Suenan campanas en el cosmos
Adónde estarán los desaparecidos
En una estrella
¿Es roja?
¿una caña en el río
un fusil
o la medusa de la patria?
La mano que escribió
para aparecerlos
¿desaparece
del orden de las apariencias?
¿Invisibiliza o imbeciliza?
Aparición con vida.
Las apariciones aluden
a seres sobrenaturales
fantásticos
¿A otra cosa?
Alguien abre una puerta
por ejemplo
y aparece
o estamos sentados en un sueño y
aparece
La Historia
¿es una aparición de la especie
o sólo
donde
desaparece
la especie?
La memoria
¿tiene mesas y camas?
allí
actuamos
nosotros
¿nosotros?
o una parte
la partecita de la muerte y la pena
de los recuerdos
nuestros
de ellos
¿a qué nos referimos
a la sangre
al esqueleto
al caparazón ideal?
como diciendo
la sangre derramada es
al esqueleto de la historia
lo que la memoria es
a la verdad
espejo es la memoria
la gente las plazas
de allí brota
su sed de justicia
o de las palomas
o de los placeros
no
de los edificios
del estado
de sus postales
sus cerraduras
¿no?
Aparición con vida
sobrenatural
preternatural
ni muertos
ni nacidos
más allá de lo humano
lo demasiado
humano
y el tiempo
qué hace
haría
qué hizo
además
los llevaba de aquí para allá
creo
o no había espacio
y llovían
banderas, estandartes, folletos
anuncios, anuarios
organizaciones
caía el tiempo
como margaritas
mascaritas.
No están
en el espacio
¿A dónde asomarán?
¿Tiene países la memoria
leyes?
¿Se sientan los superiores de la memoria
en edificios neoclásicos
y levantan la mano
hasta las 30000 estrellas
y tocan timbre?
(entonces
¿suenan campanas en el cosmos?)
Ya van apareciendo
de a uno
en grupos
casitas
colegios
salas de maternidad
en campos fabriles
sótanos
bares
se encuentran con amigos del barrio
en los asados
departamentitos
donde brilla el terror
el azor
de ese amor
¿Uno por uno
hasta que no quede ninguno?
¿Qué harán con ellos
cuando aparezcan de la mano y nos miren
tan frescos de eternidad
tan justos y sabios?
Tan jóvenes de no-tiempo
¿Mostrarles las heridas del reclamo
los gritos del testimonio
nostalgias
fotos en los diarios
los sellos de las organizaciones
sus becas y viajes
o nada?
preguntas
cómo eran los monumentos del duelo imposible
los abrazos del aire
la mezcla de los huesos
la boca de los peces
o
si su lote del planeta era
semejante al nuestro
su comida
¿su paz?
¿Si estaban juntos
si temblaban
cuando la patria…
con vida los queremos?
… Porque esta patria
estos patriotas
tan confusa y cansada
… tan de comprar y vender
este borde del mundo
este angulito…
Su única
última palabra
Patria
¿Querrán aparecer?
Alejandro Schmidt, de Videla (ediciones Recovecos, Córdoba, 2009)
Lo que llama en medio de la noche. Sobre Videla, de Alejandro Schmidt, ediciones Recovecos, Córdoba, 2007, 58 páginas
¿Qué cabe esperar de un libro de poesía titulado Videla y que lleva la firma de Alejandro Schmidt? ¿De la contigüidad de dos nombres propios que designan facetas tan disímiles de lo argentino: emblema de la barbarie genocida, el uno; seña de identidad de una poética extrema y singular, el otro? ¿Del encuentro de una zona espesamente traumática de nuestra historia política con una escritura que electriza el lenguaje y lo alucina? Ni más ni menos que una colisión, una descarga de energía capaz de alterar nuestras rutinas de lectores, remover nuestras sensaciones y recuerdos y sacudir el polvo del olvido acumulado en los escaparates de nuestra mala conciencia.
Videla habla, centralmente, del terrorismo de estado y de sus víctimas por antonomasia: los “desaparecidos” y, en este sentido, es el poemario más explícitamente político de Schmidt y, como tal, constituye un acto de memoria, no sólo artístico sino también cívico.
