piedra o de fuego convoca los discursos de la psiquiatría y la criminalística para mostrar no sólo los prejuicios sociales y morales que los sustentan sino, y muy especialmente, para exhibir la inoperancia de los mismos cuando se trata de remarcar la línea que divide a la normalidad de la locura.

Hacia el íntimo vórtice de ese infierno va y nos sumerge la novela, mientras realiza una aniquilación paulatina de los saberes que se postulan como representaciones soberanas y absolutas de la naturaleza humana. De piedra o de fuego explora lo inexplicable del instinto criminal, lo impenetrable de la demencia, el sinsentido con que ciertos actos atroces y abominables hacen de lo humano un cúmulo de extrañeza y desasosiego. 

En “Fin”, el narrador protagonista confiesa una revelación arraigada en el fulgor insistente de un recuerdo personal que remite a un episodio de su infancia. El mismo día cuando mataba a un gorrión de un hondazo y derribaba un nido con sus pichones indefensos, en una ciudad desconocida para él un oscuro policía mataba a seis personas. Esa mañana de septiembre  -que parecía el adelanto de la primavera y fue un arrebato lluvioso del invierno terco- se constituye en el escenario de una coincidencia determinante.

En el  umbral de su culminación, la novela nos entrega esta epifanía lúcida y desalentadora: “A partir de ese día, he sentido que cualquier aberración puede suceder y que esa aberración, sea cual fuere, puede imputárseme y puede pasar que yo no entienda porqué la cometí, que me resulte incomprensible haberlo hecho, que me pare sobre la certeza de ser incapaz de hacer una cosa así para admitir, sin embargo, que sí lo hice. Que entre mí, el causante, y esa aberración cometida, hay una continuidad y que una es explicación de la otra de la otra pero que en medio de los dos hechos subsiste, sin embargo una bisagra que unió dos cosas por un instante y que luego estalló por los aires para separarlas definitivamente.”  Antes que una justificación compensatoria, que un cierre ecuánime, De piedra o de fuego trabaja con las grietas del sentido, con lo que se sale de quicio, con lo que estalla intempestivo e irrumpe sin antecedentes inmediatos y con efectos demoledores.

Ficción que se adentra en el absurdo de la locura y por esa vía en la evidencia obscena e insondable del mal, que desmantela sin estridencias la potestad del discurso médico con sus jerarquías, exclusiones y diagnósticos punitivos, que testea, mediante la fórmula del “yo me acuerdo”, pronunciada por voces de personajes anónimos conforme el léxico y la sintaxis del coloquio oral, las fidelidades y las inconsistencias de la memoria colectiva, es, asimismo, la novela sobre las víctimas.

Y, como tal, retrata en movimiento a un conjunto de personas que se despiertan para ir al trabajo desconociendo por completo que a escasos minutos de su salida los aguarda más inesperada que nunca la muerte, la propia, la de cada uno. En catorce capítulos muy breves, De piedra o de fuego resume la íntegra complejidad de sus respectivas vidas y, resaltando el reverso interno de unas existencias uniformadas por las obligaciones laborales, complica al lector en una maraña de sueños y pesadillas, de deseos reprimidos y anhelos postergados, de frustraciones consuetudinarias y propósitos rebeldes. Construye una mirada justa, resultante de una posición enunciativa que se asoma y penetra en la intimidad de sus personajes y que a la vez se distancia de la moraleja sentimental y de la tentación de convertirlos en tipos socialmente representativos.

De entrada, en los primeros siete capítulos sobre las víctimas inminentes, un narrador en primera persona –que no es ninguno de los personajes- toma la palabra y con amable ironía, deslinda el terreno en el que se ubican los episodios que narrará a continuación. Le habla al lector y lo induce a adentrarse en el ámbito pululante y particular de la ficción; no se trata de un ingreso a la realidad sino de una incursión por el plexo indefinido de un mundo que se abre y que, mientras va adquiriendo consistencia y nitidez, convoca a los sentidos, a las percepciones, a la empatía emocional.

La ficción cobra presencia, y con ella los personajes y los lectores. En consonancia con el acápite de Fredric Jameson que encabeza el texto, De piedra o de fuego se atreve a narrar el presente, sus intervalos fugaces y definitivos, su advenimiento puntual y sus interrupciones bruscas, su vibración repentina y su dispersión contigua. Y lo hace con la morosidad pertinaz de una mirada que captura el movimiento de un fenómeno que al instante de manifestarse como tal comienza ya a evaporarse.

Es el mundo de la experiencia vivida del que hablaba Merlau Ponty traspuesto a una artesanía de la simultaneidad. Serge Daney afirmaba que el cine es el arte del presente, no de los monumentos sino de los pasos erráticos con que los seres humanos recorren el camino azaroso de sus vidas; como si fueran los fotogramas de un film cuyo montaje final (aunque provisorio) tendrán que efectuar los lectores,  De piedra o de fuego  se hace cargo de que el horizonte último de la narrativa es la experiencia humana el tiempo, la historicidad maravillosa y trágicamente urdida por el flujo ciego que aúna lo accidental, lo mudable y lo precario.

Hay algo que la novela muestra sin designar y que fascina porque posee la entidad de lo ausente. No deja de ser curioso que, a pesar de que el fallo de la justicia no haya convencido a nadie, falten conmemoraciones públicas de la masacre, rituales que comprometan a la comunidad toda y que extraigan el suceso de la esfera familiar donde rige la aflicción exclusiva de los deudos. De recordarnos ese olvido, una mancha de amnesia en el tejido social, se ocupa De piedra o de fuego.

Nabokov decía que, además de ejercitarse en el apostolado de la relectura, un buen lector debe fijarse en los detalles y acariciarlos y huir de las generalizaciones apuradas. Para ese lector, De piedra o de fuego incorpora un mundo a éste, un universo donde la nominación precisa es menos una apoteosis del realismo que la propuesta a escuchar los rumores de la lengua hablada, su vocabulario y su ritmo, un discurrir en cuyo movimiento se entreveran las repeticiones de palabras, el chiste surgido del doble sentido y la cadencia pícara de un rumor plebeyo, esa música de la dicción que la escritura de Dema simula reproducir con extraordinaria naturalidad.

Porque sus criaturas hablan, consigo mismas o con otras. Y Dema ama a los personajes de sus ficciones, adora la fresca y sencilla singularidad que los hace humanos en demasía, un manojo de ilusiones, dolor y finitud.

 

 

José Di Marco

Julio 2010

 

 


NOTAS

  1. Pablo Dema nació en General Cabrera en 1979 y reside en Río Cuarto desde 1998. Ha publicado dos libros de cuentos: Fotos (2005) y Si nada permanece (2007), y en breve será editado Hoteles, su tercer libro de relatos. De piedra o de fuego es su primera novela, la que obtuvo por unanimidad el primer premio en el “1º Concurso Literario para Escritores Riocuartenses ‘Premio Ciudad de Río Cuarto’” en la categoría novela inédita. La misma fue editada en octubre de 2009 por la Editorial de la UNRC.
  2. El texto de Vladimir Nabokov del que se sacan un par de citas se titula “Buenos lectores y buenos escritores” e introduce sus Lecciones de literatura (Emecé Editores, Buenos Aires, 1984, págs. 25 – 32. Traducción de Francisco Torres Oliver). La mención al mundo de la experiencia vital remite a las conferencias de Merleau-Ponty: El mundo de la percepción. Siete conferencias (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008. Edición y notas por Stéphanie Ménasé, traducción de Víctor Goldstein). Serge Daney caracteriza al cine como un arte del presente en las entrevistas que forman parte de Perseverancia. Reflexiones sobre el cine (Ediciones El Amante, Buenos Aires, 1998. Traducción de Mauricio Martínez Cavard y María Valeria Battista).


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