Cuando se trata de hacer memoria sobre los horrores de la historia, la poesía no agrega documentos a los archivos ni aporta pruebas testimoniales de valor jurídico. Funciona, en todo caso, como una dicción alternativa a los lenguajes que el olvido invoca y emplea no sólo para encubrir los crímenes de lesa humanidad y a sus responsables sino para construir consensos que aspiran a desoír los reclamos de verdad y justicia aún incumplidos. Menos que un simple expediente de la memoria colectiva, la memoria que la poesía ejerce interroga el orden del discurso instituido sobre las brutalidades del pasado, esquiva sus falsas pretensiones de totalización, señala fisuras y abre huecos allí donde todo parece estar dicho y, por lo tanto, clausurado. Frente a la homogeneidad de un relato abarcador y completo (ilusoriamente integral y pleno), la poesía parece ubicarse en los resquicios para trabajar con el detritus de las representaciones, con lo que emerge, intempestivo y voraz, y saca de quicio los regímenes simbólicos consolidados.
La poesía de Schmidt presta oído a los cuerpos ausentes, a “eso que llevan en medio de la noche y llama. // Llama.” Pero, además, de escuchar los murmullos lacerantes de ese decir irredento y trágico, cede su voz a los silencios urgentes e indispensables: “También hay gritos que no vuelven / y son / vigilia de los muertos.” Por eso la memoria que el poeta y ciudadano argentino Alejandro Schmidt ejerce, en buena parte de este poemario, se vuelve discordante y controversial ya que subraya el hiato, acentúa la discontinuidad que existe entre la ausencia forzada, es decir involuntaria, de unos cuerpos, unas vidas y unas identidades supliciadas y borradas por la crueldad del exterminio, y el término con que nos hemos acostumbrado a nombrarla. “Desaparecido/s”, un participio que abandonó su función adjetiva para adquirir la de un sustantivo que denomina una entidad impropia, lábil y al mismo tiempo aberrante: “No están vivos ni muertos”, escribe Schmidt en el poema “Como una rosa silvestre en el abismo”, y la negación retorna acrecentada y doble en “Por algo será”, donde leemos: “No están ni vivos ni muertos.” En “Suenan campanas en el cosmos”, agrega “ni muertos / ni nacidos”. Entonces, ¿de qué se habla (de qué no se habla) cuando se invoca a los desaparecidos?
Ese hiato – que remarca el abismo que enajena a las palabras de las cosas, y las presenta como sombras de cuerpos extraviados- también indica que el diálogo entre pasado y presente ocurre en un terreno donde enraíza el malentendido y la comprensión reparadora requiere, más que las buenas intenciones, por parte de quienes todavía pueden oír y hacerse oír, la aceptación de una deuda impaga y el reconocimiento de la impunidad como condiciones necesarias para la construcción de un relato justo sobre el terrorismo de estado, sus crímenes y sus víctimas.
A Videla lo atraviesan y tensan estos dos vectores: uno lingüístico, que requisa con puntillosa atención las palabras, sus usos mecanizados y las significaciones fosilizadas que los acompañan, sus supuestas lealtad y adherencia absoluta a lo ocurrido, y otro, histórico, que toma nota de las fricciones entre la disposición a la fidelidad de la memoria y las estratagemas acomodaticias del olvido y privilegia las contradicciones, las dudas y los equívocos cuando se trata de entender y enjuiciar el pasado desde un presente que no es una simple prolongación del mismo, un eco imitativo, sino una época con sus propias oscuridades, discrepancias y desgarramientos.
El poema “Suenan campanas en el cosmos” se abre con esta pregunta: “Adónde estarán los desaparecidos”, y culmina con esta otra: “¿Querrán aparecer?” La voz que se despliega, entre una y otra incógnita, llama la atención sobre ciertos usos del término “desaparecido/s”. Usos automáticos pero también estratégicos que abusan de la memoria en nombre de las víctimas, las que están privadas de habla, las que no pueden responder motu proprio.
Videla discute, o al menos sospecha, de los usos burocráticos del término “desaparecido/s”, riñe, o al menos recela, de las hablas que lo repiten en el contexto de vacuas consignas reivindicativas y lo convierten en un salvoconducto, la contraseña supuestamente incuestionable con que una conciencia -que se proclama progresista- soslaya y banaliza, mediante la mala fe, sus obligaciones con la historia: “y esta especie de celebración / ahora / en donde la agonía / recibe sus corderos / complacida por la banalidad.” Pero Videla también disputa con los usos oficiales, y se distancia así del discurso gubernamental que, apropiándose del dolor de los deudos y de las urgencias de la memoria colectiva, hace de la causa de los derechos humanos y de la figura del desaparecido una política de estado, un monumento de autolegitimación: “espejo es la memoria / la gente en las plazas // de allí brota / su sed de justicia / o de las palomas / o de los placeros // no / de los edificios / del estado / de sus postales / sus cerraduras / ¿no?”
En Videla, Schmidt escribe los fragmentos de una memoria díscola, anárquica, insurgente, hecha de ruinas, reclamos y sordinas. Monta sobre ese escenario doloroso el drama de una pregunta impronunciada pero latente: ¿no será que la sociedad argentina necesita un elenco de mártires (de no muertos ni vivos) para lavar su culpa colectiva de indiferencia y complicidad con la dictadura, para desentenderse de las miserias actuales y, de paso, renunciar al compromiso de fundar, al menos imaginariamente, un futuro sin deudas con el pasado, libre de opresiones e injusticias?
La interrogación es un procedimiento característico en la poesía de Schmidt, un intervalo de intensidad que suspende todo conato de respuesta terminante y abre el poema, como una onda expansiva, a los lectores, y los envuelve e involucra tensando su sensibilidad y conmocionando su entendimiento. Las preguntas proliferan en Videla, y las preguntas que Videla multiplica rebasan el coto autobiográfico, el perímetro del yo autoral, e interpelan nuestras biografías de lectores: “¿Qué hizo tu heroísmo / tu temor?”; “¿Qué hiciste el 23, / el 25 de marzo? // ¿Qué hicieron con vos?”, se pregunta el yo poético en “¿Qué hacía el mar?”, el poema que abre el volumen, para contestar, en “24 de marzo de 1976”, dieciséis páginas adelante, en un texto decididamente más narrativo y de registro notoriamente referencial: “Yo no tuve miedo / yo no hice nada / ni entonces, ni después”.
Quien habla en Videla no se presenta como un testigo privilegiado ni se inviste con las facultades memoriosas de un cronista escrupuloso ni asume la potestad de una conciencia clarividente e impoluta. Se escribe al modo de una voz que, a través de la proliferación de preguntas e imágenes, presenta, como quería Pound, un complejo intelectual y emotivo en un instante temporal. Esas imágenes-preguntas, con las que el yo poético se dice y escribe en Videla, expresan un cúmulo de perplejidades, de desasosiegos, de arrebatos de furia e incertidumbre: “¿A qué vuelven esas palabras / la música / su quemazón / como animales golpeados / contra un techo de patria? // ¿A decir que / sí vuelven? // ¿A preguntar de nuevo?”
En Videla, la acumulación de preguntas incontestadas, que se vuelve una cascada de imágenes explosivas y centelleantes, recuerda el concepto de imágenes profanas que Benjamin propone como el procedimiento ineludible para fijar la aparición repentina del pasado en el decurso del presente, su relampaguear en un instante de peligro, su presencia disruptiva. La materia que modela y modula Videla es el recuerdo: esas irrupciones intempestivas con las que el pasado adviene a la conciencia del sujeto, la sacude y descalabra las reconstrucciones voluntariosas, homogéneas y lineales con las que el yo pretende conjugar sus incongruencias y temores. Esta inscripción en el cuerpo del poema de lo que relampaguea para iluminar la peligrosidad de una memoria que se tiende, demasiado segura de sí misma, e ignorante del olvido que la acompaña como una sombra invisible, incide de un modo categórico para que Videla eluda las fórmulas retóricas de la poesía testimonial, sus ilusiones miméticas, sus bajadas de línea moralizantes.
Aunque la autobiográfico ocupa un lugar destacado, este libro no se reduce a un catálogo de vivencias que provienen de la aplicación de una perspectiva personal sobre una época peculiarmente traumática de la historia colectiva de los argentinos. Revela, en cambio, la marca típica de la poética de Schmidt, una excedencia de sentidos que sostiene un mundo que el texto (a través de los poemas) proyecta en una retícula de imágenes. La poesía de Schmidt es una experiencia en y con el lenguaje, escritura que agujerea el espesor de las palabras y las desfleca, acontecimiento que trae al mundo, a la urdimbre de lo real, el fulgor de imágenes impensadas y el bisbiseo de músicas extraordinarias. Hechas de recuerdos indómitos y experiencias intransmisibles, las preguntas que Schmidt ensaya en Videla requieren del lector una dosis de experiencia y recuerdo similar. Por eso estos poemas solicitan e intiman; por eso irritan e intimidan. Qué hicimos; qué hacíamos cuando Videla era la patria; qué haríamos si los desaparecidos aparecieran, se preguntan y nos preguntan los poemas de Videla. ¿Qué hicimos, qué hacíamos, qué haríamos? Ustedes y yo. Cada uno de nosotros.
Videla no es un capítulo más de la literatura virtuosa que busca (y encuentra) en la memoria de los vencidos y ausentados un amparo o una justificación de la propia incompetencia artística e intelectual; ni tampoco un ejercicio de cinismo posmoderno, que convierte a la historia (y a los afanes y padecimientos de los hombres y mujeres que la sufrieron y afrontaron) en un ingrávido juego textual, la miríada de variantes permisivas e igualmente válidas (porque no hay hechos, sólo interpretaciones, todo vale).
Constituye una provocación y un reto a la memoria: a la formateada por los medios de comunicación masiva, a la teñida de corrección política, a la que es objeto de estudio universitario (de programas de investigación, de becas, de tesis de doctorado), a la convertida en agenda de una estrategia oficialista de acumulación de poder. Procede, asimismo, como un llamado a la memoria recóndita, a la más secreta y penosa. A esa partecita del pasado que nos corresponde, y de la que deberíamos hacernos cargo: “o una parte / la partecita de la muerte y la pena / de los recuerdos nuestros / de ellos”.
Pero Videla es también un clamor sobre la patria, sobre el derecho y el deber de arrancar esa palabra del limbo de las abstracciones vacías, del dominio de los discursos que modulan los fanatismos conservadores y/o utopistas, de los usos escolares que la fagocitan y endurecen, para convertirla en el nombre vívido de un sentimiento de pertenencia, de un deseo de comunidad, de una pasión emancipadora, tanto individual como colectiva: “la patria es irrenunciable / por eso la perseguimos / en los cuatro elementos”.
En este libro, con sus poemas fulgurantes y explosivos, Schmidt efectúa un decir político, escribe las resonancias trágicas del terrorismo de estado, la huella indeleble de los efectos culturalmente devastadores de la dictadura en el aquí y ahora, la ausencia-presencia de los desaparecidos como un reclamo impostergable y un silencio insistente. Y lo dice y escribe en el idiolecto extremadamente singular que caracteriza a su poesía, con el ímpetu de un lirismo que satura la lengua de un voltaje sensitivo y conceptual inauditos.
Un verso de Paul Celan, tan inolvidable como enigmático, y quizá por eso mismo inmortal, dice: “Nadie testimonia por el testigo”. A la estela de esa afirmación se anexa Videla. En vez de ocupar el lugar del desaparecido, de usurpar su voz, de mitificar su memoria, Schmidt da testimonio de lo plenamente ausente e irremediable, reconoce una deuda y, a partir de lo que falta, de su vacío y de su súplica, nos interpela con rabia y desazón.
Hay una belleza áspera y sincera en las preguntas que restallan en sus poemas, cercana al Vallejo de España, aparta de mí este cáliz. Al igual que el combatiente republicano muerto en el combate, el desaparecido, que la escritura de Schmidt cita (convoca y anota), está lleno de mundos; es un cadáver oculto que abriga, en la inminencia de su lejanía y omisión, vectores de porvenir, vestigios de lo posible, rastros de un deseo rebelde que la escritura de Schmidt se empecina en no olvidar.
José Di Marco
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